Fidelma empujó con suavidad el caballo y, con Enda a la zaga, fue derecha a la cabaña que le había indicado.
La ocupante de la cabaña les había oído llegar, pues mientras descabalgaban y ataban a los animales a una cerca que marcaba los límites de un huerto frente al edificio, la puerta se abrió y salió una mujer. Detrás de ella apareció un perro de caza que echó a correr hacia ellos, pero frenó en cuanto la mujer se lo ordenó con firmeza. No era una mujer de mediana edad todavía, pero tenía un rostro tan curtido por las preocupaciones que, a primera vista, parecía mayor. Sus ojos eran claros, seguramente más grises que azules. Iba vestida con sencillez, como una campesina, y tenía aspecto de estar acostumbrada a la inclemencia de los elementos. Sus rasgos le resultaron extrañamente familiares a Fidelma, que fue rápida en la observación y no pasó por alto al perro, que, según advirtió, era viejo pero estaba más que dispuesto a defender a su ama.
La mujer se acercó y los miró con preocupación al fijarse en Fidelma.
– ¿Os envía Fainder? -preguntó sin preámbulos, dando por sentado que así era por el hábito religioso de Fidelma, a quien le sorprendió la inquietud de su voz.
– ¿Qué os lo hace pensar? -preguntó a su vez, eludiendo la respuesta.
La mujer entornó los ojos.
– Sois una monja. Si Fainder no os ha enviado, ¿quiénes sois?
– Me llamo Fidelma. Fidelma de Cashel.
La mujer endureció visiblemente el semblante y apretó los labios.
– ¿Y?
– Veo que habéis oído hablar de mí -observó Fidelma, interpretando correctamente la reacción de la campesina.
– Sí, he oído vuestro nombre.
– En tal caso sabréis que soy dálaigh.
– Así es.
– Empieza a oscurecer y hace frío. ¿Podemos entrar en vuestra cabaña y hablar con vos un momento?
La mujer se mostró reacia, pero al final inclinó la cabeza invitándolos a pasar por la puerta.
– Pasad. Aunque no creo que tengamos gran cosa de que hablar.
Los condujo al interior de una amplia sala de estar. El perro, en vista de que no constituían ninguna amenaza, entró corriendo por delante. Un tronco crepitaba en el hogar al fondo de la sala. El viejo perro se echó delante, en el suelo, con la cabeza sobre las patas, si bien con un ojo medio abierto, alerta, que no apartaba de ellos.
– Sentaos -invitó la mujer.
Esperaron a que ella eligiera su asiento, junto al fuego; Fidelma se sentó frente a ella, y Enda eligió un incómodo banco junto a la puerta.
– Bien, ¿y de qué os complacería hablar?
– Tengo entendido que os llamáis Deog, ¿no es así? -preguntó Fidelma.
– No lo negaré, pues es la verdad -respondió la mujer.
– ¿Y Daig se llamaba vuestro esposo?
– Que Dios se apiade de su alma, pero sí, así se llamaba. ¿Qué tenéis que ver con él?
– Si no me confundo, era vigilante de los muelles de Fearna.
– Era el capitán de la guardia; lo nombraron cuando ascendieron a Mel a comandante de la guardia real. Daig era capitán de la guardia… aunque no vivió mucho para disfrutarlo… -Se le hizo un nudo la garganta y soltó un resuello.
– Lamento molestaros, Deog, pero necesito respuestas a mis preguntas.
La mujer hizo un esfuerzo para contenerse.
– Ya he oído que andáis por ahí interrogando. Me han dicho que sois amiga del sajón.
– ¿Qué sabéis del… del sajón?
– Sólo sé que lo juzgaron y lo condenaron por matar a una pobre niña.
– ¿Algo más? ¿Si era culpable o inocente?
– ¿Cómo va a ser inocente, si lo ha condenado el brehon de Laigin?
– Era inocente -replicó Fidelma escuetamente-. Y se han dado demasiadas muertes en los muelles de la abadía como para que sean meras coincidencias. Por ejemplo, habladme de la muerte de vuestro esposo.
El semblante de la mujer quedó inmóvil durante unos momentos; con sus ojos claros trataba de desentrañar un posible significado oculto tras las palabras de Fidelma. Al fin dijo:
– Era un hombre bueno.
– No lo pongo en duda -aseguró Fidelma.
– Me dijeron que se ahogó.
– ¿Quiénes?
– El obispo Forbassach.
– ¿Forbassach os lo comunicó en persona? Os movéis en círculos ilustres, Deog. ¿Qué os contó exactamente el obispo Forbassach?
– Que durante la guardia nocturna, Daig resbaló del muelle de madera y cayó al río, golpeándose la cabeza en uno de los pilares, lo que le hizo perder el conocimiento. Que al día siguiente lo halló un marinero del Cág. Me dijeron que… -se quedó sin voz antes de poder continuar-… que se ahogó estando inconsciente.
Fidelma se inclinó un poco hacia delante y preguntó:
– ¿Alguien presenció lo ocurrido?
Deog la miró con perplejidad.
– ¿Que si alguien lo presenció? Si hubiera habido alguien cerca, no se habría ahogado.
– Entonces, ¿cómo se conocen esos detalles?
– El obispo Forbassach me dijo que así es como debió de haber ocurrido, pues es el único modo en que podría haber sucedido para que concordara con los hechos. -Pronunció las palabras como una fórmula, lo cual hacía evidente que repetía a pies juntillas lo que el brehon le había contado.
– Pero ¿qué pensáis vos?
– Que así debió de ser.
– ¿Daig habló con vos alguna vez de lo que había pasado en los muelles? Por ejemplo, ¿habló alguna vez de la muerte del marinero?
– Fainder me contó que ejecutaron al pobre Ibar por ese crimen.
– ¿Al pobre Ibar? -Se extrañó Fidelma-. ¿Conocíais al hermano?
– Conozco a su familia -asintió Deog-. Son herreros en la parte baja de las faldas de la Montaña Gualda. Daig me contó cómo lo había encontrado.
– ¿Y cómo fue? ¿Qué os contó Daig exactamente? -preguntó Fidelma con gran interés.
– ¿Por qué queréis que os describa lo que Daig me contó del asesinato? -Deog miró a Fidelma con desconcierto-. ¿No os lo ha contado Fainder? Ni siquiera el obispo Forbassach quiso conocer los detalles.
– Hacedme el favor -la invitó Fidelma con una sonrisa-. Me gustaría oírlo y, en la medida de lo posible, emplead las mismas palabras que usó vuestro esposo.
– Veamos. Daig me contó que estaba patrullando por el embarcadero junto a la abadía a medianoche cuando oyó un grito. Daig llevaba una antorcha de tea; la levantó y respondió con otro grito mientras avanzó en dirección al sonido. Entonces oyó unos pasos corriendo sobre los tablones del muelle. Se encontró una figura acurrucada. Era el cuerpo de un hombre, de un barquero. Daig lo reconoció: era un tripulante del barco de Gabrán, que estaba amarrado en el muelle. El hombre tenía un golpe en la cabeza; cerca, en el suelo, había un madero.
– ¿Un madero?
– Daig me dijo que era uno de esos palos de madera que usan en los barcos.
– ¿Una cabilla?
Deog se encogió de hombros y explicó:
– No sé muy bien qué es, pero ésa es la palabra que usó.
– Proseguid.
– Me dijo que saltaba a la vista que el hombre estaba muerto, así que dejó allí el cuerpo y echó a correr tras los pasos que huían. Pero no tardó en darse cuenta de que la noche había encubierto al culpable, así que volvió adónde estaba el cuerpo…
– ¿Os dijo en qué dirección iban los pasos que oyó? ¿Hacia la entrada de la abadía quizá?
Deog reflexionó antes de responder:
– No creo que fuera hacia la entrada de la abadía, porque dijo que los pasos se desvanecieron en la oscuridad. Y durante la noche suele haber dos antorchas encendidas a las puertas de la abadía. Y si el culpable hubiera corrido hacia allí, Daig lo habría visto con la luz.
– ¿Dos antorchas encendidas, decís? -repitió Fidelma y guardó silencio unos instantes para asimilar la información-. ¿Cómo lo sabéis?
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