– Me lo dijo Fainder.
Fidelma vaciló un momento y luego decidió no desviar la conversación.
– De eso hablaremos luego. Continuad con la historia que os contó Daig.
– Bueno, regresó adónde estaba el cuerpo del marinero y dio la voz de alarma. Otro marinero del barco de Gabrán se despertó y le dijo a Daig que aquél se hallaba en la posada La Montaña Gualda y que la última vez que había visto al muerto había sido allí también. Al parecer éste había acudido a la posada a buscar dinero que Gabrán le debía.
»Daig fue a la posada, donde encontró a Gabrán. Había estado bebiendo cosa mala, así que tardó en comprender la situación. Lassar, la dueña de la posada, le dijo a Daig que el marinero se había encontrado allí con Gabrán y que habían discutido. Gabrán le pagó e hicieron las paces. El marinero se quedó un rato en la posada bebiendo y luego regresó al barco. Para entonces Lassar ya dormía, pues era tarde, pero se despertó cuando Daig apareció preguntando por Gabrán.
La mujer interrumpió la narración y preguntó, extrañada:
– ¿Realmente os interesa, señora? Al obispo Forbassach le parecía irrelevante.
– Proseguid, Deog. ¿Qué más os contó Daig?
– Gabrán confirmó que acababa de pagar a aquel hombre un dinero que le debía.
– ¿Dijo por qué habían discutido?
– Tenía que ver con el dinero. Daig dijo que el motivo era una nimiedad. Que lo importante era que el marinero no llevaba el dinero encima después de muerto. Cuando Gabrán se enteró de que faltaba el dinero, preguntó por una cadena de oro que su tripulante solía llevar al cuello. Pero tampoco estaba.
– Es decir, que no hallaron ni el dinero ni la cadena en el cuerpo.
– Eso es lo que escamó a Daig. Después de intentar en vano ir tras los pasos que se desvanecieron en la oscuridad, decidió regresar y registró el cuerpo.
– ¿Por qué decís que le escamó? ¿En qué sentido?
Deog frunció el ceño para hacer memoria de lo que Daig le había contado.
– Dijo… aunque pensó que podría estar equivocado… dijo…
– Tomaos tiempo -sugirió Fidelma al ver que dudaba, tratando de recordar.
– La primera vez que vio el cuerpo, antes de ponerse a perseguir los pasos, Daig estaba seguro de haberle visto una cadena de oro alrededor del cuello. Le pareció ver un destello a la luz de la antorcha.
– Pero la cadena había desaparecido cuando regresó, ¿a eso os referís?
– Eso es lo que le extrañó: que al volver, el marinero ya no la tuviera.
– ¿Se lo contó a alguien?
– Al obispo Forbassach.
– Ya. ¿Y qué sucedió? ¿Qué hizo Forbassach al respecto?
– Creo que no volvió a mencionarlo. Al fin y al cabo, Daig no estaba seguro del todo. Lassar confirmó que el hombre había recibido el dinero de manos de Gabrán y sabía que solía llevar una cadena de oro. Lo conocía, porque era un miembro de la tripulación de Gabrán que solía frecuentar la posada. Siempre se jactaba de que había ganado la cadena de oro en una batalla contra los Uí Néill.
Fidelma guardó silencio un momento para ponderar la información.
– El asunto de la cadena de oro empezó a preocuparle -añadió Deog.
– ¿Os contó Daig qué pista siguió para llegar hasta el hermano Ibar?
– Lo cierto es que sí, y le pareció una coincidencia asombrosa. Al día siguiente, el mismo Gabrán le contó que en la plaza del mercado se le había acercado un monje con el propósito de venderle una cadena de oro, que él enseguida reconoció como la misma que solía llevar el tripulante hallado muerto.
– Yo diría que es una coincidencia muy extraña -comentó Fidelma con sequedad.
– Pero las coincidencias se dan -respondió Deog.
– ¿Sabía Gabrán quién era el monje?
– Sabía que era un miembro de la comunidad de la abadía.
– ¿Y dijo que le compró la cadena?
– Fingió estar interesado y acordó verse con el monje más tarde. A continuación lo siguió hasta la abadía. Preguntó a la rechtaire cómo se llamaba (Ibar, claro) y luego acudió a Daig y le contó toda la historia. Daig fue al monasterio y relató los hechos a la abadesa Fainder. Con la rechtaire, Daig registró la celda de Ibar y encontraron la cadena y un portamonedas bajo la cama de Ibar.
– ¿Y luego? -inquirió Fidelma.
– Gabrán identificó la cadena y dijo que el portamonedas se parecía mucho al que él le había dado a su tripulante. Fainder hizo llamar al obispo Forbassach, y el hermano Ibar fue acusado oficialmente.
– Según se me dijo, él negó la acusación.
– Así es. Negó que hubiera asesinado a aquel hombre, negó que intentara vender la cadena a Gabrán y negó que supiera nada del dinero oculto bajo su cama. Llamó embustero a Gabrán. Pero ante la evidencia sólo podía sacarse una conclusión. Con todo, a Daig no dejaba de escamarle la coincidencia… pues, como vos misma habéis dicho, le parecía una coincidencia asombrosa. También le preocupaba haber visto la cadena en el cuello del marinero justo después del asesinato.
– Pero habéis dicho que él comunicó al obispo Forbassach su recelo.
– Sí.
– ¿Y Daig no hizo nada al respecto? ¿Nada comentó con Gabrán?
– Vos sois la dálaigh. Deberíais saber que Daig era un simple vigilante, y no un abogado dispuesto a hacer indagaciones. Se lo dijo a Forbassach y, de ahí en adelante, el asunto quedó en manos del obispo. Y éste tuvo suficiente con las pruebas.
– ¿Y en el juicio de Ibar no se hizo mención de nada de esto?
– No que yo sepa. Mi querido Daig se ahogó antes del juicio, así que tampoco pudo plantear sus dudas.
Fidelma se echó atrás contra el respaldo para reflexionar sobre lo que Deog le había relatado.
– En este caso, el obispo Forbassach vuelve a aparecer como juez y acusador. Es inconcebible.
– El obispo Forbassach es un buen hombre -protestó Deog.
Fidelma la miró con curiosidad y observó:
– Hay algo que me resulta fascinante. Para ser campesina y no vivir en Fearna, estáis muy al corriente de cuanto se hace y deshace por allí, y parece que tenéis un trato muy estrecho con personas influyentes.
Deog resopló por la nariz con desdén.
– ¿Acaso Daig no era mi esposo? Él me mantenía informada de lo que hacía en Fearna. ¿Acaso lo que acabo de contar no responde a vuestras preguntas?
– Desde luego. Pero vos sabéis más de lo que os contaba vuestro esposo. Me consta que recibís visitas del obispo Forbassach y la abadesa Fainder.
Deog se puso nerviosa de pronto.
– Así que lo sabéis.
– Exactamente -respondió Fidelma, esbozando una sonrisa-. La abadesa Fainder sube a caballo para veros con frecuencia, ¿no es así?
– No lo negaré.
– Con todos los respetos, ¿qué trae por aquí tan a menudo a la abadesa Fainder? ¿Qué necesidad puede tener de contaros a vos, la viuda de un miembro de la guardia nocturna, un hombre al que, según me dijo, apenas conocía, los detalles del juicio del hermano Ibar?
– ¿Y por qué no iba hacerlo? -preguntó Deog a la defensiva-. Fainder es mi hermana pequeña
Eadulf no había dormido bien. El canto crepuscular de los pajarillos le hizo desistir de seguir durmiendo; prefirió levantarse y lavarse la cara con el agua fría de un cuenco junto a la cama. Mientras se secaba con una toalla, sintió una nueva determinación. Lo habían dejado en paz un día entero desde que aquel anciano, Coba, lo llevase a la fortaleza. Podía pasearse a sus anchas por allí siempre y cuando no traspasara los lindes del recinto, y cerca de él siempre había algún guardia que le respondía con monosílabos o se negaba amablemente a extenderse en sus respuestas a las preguntas de Eadulf. Cuando solicitó ver a Coba, le dijeron que «el señor del lugar» no podía recibirle. Cierto que lo habían alimentado bien, pero le irritaba que nadie le explicara qué estaba pasando. Necesitaba información.
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