Tom Piccirilli - Clase Nocturna

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Tras el regreso de las vacaciones navideñas, Caleb Prentiss hace un macabro descubrimiento: durante su ausencia, una chica desconocida ha sido brutalmente asesinada en su dormitorio. Para él, un estudiante frustrado por el tedio de los estudios, ese suceso supondrá algo más que un incidente extraño y se convertirá en una obsesión a la que aferrar su oscura vida de universidad. Emprenderá una búsqueda desesperada por averiguar la identidad de la chica y del misterioso asesino, una búsqueda que no podrá abandonar ni siquiera cuando toda su vida empiece a derrumbarse a su alrededor.
En un viaje iniciático a través del misterio, el miedo y la desesperación, Piccirilli eleva el listón del terror con una obra maestra indiscutible. Clase nocturna es algo más que una historia, es una sobrecogedora experiencia que muchos lectores tardarán en olvidar.

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Las manos de la señora volvieron a encontrarlo. Ha jugado muchas veces a esto, pensó. Ha traído a otros aquí, otros estudiantes, otros profesores.

Tratando de sacar a Jo de su ataque de histeria, el decano la atrajo hacia sí y la envolvió en hueso, pasando unos brazos de inhumana longitud alrededor de su cintura. Parecía que iban a darle tres o cuatro vueltas. Era algo increíble de contemplar, grotesco y al mismo tiempo fascinante. Cal no podía imaginarse una desnudez más fea.

Siempre había sospechado lejanamente que ella dormía con otros tíos; podía vivir más o menos con la idea mientras permaneciera sin confirmar. Descubrir que era cierto, de este modo, con su… enemigo… quienquiera que fuera el decano… su propia novia con su enemigo, eso sí que fue un golpe al corazón. Su ética original había sido arrojada ya al polvo, a la espera de un entierro. Si es que la había tenido. Jo lo miraba mientras el decano la consolaba y le acariciaba la cara con los húmedos lengüetazos y mordisquitos de un animal todavía insatisfecho.

Caleb se desplomó y vomitó.

Clarissa se echó a reír en voz baja y le acarició la espalda. Los bordes de sus manos calmaron el dolor que estaba acumulándose, y a continuación empezaba a emerger, en la base de su cráneo. Nunca hubiera creído que pudieran tocarlo de aquella manera tan asombrosamente agradable. Se alegró de que ella estuviera allí. Sintió una agonía infernal mientras Jodi gemía quejumbrosamente y se apartaba de los larguiruchos miembros del decano. Trató de esconderse en el hueco que había entre la cómoda y la cama. Parecía que hubiera aprendido del decano el arte de plegarse y menguar de tamaño. Tenía las pestañas empapadas de lágrimas cuando levantó los brazos para taparse la cara.

Arrancó las sábanas de la cama y se las echó por la cabeza hasta desaparecer por completo.

Cal se puso de rodillas con dificultades y entonces se levantó y se volvió hacia Clarissa.

– ¿Por qué? -preguntó, sabiendo que no había respuesta suficientemente buena.

– Pensé que podíamos divertirnos todos, mi querido querubín -dijo-. No seas aguafiestas.

Él pensó en lo que le gustaría hacer: dónde colocaría los pedazos, qué haría con las cabezas, cómo limpiaría la sangre.

– Oh, lo voy a ser -susurró-. Lo voy a ser.

– Eres un idiota.

– Y tú estás loca. -El rojo seguía oscureciéndole la visión. Las sábanas se agitaban y se movían fortuitamente, como si Jodi estuviera realizando extraños rituales antinaturales debajo de ellas-. ¿Por qué lo estáis haciendo? ¿Qué le habéis hecho?

La Señora Decano arrugó el gesto tanto como en ella era posible.

– Nada que tú no te hayas hecho a ti mismo. -Terminó de quitarse el traje y se acercó a la cama, donde su marido la esperaba con los brazos extendidos.

La escena parecía tan ensayada que Cal se rió entre dientes. Dos cortos ju y nada más.

En silencio, con la rabia perfectamente contenida en su interior -nada de inútiles gritos o amenazas, ¿para qué molestarse con esa mierda?- Caleb se movió. El odio engrasaba ahora su maquinaria, lo que era mil veces preferible a su asedio constante contra su conciencia. Una fría y condensada furia rebosaba la cavidad dejada por la fractura.

Se precipitó hacia delante de un salto y levantó la rodilla hacia la ingle del decano, tratando de forzarlo a emitir algún sonido, hacer una confesión, suplicar clemencia. Jesús, sería precioso. Casi haría que todo hubiera valido la pena. El decano se apartó ágilmente sin la menor premura -con languidez, se diría, casi con tedio, y al mismo tiempo impensablemente veloz- y el impulso de Cal lo lanzó contra la cama. Rodó y rebotó en las almohadas, y notó los fluidos que las empapaban. Jodi lanzó un grito bajo la sábana. Clarissa cayó sobre él y se rió en su cara.

– Tú -gruñó.

– Tú -ronroneó ella.

Es posible acercarse a un átomo de distancia de una neurisma, con la estructura molecular del asesinato en las manos.

– Jesús, Dios. -Él llegó hasta allí, la apartó y salió corriendo.

12

Los alambres atrapados por la brisa golpeaban los postes de metal, interpretando una ruidosa sinfonía de riffs de soledad.

Le gustaba la melodía. Traqueteaban las cadenas mientras los postigos de las casetas de la feria se abrían lentamente con un crujido y se cerraban con un golpe. Los ecos remitían como pasos sobre los ventisqueros.

El campo estaba lleno de fantasmas.

Circe acudió a él en todas sus formas. Primero como los ángulos del rostro de Jodi antes de que lograra apartarlos, fundirlos en otra cosa. La marioneta danzó a su alrededor, colgada de las muñecas por serpentinas que colgaban del cielo, con el tracto abdominal abierto y los órganos emergiendo. Y luego como la muerta Sylvia Campbell, o quienquiera que fuese en realidad, blanca y negra y a lápiz. Yo. Sy. C. Todos ellos se cimbrearon a su alrededor, apretando los hombros mientras lo miraban de soslayo como si tuvieran cosas mejores que hacer, musitando y gruñendo con aquellas bocas cambiantes y abiertas. La monja estaba entre ellos, separada pero también como parte de la manada, rezando por todos ellos.

Los carámbanos pendían como estiletes apuntados a las cabezas de los posibles intrusos. Se oían golpeteos y suaves crujidos de tela, testimonio de las sesiones de espiritismo que tenían lugar en la oscuridad. Había también otros ruidos, imposibles de discernir y ahogados por el aleteo de las tiendas más grandes. Carteles y volantes, envoltorios de caramelos y vasos de plástico y otros restos salpicaban el helado terraplén. Ahora era basura que pasaba rodando frente al negro órgano y las sombras de las vacías atracciones. La luz de la luna resplandecía en la rueda de Ferris. Crujía la madera.

Caleb contempló la feria.

Los fantasmas carecían del espíritu apropiado. No era la hora señalada para sus juegos, y se limitaban a descansar calmadamente a su lado. No se podía confiar en nadie. Las sirenas no te llamaban ni había ciegos esperándote para hacer entrega de coloridas profecías. Era hora de que alguien le dijera algo, pero su hermana y las diversas Circes no terminaban nunca de hacerlo. La noche estaba tan entumecida como las yemas de sus dedos.

A diferencia de lo que acostumbraba -y por primera vez desde hacía años- Cal se esforzó en alcanzar los recuerdos de su hermana. Pensaba que tal vez ella, entre todas las personas de su vida, pudiera entender el pesar que sentía ahora. En el mismo instante en que lo hizo, la monja se alejó. No quería que la alcanzaran, comprendió de repente. No era exactamente equiparable lo que les había pasado a ambos, pero se parecía lo suficiente. Permaneció largo rato inmóvil en el campo y supo que sus ojos eran como los de ella. Poco más que rendijas.

La feria había llegado desde el profundo Sur. Se habían equivocado al sobreestimar las masas de aire caliente que se abrían camino desde Alabama a Kentucky, y no habían conseguido los permisos que necesitaban en las tres últimas ciudades. Para compensar las pérdidas se habían visto obligados a parar en ciudades en las que nunca lo habían hecho. Ahora estaban varados mucho más al norte y en el invierno de lo que habían previsto. Pero habían descargado a pesar de todo y habían hecho lo que habían podido. Visitarían una ciudad más y luego regresarían al Sur antes de que empezara la estación lluviosa.

Las tiendas se sacudían e hinchaban bajo el viento, algunas de ellas encorvadas por el peso de la nieve húmeda. La gente de la feria no podía pernoctar en sus tiendas, como acostumbraba. Se habían visto obligados a parar en los moteles más baratos de la ciudad. Una caravana de camiones y camionetas recorría el centro de la ciudad cada día, y continuaría haciéndolo durante otra semana entera. Los puestos y las casetas permanecían cerrados. La ventisca había acumulado montículos de nieve sobre el pozo de las pelotas de ping-pong, la sala de los espejos y las máquinas para probar la fuerza. Tras una gruesa película de escarcha se entreveían carteles pintados. La casa de la risa no parecía demasiado risueña.

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