Llevaba el pelo rapado -Bethany se lo cortaba cada vez que iba a verle- y una franja de vello estrecha e irregular le bajaba desde el centro del labio inferior hasta la base de la barbilla. A Bethany le gustaba, decía que le daba un aspecto misterioso, en particular si llevaba las gafas de sol púrpuras.
Pero tampoco se miraba demasiado en los espejos. De niño, solía pasarse horas contemplándose, intentando no ser feo, tratando de convencerse de que no lo era tanto como decían su madre y su hermano. Ahora ya no le importaba. Le había ido bien con las chicas. A veces su cara le asustaba, la tenía tan seca, tan ampollada, tan descarnada… Parecía colocada con calzador sobre los huesos del cráneo.
Su cuerpo estaba pudriéndose, no hacía falta ser un genio para verlo. No eran las drogas lo que te destruía, sino las impurezas con que las mezclaban los camellos deshonestos. La mayoría de los días tenía mareos, le ardía la cabeza como si tuviera fiebre, como si viviera en una calima permanente en un momento y entre la niebla invernal después. Tenía la memoria hecha una mierda; no era capaz de concentrarse el tiempo suficiente para ver una película o un programa de televisión hasta el final. Le salían úlceras constantemente. No podía retener la comida en el cuerpo. Perdía la noción del tiempo. Algunos días ni siquiera podía recordar cuántos años tenía.
«Veinticuatro», pensó; o por ahí. Quería preguntárselo a su hermano, cuando lo llamó a Australia la noche anterior, pero no había funcionado.
Fue su hermano, tres años mayor y treinta centímetros más alto que él, quien le puso el nombre de Skunk, y a él le gustó bastante. Las mofetas [1]eran unos animales mezquinos y salvajes. Andaban a hurtadillas, se defendían. Con las mofetas no se jugaba.
De adolescente, lo suyo eran los coches. Descubrió, sin pensar en ello realmente, que tenía facilidad para robarlos. Y cuando se corrió la voz de que podía mangar cualquier coche que quisiera, de repente vio que tenía amigos. Lo habían detenido en dos ocasiones, la primera vez le dejaron en libertad condicional y le prohibieron conducir, a pesar de que era demasiado joven para tener carné, y la segunda, con agravantes de agresión, lo recluyeron en una institución para delincuentes juveniles durante un año.
Y ahora, esa tarde, en el húmedo papel doblado que tenía en su bolsillo, figuraba el encargo para otro coche. Un modelo nuevo de Audi A4 descapotable, automático, con pocos kilómetros, azul metálico, plateado o negro.
Se detuvo a respirar y de repente se apoderó de él un miedo oscuro e indefinido que eliminó de su cuerpo todo el calor del día e hizo que se sintiera como si acabara de entrar en un congelador. Volvía a picarle la piel, igual que antes, como si un millón de termitas treparan por ella.
Vio la cabina telefónica. Necesitaba esa cabina. Necesitaba ese chute para centrarse, equilibrarse. Entró y el esfuerzo de tirar de la pesada puerta le dejó casi sin respiración. «Mierda.» Se apoyó en la pared de la cabina; hacía calor y no corría el aire, estaba mareado, le fallaban las piernas. Descolgó el teléfono, y sujetándose con una mano, sacó una moneda del bolsillo, la introdujo en la ranura y marcó el número de Joe.
– Soy Wayne Rooney -dijo en voz baja, como si alguien pudiera oírle-. Estoy aquí.
– Dame tu número. Ahora te llamo.
Skunk esperó, cada vez más nervioso. Al cabo de varios minutos, por fin sonó el móvil. Nuevas instrucciones. Mierda, Joe estaba volviéndose paranoico. O tal vez había visto demasiadas películas de James Bond.
Salió de la cabina, avanzó unos cincuenta metros, luego se detuvo y, tal como le habían ordenado, miró el escaparate de una tienda donde se cortaba gomaespuma por encargo.
Los dos policías seguían bebiendo sus cafés fríos. El más bajo y fornido, que se llamaba Paul Packer, cogió su taza tras introducir el dedo corazón en el asa. Ocho años atrás, en una refriega, Skunk le había arrancado la parte superior del dedo índice de la mano derecha por debajo del primer nudillo.
Éste era el tercer trapicheo que habían presenciado en la última hora. Y sabían que en estos momentos estaría sucediendo lo mismo en media docena de puntos conflictivos de todo Brighton. A cualquier hora del día y de la noche. Intentar impedir el tráfico de drogas en una ciudad como ésta era como intentar frenar un glaciar lanzándole piedrecitas.
Para alimentar una adicción a las drogas de diez libras al día, un consumidor cometería delitos por valor de tres a cinco mil libras al mes. No había muchos consumidores que gastaran diez libras al día; la mayoría necesitaba veinte, cincuenta, cien o más. Algunos podían tener colocones de tres o cuatrocientas libras al día. Y muchos intermediarios sacaban tajada. Las ganancias eran abundantes a lo largo de toda la cadena. Se hacían algunas detenciones, limpiaban las calles y al cabo de unos días aparecían un montón de rostros nuevos, con nuevas existencias. Tipos de Liverpool. De Bulgaria. De Rusia. Todos tenían una cosa en común: ganaban una pasta gracias a desgraciados como Skunk.
Pero Paul Packer y su compañero, Trevor Sallis, no habían pagado cincuenta libras con fondos de la policía a un informador para que les ayudara a encontrar a Skunk y detenerlo por posesión. Era un personaje demasiado insignificante para tomarse esa molestia. Esperaban que los condujera a un tipo absolutamente distinto, de un nivel muy distinto.
Al cabo de unos momentos, un chico bajito y gordo de unos doce años, cara redonda y pecosa y pelo corto de punta, que llevaba una camiseta de South Park, pantalones cortos y deportivas de baloncesto sin cordones, y que sudaba profusamente, se acercó a Skunk.
– ¿Wayne Rooney? -preguntó el chaval, con voz chillona y confusa.
– Sí.
El chico se sacó de la boca un paquetito envuelto en celofán y se lo dio a Skunk, quien a su vez se lo metió en la boca y le entregó el Motorola. Segundos después, el chico subía corriendo la colina. Y Skunk regresaba a su autocaravana.
Paul Packer y Trevor Sallis salieron por la puerta del Starbucks y le siguieron colina abajo.
El Centro de investigaciones de Sussex House ocupaba la mayor parte de la primera planta del edificio. Se accedía a él a través de una puerta con un lector de banda magnética situada al final de un área grande, en su mayor parte abierta, que albergaba los despachos de los jefes del Departamento de Investigación Criminal y su personal de apoyo.
Roy Grace siempre tenía la sensación de que el ambiente en esta sección era absolutamente distinto al de otras zonas del edificio; y, en realidad, de cualquier otro edificio policial en Brighton y Hove o sus alrededores. Los pasillos y despachos de la mayoría de las comisarías de policía tenían un aire y un aspecto cansado e institucional, pero aquí todo parecía siempre nuevo.
Demasiado nuevo, demasiado moderno, demasiado limpio, demasiado y condenadamente ordenado. Demasiado… frío e impersonal. Podrían ser las oficinas de una contaduría, o el área administrativa de un banco o tal vez una compañía de seguros.
A lo largo de las paredes había diagramas en tarjetas blancas, que también parecían nuevas, clavadas en tablones grandes de fieltro rojo dispuestos a intervalos completamente regulares. Mostraban toda la información relativa al procedimiento que todos los inspectores debían saberse de memoria; pero a menudo, al principio de una investigación, Grace dedicaba un rato a releerlas.
Siempre había sido muy consciente de lo fácil que era volverse complaciente y olvidar las cosas. Y había leído un artículo hacía poco que reforzaba esta visión. Según el documento, la mayoría de los peores desastres aéreos ocurridos durante los últimos cincuenta años en el mundo se debían a un error del piloto. Pero en muchos casos no se trataba de un comandante joven e inexperto, sino de un piloto experimentado que cometía un fallo. El artículo llegaba incluso a decir que si ibas sentado en un avión y descubrías que tu piloto iba a ser nombrado comandante jefe de la aerolínea, ¡debías bajarte de inmediato!
Читать дальше