Michael Crichton - Latitudes Piratas

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Jamaica, en el año 1665, es una pequeña colonia británica rodeada de territorios españoles y franceses. El Caribe es el gran escenario de las batallas y las luchas entre estos colonizadores. Entre ellos, los corsarios atacan, roban, raptan y matan para hacerse con los tesoros ajenos. Por lo tanto, cuando el gobernador inglés de la isla se entera de la proximidad de un galeón español cargado de riquezas, encarga al corsario Charles Hunter y a sus bucaneros que asalten el barco. Será una difícil y temeraria aventura, pues el comandante de El Trinidad es el sanguinario comandante Cazalla, el favorito del rey español Felipe IV. Esta novela es una espléndida recreación de la vida de la época en Port Royal, aquella ciudad peligrosa, capital de Jamaica, poblada de burdeles, tabernas y de hombres sin ley. En una demostración de su gran talento, Michael Crichton narra la acción trepidante en tierra y mar: raptos y traiciones, huracanes y sorprendentes abordajes.

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Hunter no contestó. Contemplaba a la señora Hacklett mientra chapoteaba.

– Estoy segura de que sí. La expresión de sus ojos podría derretir el corazón más duro. Es evidente que es fuerte y valiente; y esto es algo que a ninguna mujer le pasa inadvertido. Además sus dedos y su nariz son de buen augurio para las que disfruten de sus atenciones. ¿Tiene alguna favorita en la ciudad, Sarah?

Hunter no contestó.

– Su Majestad tiene los dedos largos y está maravillosamente dotado para la cama. -Se rió-. No debería decir estas cosas, Sarah.

El capitán siguió sin decir nada.

– ¿Sarah? -dijo, volviéndose, y vio a Hunter, sentado y sonriéndole.

– ¿No sabéis que bañarse es poco sano? -dijo Hunter.

Ella le salpicó, enfadada.

– Todo lo que dicen de vos es cierto -se quejó-. Sois un hombre vil, vulgar y absolutamente desagradable, y no sois un caballero.

– ¿Esperabais a un caballero hoy?

Ella volvió a salpicarle.

– Sin duda esperaba algo más que un espía deshonesto. ¡Alejaos inmediatamente para que pueda volver a vestirme!

– Este sitio me resulta muy agradable -dijo Hunter.

– ¿Os negáis a marcharos?

Estaba muy enfadada. En las aguas transparentes, Hunter podía ver que era demasiado delgada para su gusto, con pechos pequeños; una mujer huesuda con el ceño fruncido. Pero su ira le excitó.

– En efecto, temo no poder complaceros.

– Entonces, señor, os he juzgado mal. Os creía dispuesto a tratar con cortesía y buenos modales a una mujer en desventaja.

– ¿Cuál es vuestra desventaja? -preguntó Hunter.

– Estoy desnuda, señor.

– Ya lo veo.

– Y el agua del manantial está fría. -¿Sí? '

– Ya lo creo que sí.

– ¿Acabáis de daros cuenta?

– Señor, os pido una vez más que ceséis esta impertinencia y me permitáis un momento de intimidad para secarme y vestirme.

A modo de respuesta, Hunter se acercó al borde del agua, la tomó de la mano y la subió a la roca, donde se quedó goteando y temblando, a pesar del calor del sol. Ella lo miraba, furiosa.

– Pillaréis un mal resfriado -dijo él sonriendo ante la vergüenza de ella.

– Pues que seamos dos -replicó ella, y bruscamente lo empujó al agua, totalmente vestido.

Cuando Hunter se sumergió sintió el impacto del agua helada en el cuerpo. Jadeó, sin respiración. Luchó por mantenerse a flote mientras ella se reía de él desde la roca.

– Señora -dijo él, ahogándose-. Señora, os lo ruego.

Ella seguía riendo.

– Señora -dijo él-. No sé nadar. Os ruego que me ayudéis… -Y su cabeza se sumergió un momento.

– ¿Un lobo de mar que no sabe nadar? -preguntó entre carcajadas.

– Señora… -fue todo lo que pudo decir al salir a la superficie antes de volver a hundirse.

Un momento después salió a flote, dando manotazos y patadas frenéticamente. Ella empezó a mirarlo preocupada; luego le alargó una mano y él se acercó agitando pies y manos.

Hunter le cogió la mano y tiró con fuerza, levantándola por encima de su cabeza. Ella gritó y cayó de espaldas, como un peso muerto; volvió a chillar, antes de hundirse. El todavía reía cuando ella salió a la superficie, pero la ayudó a volver a subir a la roca tibia.

– Sois un canalla -espetó ella escupiendo agua-, sois un bastardo, un bribón, un malvado granuja y un maldito sinvergüenza.

– A vuestro servicio -dijo Hunter, y la besó.

Ella se apartó.

– Y un presuntuoso.

– Y un presuntuoso -aceptó él, y volvió a besarla.

– Supongo que ahora pretendéis forzarme como a una mujer cualquiera.

– Dudo -dijo Hunter, quitándose la ropa mojada- que sea necesario.

Y no lo fue.

– ¿A la luz del día? -se escandalizó ella, pero esas fueron sus últimas palabras inteligibles.

11

Hacia mediodía, el secretario Robert Hacklett se presentó ante sir James Almont con noticias preocupantes.

– La ciudad es un hervidero de rumores -dijo-. Se dice que el capitán Hunter, el mismo hombre con quien cenamos anteanoche, está organizando una expedición pirata contra un dominio español, tal vez La Habana.

– ¿Y vos dais crédito a esas tonterías? -preguntó Almont tranquilamente.

– Excelencia -insistió Hacklett-, es un hecho probado que el capitán Hunter ha ordenado que se cargaran provisiones para un viaje por mar a bordo de su balandro Cassandra.

– Quizá -admitió Almont-. Pero ¿dónde está el delito?

– Excelencia -dijo Hacklett-, con el mayor de los respetos debo informaros de que, según los rumores, vos habéis autorizado la expedición e incluso habéis aportado vuestro apoyo económico.

– ¿Estáis diciendo que he financiado la expedición? -preguntó Almont, con cierta irritación.

– En otras palabras, esto es lo que se dice, sir James.

El gobernador suspiró.

– Señor Hacklett -dijo-, cuando llevéis más tiempo residiendo aquí, pongamos una semana, sabréis que siempre corre el rumor de que he autorizado una expedición y de que la he financiado.

– Entonces, ¿los rumores no tienen fundamento?

– Reconozco que he proporcionado al capitán Hunter unos documentos que lo autorizan a talar madera donde le parezca oportuno. Este es el alcance de mi interés en el asunto.

– ¿Y dónde se talará esa madera?

– No tengo la menor idea -contestó Almont-. Probablemente en la Costa de los Mosquitos de Honduras. Es un lugar extraordinario.

– Excelencia -insistió Hacklett-, ¿permitís que os recuerde respetuosamente que en esta época de paz entre nuestra nación y España, la tala de madera representaría un motivo de irritación que podría evitarse fácilmente?

– Podéis recordármelo -dijo Almont-, pero considero que os equivocáis. En esta parte del mundo hay muchas tierras que España reclama; sin embargo no están habitadas, no hay ciudades, no hay colonos, no hay ciudadanos en ellas. En ausencia de tales pruebas de dominio, no considero que pueda objetarse nada a la tala de madera.

– Excelencia -rogó Hacklett-, ¿no estáis de acuerdo con que lo que empieza como una expedición de tala de madera, aun y reconociendo el acierto de lo que decís, puede convertirse con suma facilidad en una empresa de piratería?

– ¿Con facilidad? Con facilidad no, señor Hacklett.

A Su Excelsa Majestad Carlos, por la gracia de Dios, de la Inglaterra e Irlanda, rey, defensor de la fe, etc.

La humilde petición del vicegobernador de las plantaciones y de los territorios de Su majestad en jamaica y en las Indias Occidentales.

Humildemente atesta

Que yo, el más leal de los subditos de Su Majestad, habiendo sido encargado por Su Majestad siguiendo los sentimientos y deseos de la corte en la cuestión de la piratería en las Indias Occidentales; y habiendo notificado epistolarmente y, después, personalmente a sir James Almont, gobernador del susodicho territorio de Jamaica, los ya mencionados sentimientos y deseos, debo comunicar que muy poca atención se dedica, en estas latitudes, a poner fin o reprimir la piratería. Al contrario, debo informar sinceramente de que el mismo sir James se relaciona con todo tipo de canallas y delincuentes; de que alienta con palabras, actos y dinero la ejecución de viles y sangrientas expediciones contra territorios españoles; de que permite que Port Royal sea lugar de reunión para matones y truhanes, y para el disfrute de sus beneficios deshonestos; de que no muestra remordimiento por esas actividades y ninguna prueba de que hayan de cesar en el futuro; de que él no es persona idónea para el alto cargo que ostenta por la mala salud que padece y por su laxa moral; de que permite todo tipo de corrupción y vicio en nombre de Su Majestad. Por todas estas razones y pruebas, suplico humildemente y solicito a Su Majestad ser eximido de este cargo, y que Su Majestad nombre, en su grandeza, un sucesor más apto que no haga burla a diario de la Corona. Humildemente imploro la aquiescencia de Su Majestad a esta simple solicitud, y por ello rogaré. Resto entretanto vuestro más fiel, leal y obediente servidor,

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