David Serafín - Incidente en la Bahía

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Incidente en la Bahía: краткое содержание, описание и аннотация

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El comisario Bernal, de la Policía Judicial madrileña, y su beata esposa Eugenia están pasando la Semana Santa en Cádiz, donde ella medita sobre el divorcio que le ha solicitado su marido al tiempo que hace ejercicios espirituales en un convento. Aunque su visita a Cádiz obedece a motivos personales, Bernal se ve obligado a intervenir en la investigación policial a que da lugar el hallazgo del cadáver de un submarinista en unas redes de pesca. Pero si el submarinista no se ha ahogado -cosa que demuestra la autopsia-, ¿cómo se produjo su muerte? ¿Quién lo mató? ¿Y qué estaba haciendo en aquella estratégica zona de la bahía compartida por españoles y norteamericanos…? Las originales tramas de David Serafín, sus vividas descripciones de la idiosincrasia española y su meticulosa exposición de los métodos policiales y forenses le han valido el aplauso unánime de crítica y público, ejemplificado en la popularidad del protagonista de la serie: el comisario Bernal.

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– ¿Dónde podríamos hablar, Geñita, que estuviéramos completamente en privado?

– En el locutorio, si quieres.

– No, en el locutorio, no. Vayamos al claustro grande.

Se sentaron en el banco de mármol del lado norte, donde Eugenia le entregó el sobre.

– Es de la señorita Fernández. La reconocí en seguida, por la voz.

– Espero que no se lo hayas dicho, ni al prior ni a nadie.

– No, claro que no. Me di cuenta de que algo te traías entre manos -dijo con una mirada acusadora-. ¿Qué es todo esto?

– Déjame leer la nota, y luego te lo cuento -repuso Bernal, recorriendo rápidamente el informe de Elena, tras lo cual lanzó una ojeada a la minúscula casete incluida en el sobre. Volviéndose por fin hacia su mujer, dijo en tono grave-: Esos dos oficiales que vienen por aquí, buscan que el padre Sanandrés intervenga en un asunto ilegal, y mi propósito es impedírselo. De ningún modo debes mezclarte en esto, Geñita, y lo mejor sería que te trasladases a mi hotel.

– Pero no puedo hacerlo ahora, Luis. Iba a participar en la Procesión del Silencio.

– ¿A qué hora es?

– Los costaleros y los cofrades empezarán a reunirse a partir de las ocho y media, y el paso sale a las nueve. No volveremos hasta la una.

– En cierto modo, eso me favorece, Geñita. Te propongo que al terminar la procesión, te vayas a mi hotel. Lo que tengas aquí, lo puedes retirar mañana, durante el día. Toma la tarjeta de mi habitación. Avisaré en el hotel que llegarás un poco después de la una. Y ahora llévame a ver la sagrada cueva.

– Pero si ya la conoces, Luis. Sor Serena me dijo que te la enseñó.

– Quiero volver allí. Haz como si me estuvieras mostrando el convento, como harías con cualquier visitante seglar.

Eugenia le condujo a la iglesia, que estaba desierta, y luego hasta el altar mayor, por el pasillo central. Bernal se asomó al rectángulo de cristal instalado al pie del ara, pero sólo pudo a ver la vacía boca del pozo.

– Dudo de que esté abierta la puerta de la cueva, Luis. Si quieres, llamaré a sor Serena.

– Ni se te ocurra, Eugenia -replicó él vivamente-. Bajo ningún concepto debes hablar de este asunto a ninguna persona de aquí, Manténte al margen, ¿entendido?

Entraron en la sacristía, y Bernal probó la manija de la puerta metálica: no tenía echada la llave. Bajó la escalera, mientras Eugenia aguardaba indecisa en el umbral, y recorrió la cueva con la mirada. Advirtiendo entonces que la puerta situada a un extremo de la sacristía estaba entornada, entró en el pequeño vestuario, que registró, sin encontrar el traje de submarinista que había visto allí en su primera visita. Examinó el suelo. Daba la impresión de haber sido fregado hacía poco.

Desandando sus pasos, volvió a donde Eugenia esperaba abatida.

– ¿Cuándo viste a Elena Fernández por última vez? -le preguntó a su mujer.

– Almorzamos juntas, Luis, pero luego me dijo que se iba a descansar a su celda.

– ¿Y el padre Sanandrés y sor Serena?

– También asistieron al almuerzo.

– ¿Falta alguien del convento?

– No, Luis, nadie. Aguarda… A sor Encarnación hace dos días que no la veo… Dice la portera que está en su celda, en rigurosa penitencia, hasta mañana.

– ¿Da a la calle su celda?

– No sabría decírtelo. Los cuartos de las monjas son de clausura: no entro allí. Mi celda está en la parte interior.

Bernal se daba cuenta de que debía oír cuanto antes lo grabado por Elena.

– Eugenia, tengo que marcharme ahora mismo. No olvides venirte al hotel tan pronto haya terminado la procesión. No vuelvas aquí. Pero voy a encargarte algo. Si no vieses a Elena Fernández para vísperas, déjamelo dicho en el Hotel de Francia y París. ¿Querrás hacerme ese favor?

– Desde luego. Pero ella dijo que nos acompañaría en la procesión.

– Yo estaré al acecho, Geñita. Volveremos a hablar cuando salgáis. No irás a ponerte uno de esos capirotes, ¿verdad? No sea que no te reconozca…

– Sólo los cofrades los llevan. Nosotras iremos con este hábito, y descalzas.

Bernal pensó que su mujer se iba a dejar los pies en el adoquinado.

Los inspectores Lista y Miranda, agazapados junto al capitán Barba en un encinar, tenían enfocados los prismáticos hacia el Hotel Salineta.

– Antes de que ustedes llegaran, estuvieron haciendo prácticas de tiro -les dijo Barba-. En la cantera abandonada que hay debajo del hotel.

– Y ahora están jugando al tenis -comentó Miranda-. ¿Cuántos son?

– Aunque a mí todos los moros me parecen iguales, llevo contados quince, en inmejorable forma física.

– Creo que el jefe acierta al decir que son oficiales.

En la sinuosa carretera que partía de Chiclana, apareció en ese momento un largo Cadillac.

– Vaya, tienen visitas -observó Barba.

Los policías se ocultaron en la espesura al pasar el resplandeciente automóvil.

– La matrícula es árabe -apuntó Miranda.

El coche entró en el patio con palmeras que daba frente al hotel y fue a detenerse ante el pórtico del establecimiento. Dos árabes de chilaba se apearon del vehículo. Les abrieron inmediatamente.

– Voy a hacer que mis hombres anoten la matrícula y averigüen si entraron por Algeciras y cuándo -dijo el capitán.

– Pero no use la radio, ¿quiere? -pidió Miranda-. Deben tener intervenidas todas las comunicaciones de la Guardia Civil y la policía.

Elena Fernández volvió lentamente en sí, con la impresión de haber soñado que estaba presa en una oscura cueva de rezumantes paredes bajo la cual batían las olas. Se llevó una cautelosa mano a la frente, por ver si sangraba, pero la herida ya se había secado. Le daba vueltas la cabeza, y si cerraba los ojos veía estrellas azules y blancas. Se incorporó despacio y se palpó las extremidades, por si tenía roto algún hueso.

Advirtiendo que estaba al borde de un pozo, se apartó con movimientos medidos, pero como se le iba la cabeza, se detuvo en seguida. Debo de sufrir una conmoción, pensó. Y entonces, de improviso, recordó dónde estaba, y que tenía algo urgente que hacer. Avisar a Bernal. Sí: eso era. ¿No llevaba ella una linterna? Tanteó a su alrededor, y dio con ella, pero al tratar de encenderla, vio que el cristal estaba roto. Trémula de frío, empezó a arrastrarse por el pasaje, alejándose del pozo. El ruido del oleaje le atronaba los oídos. Intentó ver la hora en su reloj, de esfera luminosa, pero no conseguía fijar la mirada. Siguió reptando, hasta que las manos tropezaron con la parte baja de una puerta. Estaba sólidamente cerrada.

Como le pareciera oír voces al otro lado, trató de pedir socorro, más sólo consiguió emitir un gruñido. Decidió reposar y cobrar fuerzas, pero la conmoción iba adueñándose de ella, y los músculos no la obedecían. Abrió los ojos y, al levantar la mirada, le pareció ver una imagen de Nuestra Señora. Así pues, ¿estaba en una iglesia? Alzó la mano y, aferrándose a la pared, consiguió alcanzar la estatuilla. A costa de un supremo esfuerzo logró asir la palma que tenía la Virgen en la diestra, y con eso la puerta se abrió repentinamente y ella fue a desplomarse al otro lado, en una estancia iluminada. Heridos los ojos por la luz, volvió a perder el sentido, al tiempo que la puerta se cerraba tras de ella con un chasquido metálico.

Nada más salir del convento, Bernal entró en el hostal de enfrente, para hablar con Ángel Gallardo.

– No he conseguido ver a Elena -anunció-, pero mi mujer dice que se retiró a su celda a las tres y media, a descansar, y que seguramente bajará a las seis, para vísperas. No he insistido en verla, para no despertar sospechas a sor Serena o al padre Sanandrés. A la anciana sor Encarnación, que es una bella persona, hace dos días que no se la ve; oficialmente está en su celda en rigurosa penitencia; pero algo me dice que fue ella quien lanzó por la ventana la nota de socorro.

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