Peter Tremayne - Nuestra Señora De Las Tinieblas

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Nuestra Señora de las tinieblas, sor Fidelma se enfrenta a una auténtica carrera contra el tiempo de cuyo resultado depende la vida de su compañero Eadulf, declarado culpable del brutal asesinato de una joven y pendiente sólo de que se cumpla la sentencia a muerte.
Nunca una investigación había implicado tan personalmente a alguien cercano a Fidelma, pero aun así deberá mantener la sangre fría para desentrañar una escabrosa historia de sexo, ignominia y muerte. Fidelma es incapaz de creer en la culpabilidad de su buen amigo, pero a medida que avanzan sus pesquisas, para las que sólo cuenta con veinticuatro horas, el puzzle al que creía enfrentarse empieza a tener más piezas de las que ella (y el lector) esperaban; ¿o quizá el puzzle es mayor de lo que parecía inicialmente?
La combinación de fidelidad histórica, potencia de las tramas y pulso narrativo hacen de Tremayne uno de los grandes escritores de ficción histórica de nuestro tiempo.

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Sin saber cuánto tiempo habría pasado, una puerta la despertó al abrirse. Enda entró en la sala con un gesto de satisfacción. Fidelma contuvo un bostezo, se estiró y lo saludó.

– ¿Qué habéis averiguado, Enda?

Sin perder un instante, el joven guerrero tomó asiento a su lado. Bajó la voz tras haber lanzado una mirada alrededor para asegurarse de que estaban solos, y dijo:

– He seguido a la abadesa sin que reparase en mí. Se ha dirigido hacia el norte…

– ¿Hacia el norte?

– Sí, pero sólo unos cinco o seis kilómetros. Luego ha subido colina arriba, hasta un poblado llamado Raheen. Al llegar ha ido hasta una cabaña, donde la ha recibido una mujer. Parecían tener mucha amistad.

– ¿Mucha amistad? -repitió Fidelma enarcando ligeramente una ceja, extrañada.

– Se han abrazado. Y luego han entrado en la cabaña. He esperado una hora más o menos hasta que la abadesa ha salido.

Entonces Fidelma se dio cuenta de que había perdido buena parte de la tarde y que había dormido varias horas.

– Proseguid -dijo, tratando de disimular el fastidio de haber perdido el tiempo-. ¿Y luego?

– Entonces ha llegado nuestro amigo Forbassach. La mujer los ha dejado solos un rato. Después Forbassach se ha marchado y, al poco, la abadesa Fainder también. Ha vuelto a caballo a Fearna, por lo que no me he tomado la molestia de seguirla.

– ¿Y qué habéis hecho entonces?

– He pensado que querríais saber quién era la mujer de la cabaña a la que habían visitado.

Fidelma sonrió con aprobación.

– Veo que aprendéis rápido, Enda. Acabaremos haciendo de ti un dálaigh.

El joven negó con la cabeza, tomándose en serio el comentario liviano de Fidelma.

– Yo soy guerrero e hijo de guerrero, y cuando sea demasiado viejo para seguir siendo guerrero, me retiraré a una granja.

– ¿Habéis averiguado quién era la mujer?

– He pensado que era mejor no dirigirme directamente a su cabaña, sino indagar entre otros habitantes del lugar. Me han dicho que se llama Deog.

– ¿Deog? ¿Habéis descubierto algo más?

– Que ha enviudado hace poco. Su esposo se llamaba Daig.

Fidelma calló unos momentos y preguntó luego:

– ¿Estáis seguro que os han dicho ese nombre?

– Así es, señora.

– Si hace poco que es viuda, debe de tratarse del mismo hombre.

– No sé si os comprendo, señora -Enda no estaba seguro de qué había querido decir Fidelma.

Fidelma pensó que no tenía tiempo para explicárselo. ¿Qué interés tendrían la abadesa Fainder y el obispo Forbassach en visitar a la viuda del vigilante que se había ahogado en el muelle? Fainder le había dado la impresión de no conocer apenas a aquel hombre… ¿para qué iría a visitar a su viuda? Y no sólo eso: según había contado Enda, parecían buenas amigas. He ahí un misterio más.

– Supongo que no habéis preguntado si la abadesa visita con frecuencia a esa mujer, Deog se llama, ¿no es así?

Enda negó con la cabeza y explicó:

– No quería atraer demasiado la atención. Así que me he abstenido de preguntar en exceso.

Fidelma reconoció que Enda había actuado correctamente: demasiadas preguntas podían haber puesto a la gente en guardia.

– ¿A qué distancia de aquí decís que vive esa mujer?

– A menos de una hora a buen galope.

– Dentro de unas horas será oscuro -observó Fidelma, mirando al cielo-. Aun así, creo que debería hablar con Deog.

– Ahora conozco el camino, señora -anunció Enda con entusiasmo-. No tendría por qué haber problemas para cabalgar hasta allí, como tampoco para regresar de noche incluso.

– Entonces eso haremos -decidió Fidelma-. ¿Dónde está Dego?

– Creo que estaba en las cuadras almohazando a los caballos. ¿Queréis que vaya a buscarlo?

Fidelma asintió.

– Cuanto antes partamos, mejor -dijo-. Vamos a buscarlo.

Tal cual Enda suponía, Dego estaba almohazando el caballo de Enda tras la breve cabalgada al poblado. Saludó a Fidelma con cierto nerviosismo.

– He regresado a la posada justo después del mediodía, señora -le dijo-, tal como habíais ordenado. Pero al ver que dormíais junto al fuego, he pensado que os convenía más el sueño que oír que no tenía nada de lo que informaros. Espero haber hecho bien al dejaros dormir.

Por un momento, Fidelma no sabía de qué estaba hablando, hasta que recordó que le había dicho que se encontrarían en la posada a su regreso de la abadía a fin de decidir la próxima estrategia. Fidelma le sonrió para disculparse, dada la expresión preocupada del guerrero.

– Habéis hecho bien, Dego. Me convenía dormir. Enda y yo vamos a salir a caballo. Puede que estemos unas horas fuera.

– ¿Queréis que os acompañe?

– No es menester. Enda conoce el camino. Prefiero que alguno de nosotros se quede por si el hermano Eadulf tratara de ponerse en contacto con nosotros.

Dego la ayudó a ensillar el caballo mientras Enda volvía a ensillar el suyo.

– ¿Dónde estaréis -preguntó Dego- en caso de que algo suceda?

– Vamos a ver a una mujer llamada Deog, que vive en un lugar llamado Raheen a uno seis kilómetros al norte. Pero no lo mencionéis a nadie.

– Desde luego, señora.

Montaron a los caballos y emprendieron la marcha con brío a través de las calles de Fearna. Enda iba en cabeza, al pie de los imponentes muros grises de la lúgubre abadía; luego pasó de largo los muros que bordeaban el río en el recodo que formaba hacia el norte. En una bifurcación tomó el camino que ascendía por una colina en leve pendiente, a través de un bosquecillo.

Allí Fidelma gritó a Enda que se detuviera. Regresó hasta el límite de los árboles y arbustos, desde donde se veía el camino que habían seguido, y esperó en silencio unos momentos, inclinada sobre el cuello del corcel, detrás del follaje.

Enda no necesitó preguntarle qué estaba haciendo. Si alguien les había seguido, no tardarían en verlo desde aquella posición. Fidelma esperó un buen rato antes de soltar un suspiro de alivio.

– Parece que mis temores son infundados -anunció a Enda con una sonrisa-. Por el momento, nadie nos sigue.

Sin decir nada, Enda dio media vuelta y reemprendió el galope entre el bosquecillo, para tomar a continuación una senda entre campos de labranza, hacia una zona boscosa más densa, que cubría las colinas que se alzaban al fondo.

– ¿Qué colina es ésa, frente a nosotros, Enda? -preguntó Fidelma mientras avanzaban por la senda.

– Se trata de la colina que da nombre a la posada en la que nos alojamos. Es la Montaña Gualda. Dentro de un momento giraremos hacia el este y saldremos a la ladera de la montaña antes de volver a girar al norte, hacia Raheen. El poblado queda al principio del valle, a escasa distancia a caballo.

Al poco, cuando el cielo otoñal empezaba a nublarse y oscurecer con el atardecer, Enda se detuvo y señaló con el dedo. Habían llegado al valle, que se extendía al sur hacia el río. Sobre la ladera había aquí y allá varias cabañas de las que emanaban pequeñas columnas de humo oscuro. Era claramente una comunidad agrícola.

– ¿Veis la cabaña de allá a lo lejos?

Fidelma miró adónde el guerrero apuntaba con el dedo, hacia una cabaña no muy grande, aferrada a la escarpada falda de la montaña. No era una casita pobre, aunque tampoco presentaba signo alguno de riqueza o posición. La estructura era de granito grueso y gris, cubierta por un tejado de paja que necesitaba a ojos vista una renovación.

Si.

– Ésa es la cabaña de la mujer que os decía, Deog; la cabaña a la que acudieron la abadesa Fainder y el obispo Forbassach.

– Muy bien. Veamos si Deog puede contribuir a resolver algunas dudas.

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