Melissa dijo:
– Estaba con un trabajo de Inglés 135, tomando notas y realizando referencias cruzadas en mi habitación y decidí salir a cenar algo en plena tormenta. -Era evidente que no le gustaba dar detalles pero también parecía que se estaba divirtiendo un poco. Había topado con un misterio y disfrutaba tratando de desentrañarlo-. Después de regresar, me eché una pequeña siesta y cuando desperté estaba mareada y tenía la cabeza llena a reventar de poesía, ya sabes a qué me refiero. De modo que saqué la antología de Norton de la estantería y leí un rato hasta volver a engancharme con los Victorianos. Mis compañeros de cuarto entraron discutiendo de política, como de costumbre. No podía seguir trabajando y me estaba entrando claustrofobia escuchándoles así que me fui a leer a la biblioteca hasta que la cerraron, y entonces decidí ir a dar un paseo. Eso es todo. Un simple paseo. Aquí estoy. ¿Quieres un justificante firmado? ¿Una nota de mi madre? ¿O vas a animar un poco esa cara?
No llevaba mochila ni libros. Cal volvió a pensar que podía estar mintiendo, que era posible que hubiera estado vigilándolo desde el principio, pero ya no podía seguir aferrándose al miedo o a la rabia. La señora y el decano no podían hacerle eso. Alguien había muerto, pero no era él.
– ¿Eso era Byron? -preguntó.
– No. Robert Browning.
– Me ha gustado. No conocía los poemas.
– No hay razón para ello, a menos que estuvieras escribiendo un trabajo sobre su estilo poético antes de su matrimonio con Elizabeth Barrett comparado con la evolución posterior de su obra.
– ¿Y hay diferencia?
– Yo creo que sí. El primer fragmento era la estrofa inicial de Prospice, y el segundo el epílogo de Asolando, el último volumen que publicó.
Algo pasó corriendo a grandes zancadas en la espesura, tras ellos y Melissa Lea se volvió y estuvo a punto de caer en sus brazos. Él tenía todavía las manos en los bolsillos y no las sacó. Podía asir espectros pero no carne humana. Brilló la luna, pálida luz sobre el hielo. Ella se volvió para mirarlo y el interés que Cal había sentido aquella mañana empezó a ascender reptando por el fondo de su garganta. Su chica estaba debajo de una sábana, como un cadáver en una morgue. La peca del ojo de Melissa volvió a atraer su atención.
Sus fantasmas no lo habían ayudado. Puede que ella sí lo hiciera.
Le tendió una mano, en busca de una última oportunidad.
– Vamos. A lo mejor puedo ganar un peluche para ti.
– No -respondió ella. Cal no sabía si iba a decirle que se fuera a freír espárragos. La muchacha lanzó una carcajada extraña, como si no supiera cómo iba a reaccionar-. No, no podrás. Esos juegos siempre están amañados.
Tintinearon las monedas cuando introdujo sus dos últimos cuartos de dólar en la caseta de la feria. Había cuatro arrugados billetes de un dólar cerca de él. Cogió la pelota por el lado más gastado y la frotó entre sus manos hasta que la fricción le calentó los helados dedos. El viento soplaba ferozmente sobre su cara.
– ¿Y los sorprendiste juntos? -preguntó Melissa en voz baja.
Caleb no se molestó en asentir: hablar de ello no había sido liberador. No había sido nada. Aunque por lo menos había conseguido acabar las frases. El dolor se había convertido en una canción de cuna que lo acunaba y le daba sueño. Solo quería acurrucarse en su colchón nuevo. Puede que la redención lo estuviera esperando allí. El contenido de sus sueños estría mancillado por la imagen de Jodi temblando en la cama con un cadáver. Fruggy Fred creía a pies juntillas la leyenda de que si morías en la cama, el miedo hacía que se te parara el corazón. Caleb no quería averiguar si era cierta.
– Deberías haberle dado un buen puñetazo.
– Lo intenté. Pero no pude ponerle ni un dedo encima al escurridizo bastardo.
Situado de costado tras el mostrador, se concentró en verter toda su fuerza y su potencia en el movimiento. Giró el hombro, extendió el brazo, lo levantó y avanzó un paso, pivotando con las caderas, como Clarissa había hecho en su danza. Puede que sí hubiera aprendido algo, a fin de cuentas.
Las tres jarras de leche que formaban la pirámide estaban cargadas, para impedir que nadie las derribara por muy fuerte que lanzara la bola. Puede que no fuera más que otro problema de cálculo. El truco, pensaba, estaba en golpearlas justo en el fondo, que era donde estaban los pesos. Poner a prueba su teoría le había costado algunos pavos, pero estaba empezando a cogerle el tranquillo.
Se acordó del profesor Yokver haciendo piruetas en mitad de la clase, gritando:
– ¡No estoy moviéndome!
Bueno, algunas veces había que hacer trampas, retroceder un paso y ver qué ocurría.
Melissa Lea se había sentado en un banco alto de madera, tras el mostrador, con el abrigo alrededor de su pequeño cuerpo como si fuera una manta.
– ¿Y dices que lo planearon todo? ¿Una especie de perversa exhibición para que los pillaras en el acto? ¿Pero qué clase de locos dirigen esta universidad?
– Los mejores.
Levantó la pierna derecha y tensó el brazo, aguardando el momento de la liberación. Ahora que sabía dónde estaba la mentira, podía apuntar contra ella. La fría y amistosa amargura no reservó nada y su codo emitió un crujido doloroso, ruidoso como un disparo de rifle. Extendió el brazo y lanzó la bola con todas sus fuerzas, mientras la llama de su interior cobraba vida como si hubiera recibido un chorro de oxígeno. La pelota salió despedida y fue a golpear la última jarra de leche en el punto exacto al que Cal había apuntado. La lechera se deslizó un par de centímetros, se inclinó y finalmente cayó con estrépito, llevándose consigo las otras dos.
Había algo absurdo en el hecho de extraer satisfacción de aquello, pero no le importó demasiado.
– Ya era hora.
– Dios, eso debe de haberte dolido.
– No, en realidad no. -Se frotó el brazo-. Bueno, sí.
– No me refería al codo. Hablo de lo que ha pasado. Lo siento.
Cal se dirigió a la parte trasera de la caseta y cogió los dos feos peluches que el dueño no había guardado bajo llave con el resto de los premios.
– Ya sabía a qué te referías, Melissa.
– Oh.
Su mano izquierda sostenía un osito de peluche con un solo ojo, un agujero en la mejilla y la lengua de color verde casi arrancada del todo. En la derecha tenía el gato de juguete al que le faltaba una pata, la cola y varios trozos de las orejas. Parecía haber pasado por las manos de una manada de perros.
Sin embargo, bastarían. Tenían que bastar. Sería ridículo haber roto la fina cadena con una piedra para dejar seis pavos en monedas sobre el mostrador y encima sentirse culpable por llevarse dos repugnantes animales de peluche sin ningún valor. El sueño, al menos él, tenía que conservar su pureza. Todos los chicos deberían ganar un peluche en una feria para una chica guapa al menos una vez en la vida. Se había prometido que lo haría, y finalmente lo había hecho.
– En las películas siempre son más grandes y más bonitos -dijo Cal-. A los directores les gustan los momentos como este, las escenas en las que el chico le ofrece a su chica su regalo, pináculos del drama y el romance. -Cogió por la nariz al menos feo de los dos (el gato, decidió) y lo puso en el regazo de Melissa-. Algunas veces la muñeca está llena de diamantes o drogas y entonces el asesino sigue a la heroína hasta su casa para recuperarla.
– Dices unas cosas muy bonitas. Creo que me arriesgaré. -Cogió el mutilado gato y le acarició los feos bigotes-. Oh, Cal -suspiró.
No fue uno de esos suspiros, oh, Caaaaaal, con estrellitas en la mirada. Simplemente fue una demostración de simpatía. Extendió la mano, le pasó los dedos por el pelo y le acarició la nuca. Él se apartó con un movimiento brusco.
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