Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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Milo lo contempló seriamente.

El chico me miró más detenidamente. Yo me mordí el labio para mantener la cara seria.

– Dime, Bijan -le interrogó Milo-. ¿A qué hora del sábado se llevaron los coches?

El chico gesticuló con las manos, pareció estar haciendo esfuerzos por hallar las palabras:

– Cero siete cero cero horas.

– ¿A las siete de la mañana?

– Por la mañana, claro. Padre se iba a la oficina. Yo traje su Mark Cross.

– ¿Mark Cross?

– Su maletín -sugerí yo.

– Claro -dijo el chico-. Piel de napa. Estilo ejecutivo.

– Le trajiste a tu padre su maletín a las siete de la mañana y viste como se llevaban los coches del señor Gordon en un camión. Así que tu padre también lo vio.

– Claro.

– ¿Está ahora tu padre en casa?

– No. Oficina.

– ¿Dónde está su oficina?

– Century City.

– ¿Cuál es el nombre de su negocio?

– Par-Cal Developers -dijo el chico, ofreciendo un número de teléfono que Milo anotó.

– ¿Y qué hay de tu madre?

– No, ella no vio. Aún durmiendo.

– ¿Lo vio alguien más que tu padre y tú?

– No.

– Bijan, cuando se llevaron los coches, ¿estaban aquí el señor Gordon y su señora?

– Sólo señor Gordon. Muy irritado por coches.

– ¿Irritado?

– Siempre por coches. Una vez yo tiro Spalding, doy al Rolls. Él irritado, me grita. Siempre irritado, por coches.

– ¿Dañó alguien sus coches mientras se los estaban llevando?

– No, claro que no. Señor Gordon saltando aquí y allí, gritando a hombres rojos: «¡Cuidado idiotas, cuidado! ¡No rasquéis!». Siempre irritado, por coches.

– Hombres rojos -meditó Milo-. Los hombres que se llevaron los coches, ¿vestían de rojo?

– Seguro, como equipo boxes. Las Quinientas de Indy.

– Monos -murmuró Milo mientras garabateaba.

– Dos hombres. Camión grande.

– Vale, muy bien. Lo estás haciendo muy bien, Bijan. Ahora dime, después de que los hombres se llevaron los coches en el camión, ¿qué sucedió?

– Señor Gordon entró en casa. Salió con señora y Rosie.

– ¿Quién es Rosie?

– La criada -dije yo.

– Claro -dijo el chico-. Rosie lleva Vuittons.

– Las vui… las maletas.

– Claro. Y una bolsa larga para avión. No Vuitton, quizá Gucci.

– Vale. ¿Y entonces qué pasó?

– Llega taxi.

– ¿Recuerdas el color del taxi?

– Claro. Azul.

– Compañía de Taxis de Beverly Hills -comentó Milo, mientras escribía.

– Todos suben taxi -dijo el chico.

– ¿Los tres?

– Claro, y las Vuitton y la quizá Gucci las meten en maletero. Yo voy y despido con mano, pero no me contestan.

Milo autografió una de las Nikes del chico, le dio una de sus tarjetas de visita y una hoja en blanco del bloc de la Policía de Los Ángeles. Le devolvimos su despedida con la mano y lo dejamos patinando con la plancha manzana arriba y abajo.

Volví a meterme en el tráfico por el lado este de Sunset Park. El parque estaba lleno de turistas, que hormigueaban en derredor de las fuentes, poniéndose a la sombra, bajo los árboles.

– Sábado -dije-. Se largaron el día después de que fuera descubierto el asesinato de los Kruse. Sabían lo bastante como para tener miedo, Milo.

Asintió con la cabeza.

– Voy a llamar a la compañía de taxis, trataré de descubrir quién les trasladó los coches…, para ver si así puedo seguirles la pista. Iré a la oficina de Correos, por si diera la poco probable casualidad de que hubieran dejado una dirección para que les remitiesen el correo…, aunque uno nunca sabe. También llamaré al padre del crío, aunque dudo que se fijase en tantas cosas como el bueno de Bijan. El chico es espabilado, ¿no te parece?

– Podrías apostar tus Ralph Lauren a que sí-le dije. Y, por primera vez en mucho tiempo, nos echamos a reír.

Pero la risa pasó pronto y, para cuando llegamos a casa, ambos estábamos hoscos.

– Putada de caso -dijo Milo-. Demasiada gente muerta, hace demasiado tiempo.

– Vidal aún sigue vivo -comenté-. De hecho, tiene un aspecto jodidamente sano.

– Vidal -masculló Milo, con un gruñido-. ¿Cómo lo llamó Crotty… Billy el Celestino? De eso a Presidente del Consejo… Una subida muy empinada.

– Unos buenos clavos en los zapatos le debieron de dar la suficiente tracción -comenté-. Así como el encontrar unas cuantas cabezas que pisar.

25

Mi plan, el lunes por la mañana, era regresar a la biblioteca y buscar más cosas acerca de Billy Vidal y el asunto de las drogas de Linda Lanier. Pero, a las ocho veinte de la mañana llegó un mensajero a mi puerta con un paquete. Dentro había un libro, tamaño diccionario, encuadernado en piel color verde oscuro. Una nota sujeta al mismo con una goma elástica decía:

«Aquí está. He cumplido con mi parte del acuerdo. Espero que usted haga lo mismo. M. B.».

Me llevé el libro a la biblioteca y leí la página del título:

EL COMPAÑERO SILENCIOSO: CRISIS DE IDENTIDAD Y DISFUNCIÓN DEL EGO EN UN CASO DE PERSONALIDAD MÚLTIPLE, ENMASCARADO COMO UNA PSEUDO HERMANDAD DE GEMELOS. RAMIFICACIONES CLÍNICAS Y DE INVESTIGACIÓN.

Por

Sharon Jean Ransom

Una disertación presentada a la

FACULTAD DE LA ESCUELA DE GRADUADOS

En cumplimiento parcial de los

Requisitos para la obtención del grado de

DOCTOR EN FILOSOFÍA

(Psicología)

Junio de 1981

Pasé a la página de dedicatorias.

A Shirlee y Jasper, que han significado para mí más de lo que imaginan, y a Paul, que me ha guiado, con maestría, desde la oscuridad a la luz.

Jasper?

¿Amigo? ¿Amante? ¿Otra víctima?

En la sección de reconocimientos, Sharon reiteraba su agradecimiento a Kruse, siguiendo esto con una mención, de pasada, de los demás miembros del Comité: profesores Sandra J. Romansky y Milton F. Frazier.

Jamás había oído el nombre de Romansky, así que supuse que habría entrado en el Departamento cuando yo ya me había ido. Tomé mi Directorio de la Asociación Psicológica Americana y la hallé listada como consultora de Salud Pública en un hospital en la Samoa Estadounidense. Su biografía citaba un año de enseñanza en la Universidad, durante el curso 1981-1982. Su especialidad habían sido los estudios sobre la mujer, en el Departamento de Antropología. En 1981 había sido una doctora recién salida de la fábrica: con veintiséis años de edad… dos años más joven que Sharon.

Era el «miembro exterior» permitido en cada Comité, que normalmente era elegido por el candidato, por ser una buena persona y no tener demasiados conocimientos en el tema en cuestión.

Podría tratar de seguirle la pista, pero el Directorio tenía tres años de antigüedad y no había seguridad alguna de que no se hubiera trasladado.

Además, había otra fuente de información más próxima.

Resultaba difícil creer que el Ratonero hubiera aceptado pertenecer a un Comité. Experimentalista hasta la médula, Frazier siempre había despreciado cualquier cosa que oliese vagamente a dedicación al paciente, y considerado la psicología clínica como «el bajo vientre de la ciencia comportamientarista».

Había sido presidente del Departamento en mis días estudiantiles, y yo recordaba muy bien cómo había estado tratando con todas sus fuerzas de imponer la «regla de prorrateo», según la cual se les hubiera exigido a todos los estudiantes graduados el llevar a cabo un año completo de investigación con animales, antes de que pudieran presentar su candidatura para el doctorado. La Facultad había votado en contra de aquello, pero había dejado pasar un requerimiento de que toda investigación doctoral comportase algo de experimentación: grupos de control, manipulación de variables… Y los estudios de casos habían quedado absolutamente prohibidos.

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