– Si soy culpable, debo ser castigado.
El obispo Forbassach lo miró con el ceño fruncido y amenazó:
– Habréis de pagar una compensación por este acto, Coba, y perderéis vuestro precio de honor. Ya no podréis ejercer vuestras competencias jurídicas en este reino.
Impaciente por comprobar si la sospecha de que Coba había dado asilo a Eadulf era fundada, Fidelma insistió:
– ¿Qué ha sido del hermano Eadulf?
Coba lanzó una mirada al abad Noé.
– Sería aconsejable que le contarais todo a Fidelma -recomendó el abad a bote pronto.
– Bueno… dado que estoy en contra del castigo, decidí ofrecer asilo al sajón, el maighin digona de mi fortaleza…
– Dar asilo no significa ayudar a escapar a alguien de un encarcelamiento -rezongó Forbassach.
– Sin embargo, una vez dentro de los límites de la fortaleza, el asilo es aplicable -le espetó Coba.
Fidelma consideró el argumento:
– Eso es cierto. No obstante, la persona que busca asilo suele encontrar el territorio del maighin digona por su cuenta antes de pedir asilo. Ahora bien, las normas de asilo son aplicables una vez dentro de los límites del territorio del jefe que esté dispuesto a prestarlo. ¿Confirmáis, pues, mi sospecha de que el hermano Eadulf ha recibido asilo en vuestra fortaleza?
Fidelma había recuperado la confianza al suponer ahora que Eadulf se hallaba a salvo en la fortaleza de Coba y podía permanecer en ella hasta que Barrán llegara. Sin embargo, su ánimo empezó a decaer al reparar en el semblante sombrío de Coba.
– Informé al sajón de las condiciones del asilo. Pensé que las habría entendido.
– Y esas condiciones eran que debía permanecer en los límites del recinto y no intentar volver a huir -intervino el obispo Forbassach con petulancia, pues Fidelma conocía muy bien las restricciones-. Si el refugiado intenta fugarse, el dueño del santuario tiene derecho a abatirlo a fin de evitar la fuga.
Una fría sensación se apoderó de Fidelma.
– ¿Qué estáis diciendo? -quiso saber.
– Esta mañana, al levantarme, he descubierto que el sajón no estaba en su cuarto -afirmó Coba a media voz-. La portalada de la fortaleza estaba abierta, y él había desaparecido. Hemos hallado a uno de nuestros hombres junto a la entrada. Estaba muerto. Le habían golpeado a traición, por la espalda. De noche sólo hay dos guardias de vigilancia, ya que nadie ha asaltado nunca la fortaleza de Cam Eolaing. Más tarde han encontrado al otro guardia, Dau, sin conocimiento junto al río. Le habían robado el abrigo, las botas y las armas. Cuando se ha recuperado ha explicado a mis hombres que había ido tras el sajón para volver a capturarlo. Se hallaba en la orilla cuando de pronto le ha golpeado por detrás. Es evidente que el sajón tiene intención de escapar a campo traviesa.
El obispo Forbassach asentía con impaciencia, pues Coba ya le había contado la historia.
– Coba ha cometido una imprudencia al pensar que el sajón tenía moral alguna y que acataría las normas del asilo. En estos momentos debe de ir rumbo al este hacia el mar para encontrar un barco que lo lleve a tierras sajonas.
Entonces se volvió hacia Fidelma, con la misma expresión abochornada de momentos antes.
– Solamente quería deciros -le dijo- que lamento haber pensado que estabais implicada en la primera fuga. Quiero dejar claro a vuestro hermano, el rey de Cashel, que me he disculpado por cualquier ofensa que pueda haberos causado. No obstante, también quiero haceros saber que ahora el sajón se ha atado la soga al cuello.
Fidelma estaba enfrascada en sus cavilaciones, por lo que sólo había oído la última parte del comentario.
– ¿Cómo? -preguntó.
– Es evidente que ha huido de Cam Eolaing porque es culpable.
– Eso mismo dijisteis cuando asegurabais que se había escapado de la abadía.
– ¿Por qué motivo iba escapar de la fortaleza, si en ella estaba seguro? ¿Por qué si no es culpable? Podía haberse quedado indefinidamente.
– Indefinidamente no: sólo mientras se le prestara asilo -corrigió Fidelma con suficiencia.
– Con todo, no deja de ser cierto que ha huido. Ahora cualquiera puede capturarlo y matarlo sin más. Cualquiera puede hacerlo de acuerdo con la ley.
En ese momento Mel entró en la sala. Se excusó y, cuando se disponía a salir, el obispo Forbassach, irritado, le hizo una seña ordenándole que se quedara.
– Puede que os necesite, Mel -le explicó-. Este asunto concierne al rey.
Entretanto, Fidelma tomó asiento cansinamente al darse cuenta de que Forbassach estaba en lo cierto. Un asesino convicto que rompía las normas del maighin digona y huía del refugio prestado podía ser tratado como hombre muerto. Por un momento, reparó en que estaba apretando los dientes para contener la angustia que sentía.
El obispo Forbassach se dirigió hacia la puerta, anunciando:
– Debo alertar a los guerreros del rey. Venid conmigo, Mel.
– ¡Esperad!
El ruego de Fidelma hizo volverse al brehon.
– Ya que estáis aquí, tengo una denuncia que presentar contra Gabrán. El y sus hombres me atacaron anoche.
– ¿El marinero? -preguntó el obispo Forbassach, desconcertado-. ¿Qué tiene él que ver con el caso que estamos discutiendo?
– Quizá mucho. Quizá nada.
– Gabrán es de Cam Eolaing, territorio del que soy jefe -intervino Coba-. ¿Qué ha hecho?
– Anoche, de regreso a Fearna con uno de mis compañeros, Gabrán y algunos de sus hombres nos atacaron con espadas.
Se impuso el silencio en la sala.
– ¿Gabrán? -repitió Coba con la voz hueca-.
¿Cómo sabéis que fue Gabrán, si la noche de ayer fue muy oscura?
Fidelma volvió el cuerpo hacia él con los ojos entornados para responderle:
– Olvidáis que pese a ser una noche oscura, había luna y hasta las nubes pueden tener un gesto amable y apartarse.
– Pero, ¿qué interés podría tener en atacaros?
– Eso mismo me gustaría averiguar. ¿Sabéis algo más de su vida privada, de sus lealtades o de sus principios?
– Vive fuera del poblado -respondió Coba con un gesto de indiferencia-, al otro lado del río; de hecho, en el lado este del valle. No creo que deba lealtad a nadie ni nada en concreto, salvo a su comercio. Que yo sepa, vive solo. No está casado.
El obispo Forbassach seguía la conversación, si bien con suspicacia.
– ¿Estáis segura de lo que decís, hermana? -preguntó el abad Noé, interviniendo así en la conversación-. Gabrán ha mantenido un trato comercial con la abadía durante muchos años y es considerado persona de confianza.
– Estoy segura de que Gabrán es quien nos ha atacado -afirmó Fidelma.
– ¿Dónde decís que os atacaron? -se interesó el obispo Forbassach.
Fidelma lo miró con cautela y sostuvo su mirada.
– Regresábamos de un lugar que, creo, conocéis muy bien. Volvíamos de visitar una cabaña en el poblado de Raheen. El brehon palideció cual cirio y tardó unos instantes en recuperar la voz.
– En las calzadas que rodean Fearna a menudo hay ladrones que asaltan a viajeros incautos -sugirió con nerviosismo en el tono.
– Era Gabrán -repitió Fidelma.
– Yo habría dicho que Gabrán se ganaba bien la vida con el barco -observó Coba, rascándose la barbilla con aire pensativo-. Suele transportar mercancías a lo largo del río, y llega incluso muy al sur, hasta el lago Garman, adónde transporta cargas destinadas a los barcos de navegación oceánica que van a Gran Bretaña y a Galia.
– ¿Qué clase de mercaderías transporta? -preguntó Fidelma con curiosidad.
– ¿Qué más da? -respondió el obispo Forbassach con impaciencia-. ¿Estamos aquí para hablar de Gabrán y su negocio o de la fuga del sajón?
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