Peter Tremayne - El Monje Desaparecido

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La abadía de Imleach, al suroeste del reino irlandés de Muman, se está convirtiendo en un serio rival de Armagh como centro de la fe, gracias sobre todo a las reliquias que conserva. Por ello, las sospechas se dirigen sólo en una dirección cuando se producen simultáneamente dos enigmáticas desapariciones que tal vez estén vinculadas: por un lado, el monje más veterano de la abadía parece haber sido raptado, pero, por si fuera poco, las preciadas reliquias, de gran valor simbólico tanto religioso como político, han sido robadas, lo cual puede tener consecuencias muy indeseables.
Se trata sin duda de una investigación muy delicada, pues un error en la identificación de los culpables puede ser desastrosa, y además nadie consigue hallar la más mínima pista. Hasta que llegan a la abadía sor Fidelma y su inseparable Eadulf.
Paso a paso, con cautela, Fidelma va descubriendo una de las más siniestras conspiraciones con la que jamás se ha enfrentado, en la que intervienen hombres que parecen no detenerse ante nada, ni siquiera ante el asesinato más despiadado, para alcanzar sus objetivos. Sin duda, la novela más terrorífica y emocionante (de momento) de una serie espléndida.

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– Si insinuáis con ello que tengo una óptica sesgada de la ley -replicó Fidelma-, os diré que no es así. No obstante, yo no seré el juez de Cashel. Hay otros mejor cualificados que yo para tal cometido. Solicitaré que se pida al brehon Dathal que participe en el juicio. Ahora bien, con el permiso del rey, me dispondré a recopilar pruebas a favor de Cashel y seré su abogada, del mismo modo que vos, Donennach, tenéis libertad para nombrar a un dálaigh que recopile pruebas que sustenten vuestra opinión.

El príncipe de los Uí Fidgente esperó sentado, con la clara sospecha de que la propuesta podía ocultar una trampa.

– De acuerdo, nueve días. El tribunal se reunirá el día de la fiesta del Santísimo Mateo. Mandaré llamar a mi dálaigh y al juez. Podéis designar a vuestra hermana para que os defienda, Colgú, si así lo deseáis.

Colgú esbozó una sonrisa furtiva mirando a Fidelma.

– Será como ha dicho mi hermana. Ella es la abogada de Cashel.

– Así sea -concedió Donennach, y añadió, pensativo-: Pero ¿qué juez de Laighin será nuestro mediador externo?

– ¿Ya habéis pensado en alguien? -preguntó Colgú.

– El brehon Rumann -respondió Donennach de inmediato-. Rumann de Fearna.

Colgú no conocía a aquel hombre.

– ¿Has oído hablar de este juez a quien llaman Rumann, Fidelma? -inquirió.

– Sí, es de fama reconocida. Nada tengo que oponer a que se le pida que forme parte del juicio como juez tercero y principal.

Donennach se levantó de la silla con la ayuda de Gionga.

– Así está bien. En lo que respecta al juez, nombro al brehon Fachtna. Ya se encuentra en Cashel, porque acompaña a mi séquito. Nuestro dálaigh será Solam. Le llamaremos y esperaremos de vos plena colaboración cuando le corresponda exponer nuestros argumentos.

– Podéis confiar en ello -respondió Colgú con frialdad-. Lo menos que podéis esperar es que colaboremos para llegar al fondo de este asunto. Pediremos a los escribas que redacten el protocolo para incoar el procedimiento, y lo firmaremos, a fin de asegurar que todos se reúnan el día señalado.

Cuando el príncipe de los Uí Fidgente se hubo ido, Colgú se echó contra el respaldo con un claro gesto de intranquilidad.

– Sé que la sugerencia ha sido la correcta, Fidelma, pero, como tú misma has señalado antes, las pruebas van en contra de Cashel.

Donndubháin movió la cabeza con aire pesimista.

– Ha sido un movimiento en falso, prima.

Fidelma perfiló una sonrisa.

– ¿Ponéis en tela de juicio mi capacidad como abogada, Donndubháin?

– Tu capacidad, no, Fidelma -intervino Colgú-. Pero normalmente un abogado sólo es bueno si lo son las pruebas de las que dispone. ¿Conoces a ese abogado de los Uí Fidgente…, cómo se llama?

– Solam. He oído hablar de él. Dicen que es eficiente, aunque también dado a la vehemencia.

– ¿Cómo defenderéis Cashel? -preguntó Donndubháin.

– Yo sé que Cashel no ha intentado asesinar a Donennach. Hay tres alternativas.

– ¿Sólo tres? -preguntó Donndubháin con mal humor.

– Sólo tres que tengan sentido. Una es que podríamos argumentar también que los Uí Fidgente están conspirando contra Cashel; que este suceso no es otra cosa que una artimaña para inculparnos. En segundo lugar, se argumentaría que los asesinos formaban parte de una contienda sangrienta; que actuaron por su cuenta buscando vengarse de Colgú y Donennach. En tercer lugar, podría argüirse que los asesinos actuaron por su propia cuenta para echar a perder la paz que se estaba negociando entre los Uí Fidgente y Cashel.

– ¿Te inclinas por alguna de las tres, Fidelma? -preguntó Colgú.

– Estoy abierta a las tres, si bien diría que la primera posibilidad es poco probable.

– ¿La posibilidad de que los Uí Fidgente estén detrás de los presuntos asesinos? ¿Por qué? ¿Porque también atacaron a Donennach? -preguntó Colgú.

– Porque por mucho que no me guste Donennach, ha aceptado someterse a un arbitraje y no ha tenido ningún reparo en designar para ello al brehon Rumann de Fearna. Conozco a Rumann y su buena reputación. Es un hombre justo e incorruptible. Si esto fuera una conspiración, lo normal habría sido que los Uí Fidgente hubieran querido sopesar las posibilidades que tenían a su favor, pues buena parte de la sentencia dependerá de la decisión de ese tercer juez neutral.

Colgú se volvió hacia Donndubháin.

– Será mejor que elaboréis el protocolo para que Donennach y yo lo firmemos. Luego enviaremos emisarios para convocar a Rumann de Fearna y a Solam de los Uí Fidgente.

Cuando Donndubháin abandonó la sala para cumplir su cometido, Colgú le dijo a Fidelma con preocupación:

– Esto sigue sin gustarme, Fidelma. Todavía tenemos que refutar las acusaciones de los Uí Fidgente.

Las palabras de Fidelma no le tranquilizaron.

– En tal caso, como tu dálaigh que soy, hermano, tendré que dar con algo que nos permita refutar tales acusaciones.

– Pero ya tenemos todas las pruebas que existen… a menos que encuentre un hechicero que resucite a los asesinos.

Eadulf, poco avezado a aquel tipo de humor, hizo una discreta genuflexión. Colgú y Fidelma no se dieron cuenta.

– No, hermano -replicó Fidelma-. Me refiero a empezar desde donde nos lo permite la única pista real.

Su hermano puso cara de curiosidad.

– ¿Dónde? -preguntó.

– En el país de nuestro primo, Finguine de Cnoc Áine, ¿dónde si no? Quizá pueda descubrir quién hizo las flechas. Si lo averiguo, tal vez dé con la identidad del arquero.

– Solamente dispones de nueve días, Fidelma -dijo Colgú.

– Lo tengo presente -asintió Fidelma.

De pronto, el rostro de Colgú se iluminó.

– Puedes solicitar al abad Ségdae de Imleach que te acoja. Y dado que es experto en arte eclesiástico, acaso pueda proporcionarte información sobre el crucifijo. Estoy convencido de que me resulta familiar, pero no sé dónde lo he visto antes.

Fidelma ya había pensado en ello, pero en vez de confesarlo, se limitó a sonreír.

– Ahora bien -objetó-, aunque puedo llevarme una de las flechas como muestra, no puedo llevarme el crucifijo, el cual debe permanecer aquí como prueba para el dálaigh de Donennach. Si me lo llevo, se me acusará de manipular las pruebas. Pediré al viejo Conchobar, ya que es un dibujante excepcional, que me haga un esbozo de la cruz.

– Excelente. Al fin y al cabo, quizás exista todavía un rayo de esperanza en toda esta confusión -dijo Colgú elevando el tono-. ¿Cuándo partirás a Imleach?

Eadulf tosió discretamente.

Fidelma ocultó una sonrisa.

– Por supuesto, me gustaría que el hermano Eadulf tuviera vía libre para acompañarme.

Colgú se volvió hacia Eadulf.

– ¿Podríamos convenceros de…?

Dejó la pregunta inacabada en el aire.

– Haré lo posible por ayudar en lo que pueda -se ofreció Eadulf con solemnidad.

– En tal caso ya está todo arreglado -concluyó Colgú, dedicando una rápida sonrisa a su hermana-. Pondré a vuestra disposición mis mejores corceles, a fin de acelerar el viaje.

– ¿A cuánto está Imleach de aquí? -preguntó Eadulf preocupado, pues pensó que quizá se había enredado en un viaje largo.

– Casi treinta y cuatro kilómetros, pero el camino es recto. Podemos llegar antes del anochecer -dijo Fidelma para tranquilizarlo.

– Entonces, cuanto antes pidas al hermano Conchobar que haga el esbozo, antes podréis partir -aconsejó Colgú, tomando con la mano buena las manos de su hermana-. No hace falta decirte que lleves cuidado, Fidelma -dijo con gravedad-. Quien no vacila en matar a un rey, no vacilará en dar muerte a la hermana de un rey. Corren tiempos peligrosos.

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