Peter Tremayne - Nuestra Señora De Las Tinieblas

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Nuestra Señora de las tinieblas, sor Fidelma se enfrenta a una auténtica carrera contra el tiempo de cuyo resultado depende la vida de su compañero Eadulf, declarado culpable del brutal asesinato de una joven y pendiente sólo de que se cumpla la sentencia a muerte.
Nunca una investigación había implicado tan personalmente a alguien cercano a Fidelma, pero aun así deberá mantener la sangre fría para desentrañar una escabrosa historia de sexo, ignominia y muerte. Fidelma es incapaz de creer en la culpabilidad de su buen amigo, pero a medida que avanzan sus pesquisas, para las que sólo cuenta con veinticuatro horas, el puzzle al que creía enfrentarse empieza a tener más piezas de las que ella (y el lector) esperaban; ¿o quizá el puzzle es mayor de lo que parecía inicialmente?
La combinación de fidelidad histórica, potencia de las tramas y pulso narrativo hacen de Tremayne uno de los grandes escritores de ficción histórica de nuestro tiempo.

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– ¿Qué tiempo hacía?

– Hacía buena noche, no llovía -reflexionó-.

Pero el cielo estaba nublado, así que estaba oscuro. Llevábamos antorchas -añadió.

– Sin embargo, había escasa visibilidad, ¿no? -recalcó Fidelma con interés-. A determinada distancia no se puede ver gran cosa, ni siquiera con una antorcha.

– Cierto -afirmó aquél-. Por eso casi tropecé con el cuerpo de la niña antes de verlo.

Fidelma arqueó las cejas.

– ¿Tropezasteis con el cuerpo? Es decir, ¿vos lo descubristeis? Creía que un testigo había presenciado el asesinato.

Mel vaciló antes de responder.

– Y así fue. Es un poco complicado, hermana.

– Ah, ¿sí? Contadme lo ocurrido con la mayor sencillez que podáis.

– Iba andando con la antorcha en alto. Como he dicho, era una noche muy oscura. Llegué al camino del río y me disponía a cruzar este muelle…

– ¿Había algún barco amarrado en el muelle? -Fidelma lo interrumpió al pensar de pronto en un detalle.

– Sí, uno de los barcos mercantes que atracan aquí con regularidad. Era noche cerrada y no había nadie en el muelle. Tampoco habría sido normal a esa hora de la madrugada. Seguramente todos los marineros estarían bajo la cubierta durmiendo o borrachos -explicó con una sonrisa al imaginarlo-. Al aproximarme vi a alguien a caballo.

– ¿Dónde? -preguntó Fidelma-. ¿En ese camino?

– No. Justo aquí, donde empieza el muelle.

– ¿Qué estaba haciendo esa persona?

– Cuando la vi estaba muy quieta, tan quieta que no la advertí hasta que reparé en un movimiento del caballo. No portaba antorcha, pero estaba ahí, en medio de la oscuridad. Así fue como descubrí el cuerpo.

Fidelma contuvo un suspiro de impaciencia.

– Ruego que os expliquéis… con más detalle.

– Cuando vi la figura, alcé la antorcha para darle el alto, pero antes de poder hacerlo me pidió que me identificara. La persona a caballo era la abadesa Fainder.

Fidelma abrió ligeramente los ojos.

– ¿La abadesa Fainder? -repitió estúpidamente-. ¿Estaba aquí, junto al cuerpo en medio de la oscuridad, montada a caballo?

– Eso he dicho -asintió Mel con un movimiento de la cabeza-. Tan pronto me hube identificado, me dijo: «Mel, aquí hay un cuerpo. ¿Quién es?». Eso dijo. Tropecé en la oscuridad y miré al suelo. El cuerpo se hallaba tendido entre las sombras de los fardos, por eso casi pasé por encima de él. Enseguida vi que era una niña y que estaba muerta.

– ¿A qué fardos os referís? Mostradme exactamente dónde estaba situado el cuerpo.

Mel señaló hacia donde había unos fardos y unas cajas apiladas, junto al muelle, y dijo:

– Estaba tendida justo ahí.

Fidelma frunció el ceño al inspeccionar el lugar.

– ¿Y esos fardos y cajas eran los mismos que había aquella noche?

– No, no he querido decir eso. Eran otros, pero esa noche había unas cajas y unos fardos parecidos. Juraría que estaban casi en la misma posición.

Fidelma lo miró.

– ¿Lo jurarías pese a la oscuridad?

– Sí, porque durante el día tuve que examinar el lugar para enseñarlo al brehon.

– ¿Qué os permitió ver la antorcha?

– Con tan poca luz apenas se veía nada. La niña iba vestida, pero no con el hábito de las monjas.

– Ya veo. De modo que no la identificaron como una novicia de la abadía hasta más tarde.

– Supongo.

– ¿Qué hizo la abadesa Fainder mientras examinabais el cuerpo?

– Esperó a que acabara. Como ya no podía hacer nada por la pobre criatura, me levanté y le dije que la niña estaba muerta. Me ordenó que llevara el cuerpo a la abadía, mientras ella iba a buscar al médico, el hermano Miach. Así que…

– Un momento. -Volvió a interrumpir Fidelma-. ¿La abadesa Fainder os dijo qué hacía allí, en el caballo, a poca distancia del cadáver?

Mel negó con la cabeza.

– En ese momento no. Luego creo que le dijo al brehon, el obispo Forbassach, que iba hacia la abadía, procedente de una capilla que queda lejos de aquí, y que se disponía a entrar cuando vio la sombra oscura del cuerpo y se acercó hasta aquí, como me ocurrió a mí.

Fidelma apretó los labios durante unos momentos, mirando a las puertas de la abadía y al lugar que le había indicado Mel para calcular la distancia.

– Sin embargo, vos apenas lo distinguisteis entre las sombras de los fardos, pese a llevar la antorcha y pese a tenerlo cerca… Tendré que volver a hablar con la abadesa -dijo para sí Fidelma-. Bien, seguid. Estoy algo confusa, ya que se me dijo que hubo un testigo presencial del asesinato.

– De hecho lo hubo. A eso iba -prosiguió Mel-. Cuando la abadesa entró en la abadía, me di cuenta de que iba a necesitar ayuda; y de que tenía que decir a mis hombres dónde estaba. Así que agité la antorcha como señal al compañero que estaba haciendo guardia en el siguiente muelle, y éste acudió a mí. En ese momento oí un ruido entre los fardos. Pregunté quién andaba y levanté la antorcha. La luz iluminó a una niña de pie, tras los fardos.

– ¿Habíais advertido su presencia antes?

– Con aquella oscuridad, no. Y la abadesa tampoco. Le pedí que se identificara, pero estaba angustiada y asustada, temblaba. Tardamos un poco en saber que se llamaba Fial y que la fallecida era su amiga Gormgilla. Me dijo que eran novicias de la abadía. Por lo visto había quedado en verse en el muelle con su amiga, y al llegar vio a Gormgilla forcejeando con una figura masculina. Por miedo no se movió de donde estaba; entonces el hombre se levantó de encima de su amiga y echó a correr hacia la abadía. Luego identificó al monje sajón que se alojaba allí.

– ¿Cómo es que nadie advirtió antes la presencia de la niña?

– Ya os digo: estaba oscuro.

– Pero vos llevabais una antorcha y hacía rato que rondabais por este muelle.

– Las antorchas no dan mucha luz.

– Aunque sí la suficiente para que la abadesa viera el cuerpo muerto desde el caballo a varios metros de distancia y se acercara luego a éste. Y ahora parece que había bastante luz para que Fial identificara al asesino y, presumiblemente, para que lo reconociera a cierta distancia. ¿Nadie le preguntó por qué no gritó o intentó ayudar a su amiga?

– Puede que se lo preguntaran en el juicio. Seguramente estaba demasiado asustada para moverse. A veces pasa.

– Sí, a veces pasa. Pero ¿por qué no se dejó ver cuando llegó la abadesa o aparecisteis vos? ¿Por qué no pidió auxilio a la guardia?

Mel sopesó la pregunta antes de responder encogiéndose de hombros.

– Yo no soy dálaigh, señora. Soy un simple capitán de la guardia…

Fidelma lo fulminó con la mirada y sonrió.

– Ya no lo sois. Ahora sois comandante de la guardia del palacio. ¿A qué se debió el ascenso?

Mel no se dejó intimidar.

– Me informaron de que el rey quedó satisfecho con mi labor de vigilancia y me anunciaron que sería nombrado comandante de la guardia del palacio. El obispo Forbassach me recomendó.

Fidelma guardó silencio unos segundos.

– Así que Fial apareció como por escotillón…

– De detrás de los fardos del muelle -corrigió Mel.

– Y dice que lo vio todo en la oscuridad y, aun así, no hizo nada -dijo Fidelma con cinismo, pensando en voz alta-. ¿Ha confirmado la versión de la abadesa Fainder?

Mel parecía desconcertado.

– No sabía que la declaración de la abadesa requiriera una confirmación.

– Todo cuanto esté relacionado con una muerte que no sea natural requiere una confirmación, aunque el que declare sea un santo -respondió Fidelma, cortante.

Entonces volvió la vista hacia los fardos, se acercó y miró hacia las puertas de la abadía.

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