Peter Tremayne - El Monje Desaparecido

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La abadía de Imleach, al suroeste del reino irlandés de Muman, se está convirtiendo en un serio rival de Armagh como centro de la fe, gracias sobre todo a las reliquias que conserva. Por ello, las sospechas se dirigen sólo en una dirección cuando se producen simultáneamente dos enigmáticas desapariciones que tal vez estén vinculadas: por un lado, el monje más veterano de la abadía parece haber sido raptado, pero, por si fuera poco, las preciadas reliquias, de gran valor simbólico tanto religioso como político, han sido robadas, lo cual puede tener consecuencias muy indeseables.
Se trata sin duda de una investigación muy delicada, pues un error en la identificación de los culpables puede ser desastrosa, y además nadie consigue hallar la más mínima pista. Hasta que llegan a la abadía sor Fidelma y su inseparable Eadulf.
Paso a paso, con cautela, Fidelma va descubriendo una de las más siniestras conspiraciones con la que jamás se ha enfrentado, en la que intervienen hombres que parecen no detenerse ante nada, ni siquiera ante el asesinato más despiadado, para alcanzar sus objetivos. Sin duda, la novela más terrorífica y emocionante (de momento) de una serie espléndida.

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– Baoill y… -dijo, y calló, percatándose de su desliz.

– Creo que habéis llamado Fedach al arquero… Ya he dicho antes que nadie sabía su nombre, ¿no es así?, que la única persona viva que podía saberlo era…

– Con esta prueba no basta, podría haberlo oído decir a alguien y…

– Cuando decidisteis matar a Samradán la otra noche, cometisteis un error fatídico. Sin ese asesinato, el rompecabezas, las piezas del tomus al que jugábamos de niños, no habrían encajado.

– Pero si yo os llevé hasta los caballos del asesino, que habían ocultado en la cuadra de Samradán -protestó Donndubháin-. ¿Acaso procedería así un hombre culpable?

– Sí, porque vos mismo los escondisteis allí. En ese momento Samradán se hallaba en Imleach. Esos caballos habían estado ocultos en otra parte. Acaso en vuestra propia cuadra. Los llevasteis a Samradán la misma tarde que lo matasteis, a fin de cerrar el círculo, y que un muerto cargara con la culpa. Cometisteis un error al mostrarme esos caballos con el propósito de que dejara de lado las pistas que me conducían a vos. Aún estaban calientes y sudados por haber cabalgado desde el lugar donde habían estado los últimos días. Ya descubriremos cuál de vuestros sirvientes escondió los caballos acatando vuestras órdenes. Hemos sabido el nombre del arquero por vuestra propia boca: Fedach.

– ¡Eso es ridículo! Que conozca su nombre no demuestra nada.

– Quitasteis de los caballos todos los objetos que pudieran identificarlos, salvo el símbolo de los Uí Fidgente en la silla, que esperabais que me convenciera de que el culpable era el príncipe Donennach. Vaciasteis el portamonedas del arquero, algo bastante estúpido, pues reveló que todo había sido amañado. Sin embargo, pasasteis por alto una moneda. Un píss, una moneda de los Uí Néill de Ailech.

La mostró al público.

– La moneda me demostró que el arquero había estado en Ailech recientemente.

– Pero no demuestra que yo estuviera al servicio de Ailech -se defendió Donndubháin-. Ni demuestra mi culpabilidad.

– No, pero la muerte de Samradán me demostró que lo matasteis. ¿Dónde está vuestro broche de plata, el que dijisteis que habíais comprado a Samradán; el que se hizo a partir de la plata obtenida de la actividad minera ilegal que ejercíais con él? ¿El que el mercader pidió al herrero Nion que hiciera especialmente para su protector, con cinco granates?

Donndubháin se llevó la mano al hombro en un ademán involuntario y palideció.

Fidelma tenía en la mano el broche que había tomado de entre los dedos del cadáver de Samradán. Lo sostuvo en alto para que todos lo vieran.

– Lo hallé en la mano cerrada de Samradán. Durante el forcejeo por salvar su vida lo arrancó de la capa de Donndubháin, llevándose un poco de tela.

– No podéis demostrar que es mío. Un broche de oro con un símbolo solar y granates en las puntas -se burló Donndubháin-. He visto otros iguales. ¡Mirad! -exclamó, señalando a Nion, que, en efecto, llevaba un emblema solar parecido, con granates rojos, y luego, con enfado, señaló a Finguine-. ¡Y mirad! Él lleva uno exactamente igual.

Moviendo la cabeza, Fidelma asintió:

– Sí, Nion también forjó el broche de Finguine. Por eso se parecen tanto, porque son broches elaborados por el mismo artesano que hizo el vuestro. No obstante, mientras los emblemas que llevan Nion y Finguine tienen tres granates rojos, éste, que fue encargado especialmente para vos, tiene cinco. Vi que lo llevabais el día del intento de asesinato. ¿Por ventura representan los cinco reinos de Éireann? ¿Tan grande es vuestra ambición, Donndubháin?

Donndubháin actuó con tanta rapidez que todo sucedió en un instante. Introdujo una mano en su camisa y sacó una daga que escondía en la pretina, al tiempo que agarraba a Fidelma con la otra mano. Al no esperar aquel movimiento, al instante su primo la tenía aprisionada con la espalda contra el torso y la daga al cuello.

– ¡Donndubháin! -gritó Colgú, levantándose de un salto-. ¡No seáis necio! ¡No podréis escapar!

En la Gran Sala se había desatado el caos y la gente gritaba, alarmada.

– Si no puedo, vuestra preciosa hermana morirá conmigo -amenazó el príncipe entre la multitud.

La daga estaba tan cerca del cuello, que por el filo se deslizó un hilillo de sangre.

– Decidle a Capa que me ensille un caballo enseguida. No quiero trampas, pues Fidelma viene conmigo… -ordenó Donndubháin.

Empezó a retroceder poco a poco, apartándose de los jueces, que lo observaban con el semblante pálido, y de las miradas alarmadas de los presentes.

Entonces se oyó un ruido apagado. La mano en que Donndubháin tenía la daga tembló y ésta cayó de sus dedos inertes al suelo. Acto seguido, el cuerpo inconsciente del tanist de Cashel se desplomó.

Fidelma se dio la vuelta con los ojos muy abiertos, respirando agitadamente.

Allí de pie estaba Eadulf con gesto de preocupación. Entre ambas manos tenía agarrado el bordón. En cuanto sus ojos se encontraron con los de Fidelma, sonrió.

– Lo que sirve para un canis lupus puede servir también para un lobo humano.

Fidelma echó atrás la cabeza soltando una carcajada de alivio y abrazó a su compañero.

EPÍLOGO

Fidelma y Eadulf se habían detenido en la parte suroeste de las almenas del palacio, a contemplar las montañas del oeste. No tardaría mucho en tocar la campana para anunciar la cena. Todo respiraba calma, ahora que los dominios del palacio se hallaban casi vacíos, y la ciudad al pie de la gran sede de los reyes de Muman se iba desocupando de visitantes que habían acudido a presenciar un espectáculo en el tribunal de los brehon, que, a buen seguro, no les había defraudado. Se había evitado el conflicto, y se había descubierto y castigado a los culpables. A la mañana siguiente los brehons partirían, y en unos días el príncipe de los Uí Fidgente volvería a su tierra tras firmar un tratado de paz con Cashel.

Parecía que el mes iba a terminar, como de costumbre, con un tiempo agradable y cálido. El sol se ponía con rapidez; era una brillante esfera dorada, que declinaba hacia las montañas del oeste bañando el cielo con unos suaves matices rosáceos. Las pocas nubes que aparecían eran largas hebras de sombra, tocadas por los rayos del sol poniente.

– Mañana será un buen día -comentó Fidelma con voz soñolienta.

Eadulf asintió con aire taciturno. Fidelma advirtió el desánimo de su amigo sajón.

– Parecéis alicaído -dijo.

– Hay un misterio que ha quedado sin resolver en este asunto -dijo Eadulf-. Cuando menos, yo no le encuentro respuesta.

– ¿Cuál?

– ¿Quién mató al guerrero de Imleach? ¿Samradán? No tiene sentido.

– No, la del guerrero fue una muerte ordinaria, si es que puede decirse así. Lo mataron, como sospeché desde el principio, por el más común de los motivos. La venganza.

– ¿Queréis decir que lo mató el hermano Bardán, como creíamos? -preguntó Eadulf-. ¿Se tomó la venganza por haber matado salvajemente a Daig?

– No, lo mató el hermano Madagan, cuyos ojos delatan su naturaleza despiadada. Madagan quería venganza por haber sido abatido por el asaltante a las puertas de la abadía. Al día siguiente, Madagan se llevó el portamonedas del guerrero, lleno de monedas del rey de Ailech, y lo donó a la abadía a modo de compensación. Ségdae me mostró esas monedas antes de irnos de Imleach. Eran de la misma clase que la que hallé en la bolsa del asesino en el almacén de Samradán.

– ¿Lo sabe el abad Ségdae? -preguntó Eadulf, atónito.

– Sí, en sus manos está esclarecer el asunto si quiere, y en las de Madagan saldar cuentas con su propia conciencia. Al menos, las monedas del asaltante han servido de compensación al ser donadas a la abadía. Pero no lo han sido para Madagan, que habrá de encontrar su propia salvación.

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