Michael Crichton - Latitudes Piratas

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Jamaica, en el año 1665, es una pequeña colonia británica rodeada de territorios españoles y franceses. El Caribe es el gran escenario de las batallas y las luchas entre estos colonizadores. Entre ellos, los corsarios atacan, roban, raptan y matan para hacerse con los tesoros ajenos. Por lo tanto, cuando el gobernador inglés de la isla se entera de la proximidad de un galeón español cargado de riquezas, encarga al corsario Charles Hunter y a sus bucaneros que asalten el barco. Será una difícil y temeraria aventura, pues el comandante de El Trinidad es el sanguinario comandante Cazalla, el favorito del rey español Felipe IV. Esta novela es una espléndida recreación de la vida de la época en Port Royal, aquella ciudad peligrosa, capital de Jamaica, poblada de burdeles, tabernas y de hombres sin ley. En una demostración de su gran talento, Michael Crichton narra la acción trepidante en tierra y mar: raptos y traiciones, huracanes y sorprendentes abordajes.

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Salió de la cocina y siguió avanzando. A lo lejos oyó los gritos del centinela en la cubierta saludando la llegada de Lazue y el Moro.

Estos ataron el bote junto a la escalerilla que colgaba en el centro del galeón. El centinela del puente se asomó y saludó.

– ¿Qué queréis? -gritó.

– Traemos ron -respondió Lazue en voz baja-. De parte del capitán.

– ¿Del capitán?

– Es su cumpleaños.

– Bravo, bravo.

Sonriendo, el centinela se apartó para permitir que Lazue subiera a bordo. La miró y, durante un momento, pareció horrorizado al ver la sangre en su blusón y en sus cabellos. En un abrir y cerrar de ojos el cuchillo centelleó y se hundió en el pecho del hombre. El centinela agarró el mango, sorprendido. Parecía que fuera a decir algo pero cayó hacia delante sobre cubierta.

El Moro subió a bordo y avanzó furtivamente hacia un grupo de cuatro soldados que jugaban a cartas. Lazue no se quedó a mirar lo que hacía; bajó a la cubierta inferior. Encontró a diez soldados durmiendo en un compartimiento de proa; en silencio, cerró la puerta y la atrancó por fuera.

Había cinco soldados más cantando y bebiendo en un camarote contiguo. Se asomó y vio que iban armados. Ella llevaba las pistolas metidas en el cinto; no dispararía a menos que fuera absolutamente necesario. Esperó fuera.

Poco después, el Moro llegó a su lado.

Ella señaló la habitación. El sacudió la cabeza. Se quedaron los dos junto a la puerta.

Al poco rato, uno de los soldados anunció que su vejiga estaba a punto de estallar y salió de la habitación. En cuanto apareció, el Moro le pegó un golpe en la cabeza con un pedazo de madera; el hombre cayó al suelo con un ruido sordo, a pocos pasos de la puerta.

Los que seguían dentro miraron hacia el origen del ruido. Veían los pies del hombre a la luz de la habitación.

– ¿Juan?

El hombre caído no se movió.

– Ha bebido demasiado -dijo alguien y siguieron jugando a cartas.

Pero, al cabo de un rato, uno de los hombres empezó a preocuparse por Juan y salió a investigar. Lazue le cortó la garganta y el Moro entró en la habitación, blandiendo el madero en amplios arcos. Los hombres cayeron al suelo silenciosamente.

En la parte de popa del barco, Sanson salió de la cocina y siguió avanzando hasta que tropezó de cara con un soldado español. El hombre, que estaba borracho y llevaba una jarra de ron en una mano, se rió al ver a Sanson en la oscuridad.

– Qué susto me has dado -dijo el soldado en español-. No esperaba encontrar a nadie.

Pero al acercarse vio la cara lúgubre de Sanson y no la reconoció. Durante un instante se quedó estupefacto antes de que los dedos de Sanson se cerraran sobre su garganta.

Sanson bajó por otra escalerilla, más abajo del puente de camarotes. Llegó a los almacenes de popa y los encontró todos cerrados con candados. Había sellos en los candados; se agachó y los examinó en la oscuridad. No había duda, en la cera amarilla reconoció el sello de la Corona y el ancla de la ceca de Lima. Allí dentro había plata de Nueva España; su corazón se aceleró.

Volvió a la cubierta superior y se dirigió al castillo de popa, cerca del timón. Volvió a oír ecos de una canción. Seguía sin poder localizar el origen del sonido. Se paró para escuchar; de repente, la canción se interrumpió y una voz preocupada preguntó:

– ¿Qué sucede? ¿Quién sois?

Sanson miró. ¡Claro! Encaramado entre las vergas del palo mayor, había un hombre mirándolo desde arriba.

– ¿Quién va? -preguntó.

Sanson sabía que el hombre no podía verle bien. Se refugió en la sombra.

– ¿Quién…? -dijo el hombre, confundido.

En la oscuridad, Sanson desenvainó la ballesta, tensó la cuerda, colocó la flecha y se la acercó a la cara. Miró al español que bajaba por el aparejo, blasfemando con irritación.

Sanson disparó.

El impacto de la flecha hizo que el hombre soltara las cuerdas; su cuerpo voló una docena de metros en la penumbra y cayó al agua con un chapoteo suave. No se oyó ningún otro sonido.

Sanson recorrió el puente de popa desierto y, cuando tuvo la seguridad de que estaba solo, cogió el timón. Un momento después vio que Lazue y el Moro salían a cubierta por la proa del barco. Le miraron y le saludaron con la mano; sonreían.

El barco era suyo.

Hunter y don Diego habían vuelto al polvorín y estaban colocando una larga mecha en los barriles de pólvora. Trabajaban con prisas porque, cuando habían terminado con los cañones, el cielo ya empezaba a clarear.

Don Diego dispuso los barriles en pequeños grupos por toda la estancia.

– Tiene que hacerse así -susurró-. De otro modo solo habría una explosión, y no es lo que deseamos.

Rompió dos barriles y esparció la pólvora sobre el suelo. Satisfecho por fin, encendió la mecha.

En aquel momento se oyó un grito en el interior del patio de la fortaleza y después otro.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Diego.

Hunter frunció el ceño.

– Puede que hayan encontrado al centinela muerto -dijo.

Poco después se oyeron más gritos en el patio, y el sonido de pasos apresurados. Luego, una palabra repetida una y otra vez.

– ¡Piratas! ¡Piratas!

– Habrá llegado el Cassandra -dijo Hunter. Miró hacia la mecha, que chisporroteaba y siseaba en un rincón de la estancia.

– ¿La apago? -preguntó Diego.

– No. Dejadla.

– No podemos quedarnos aquí.

– Dentro de unos minutos habrá una gran confusión en el patio. Entonces podremos escapar.

– Esperemos que sean solo unos minutos -deseó Diego.

Los gritos en el patio eran cada vez más fuertes. Oyeron cientos de pies que corrían, lo que significaba que habían movilizado a toda la guarnición.

– Vendrán a echar un vistazo al polvorín -dijo Diego, muy nervioso.

– Es posible -aceptó Hunter.

En aquel momento se abrió la puerta de golpe y Cazalla entró en la estancia con una espada en la mano. Inmediatamente los vio.

Hunter cogió una espada de las muchas que colgaban de las paredes.

– Marchaos, Diego -susurró.

Diego se escabulló por la puerta mientras Cazalla golpeaba la espada de Hunter. Los dos espadachines se movieron en círculos por la estancia.

Hunter estaba retrocediendo.

– Inglés -dijo Cazalla, riendo-. Os haré pedazos y los daré a mis perros para comer.

Hunter no contestó. Sopesó la espada, intentando familiarizarse con su peso, probando la flexibilidad de la hoja.

– Y mi amante -dijo Cazalla- se comerá tus testículos para cenar.

Giraron cautelosamente por la estancia. Hunter dirigía a

Cazalla fuera del polvorín, lejos de la mecha chisporroteante, que el español no parecía haber visto.

– ¿Tenéis miedo, inglés?

Hunter retrocedió y casi llegó a la puerta. Cazalla intentó atacar, pero Hunter lo repelió, sin dejar de retroceder. Cazalla embistió de nuevo. El movimiento lo hizo salir al patio.

– Sois un cobarde apestoso, inglés.

Ya estaban los dos en el patio y Hunter se lanzó al ataque. Cazalla rió encantado. Combatieron un momento en silencio, pero Hunter seguía maniobrando para alejarse del polvorín.

A su alrededor, los hombres de la guarnición corrían y gritaban. Cualquiera de ellos podía matar a Hunter cuando quisiera. El peligro que corría el capitán era enorme; de repente, Cazalla adivinó por qué lo hacía. Se detuvo, dio un paso atrás y miró hacia el polvorín.

– Sois un bastardo inglés, hijo de…

Cazalla corrió hacia el polvorín, justo cuando la primera explosión lo envolvía en una llamarada blanca y un calor abrasador.

La tripulación a bordo del Cassandra, que estaba entrando en el estrecho canal, vio explotar el polvorín y gritó entusiasmada. Pero Enders, al timón, tenía el ceño fruncido. Los cañones de Matanceros seguían allí; distinguía los largos tubos sobresaliendo de los portillos en la pared de piedra. A la luz rojiza del incendio del polvorín, podía ver claramente a los artilleros preparándose para disparar los cañones.

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