La mente de Fidelma bullía. En los años que llevaba de dálaigh, jamás se había encontrado con tan flagrantes infracciones de los trámites legales. Consideró que disponía de suficiente fundamento sobre el que basar su apelación para un nuevo juicio. Le costaba creer que el brehon de Laigin hubiera oficiado aquella farsa. El brehon tenía que conocer las normas que regían las declaraciones en un juicio.
Ahora bien, el problema fundamental lo constituía la declaración de la joven novicia como testigo presencial. Ésta podía ser el principal obstáculo en cualquier intento de absolver a Eadulf. Su declaración como testigo ocular había sido desastrosa para Eadulf. Con todo, la sucesión de acontecimientos no dejaba de ser estrambótica.
Tenía muchas preguntas que hacer a Fial. ¿Por qué habían quedado ella y su amiga en el muelle en mitad de la noche? ¿Y cómo podía haber visto los rasgos del asesino con tan poca luz, pero con tal claridad para identificarlo? ¿Quién le había dicho que era un forastero sajón? Si Eadulf decía la verdad, nunca había visto a Fial ni había hablado con ella antes de que entrara a identificarlo en su celda. ¿Alguien había indicado a la niña que él era el forastero? Y si era así, ¿quién?
Fidelma suspiró hondamente, pues no olvidaba que aunque podía ver posibilidades en algunos aspectos de la cuestión y aunque podía poner en entredicho los trámites legales, los hechos principales seguían existiendo: Eadulf había sido identificado por un testigo presencial; habían hallado sangre en su ropa y habían encontrado junto a él un pedazo de tela del hábito de la novicia.
La apoteca era una sala amplia de piedra con puertas de madera y ventanas con postigos que daban a un jardín de hierbas. De las vigas de madera colgaban hierbas y flores secas, y un fuego ardía en una chimenea situada a un extremo de la sala, sobre la que pendía una gran caldera de hierro. En ésta bullía un humeante brebaje del que emanaba una perniciosa pestilencia.
Cuando entraron, un anciano que estaba de espaldas se volvió hacia ellas. Iba ligeramente encorvado y el cabello canoso se confundía a los lados con una larga barba. Los ojos, de un color gris pálido, eran fríos y exentos de vida.
– ¿Qué se os ofrece? -les preguntó en un tono agudo y quejumbroso.
– Os presento a sor Fidelma de Cashel, hermano Miach -anunció sor Étromma-. Desea haceros unas preguntas -dijo y se dirigió a Fidelma-. Os dejaré aquí mientras voy en busca de sor Fial.
Fidelma reparó en que el anciano médico la miraba con suspicacia.
– ¿Qué queréis? -dijo con mal genio-. Estoy muy ocupado.
– No os entretendré demasiado, hermano Miach -le aseguró.
Éste sorbió aire por la nariz con un gesto de desdén.
– En tal caso decid a qué habéis venido.
– He venido como dálaigh, es decir, como abogada de los tribunales.
El hombre entornó los ojos un brevísimo instante.
– ¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
– Querría haceros algunas preguntas con relación al juicio del hermano Eadulf.
– ¿El sajón? ¿Qué queréis saber? He oído que van a colgarlo, si es que no lo han hecho ya…
– No, todavía no lo han colgado -le confirmó Fidelma.
– Pues haced las preguntas de una vez -dijo el viejo, que parecía impaciente y temperamental.
– Me consta que declarasteis en el juicio contra él, ¿no es así?
– Por supuesto. Soy el médico de la abadía. Si existen sospechas en torno a una muerte, se solicita mi opinión.
– Habladme, pues, de vuestra declaración.
– Ese asunto está zanjado.
Fidelma replicó con sequedad:
– Yo diré cuándo está zanjado, hermano Miach. Y vos os limitaréis a responder mis preguntas.
El viejo parpadeó deprisa varias veces, pues al parecer no estaba acostumbrado a que nadie le hablara en aquel tono.
– Me trajeron el cuerpo de esa niña para que lo examinara, y ya informé al brehon de cuanto averigüé.
– ¿Y qué averiguasteis?
– Que la niña estaba muerta. Tenía magulladuras en el cuello, lo cual indicaba claramente que había sido estrangulada. Es más, había indicios indiscutibles de que antes la habían violado.
– ¿Y de qué modo se manifestaban tales indicios?
– La niña era virgen, lo cual no es de extrañar, ya que sólo tenía doce años, o eso me dijeron. El acto sexual le había hecho sangrar profusamente. No hacían falta amplios conocimientos de medicina para llegar a esa conclusión.
– De modo que su hábito estaba manchado de sangre.
– Así es. Sobre todo por la zona que cabría esperar dadas las circunstancias. No hay ninguna duda en cuanto a lo que le ocurrió.
– ¿Ninguna duda? Vos decís que se trata de una violación. ¿Podría haber sucedido otra cosa?
– Mi querida… dálaigh - dijo el viejo médico con menosprecio-. Emplead un poco de imaginación. Una niña es estrangulada tras un acto sexual… ¿Acaso parece probable que pueda tratarse de algo distinto de una violación?
– Con todo, la observación es más una opinión que una prueba médica propiamente dicha -subrayó Fidelma, pero el médico no abrió la boca, por lo que decidió pasar a la siguiente pregunta-. ¿Conocíais a la niña?
– Se llamaba Gormgilla.
– ¿Cómo lo sabíais?
– Porque me lo dijeron.
– ¿Y la habíais visto alguna vez por la abadía antes de que os trajeran su cuerpo?
– No la habría visto a menos que se hubiera puesto enferma. Creo que sor Étromma fue quien me dijo su nombre. De hecho, tarde o temprano la habría conocido si no la hubieran matado.
– ¿Qué os hace pensar eso?
– Creo que era una de esas monjas a las que les gusta infligirse daño físico por sus pecados. Advertí que tenía llagas alrededor de ambas muñecas y de un tobillo.
– ¿Llagas?
– Indicios de que se había atado con cadenas.
– ¿Cadenas? ¿Y éstas no tienen nada que ver con la violación y el asesinato?
– Las llagas se debían al uso de algún tipo de sujeción aplicada durante cierto tiempo antes de morir. Las llagas no guardaban ninguna relación con las otras heridas.
– ¿Había signos de flagelación?
El médico negó con la cabeza.
– Algunos de esos penitentes ascéticos sólo usan cadenas para expiar el dolor de lo que entienden como sus pecados.
– ¿Y no os pareció que tal penitencia, como así la definís, era algo extraño para alguien tan joven?
El hermano Miach no se inmutó.
– He visto casos peores. El fanatismo religioso a menudo deriva en casos impactantes de castigo físico a la propia persona.
– ¿Examinasteis también al hermano Eadulf?
– ¿Al hermano Eadulf? Ah, el sajón… ¿Para qué?
– Según me han dicho hallaron restos de sangre en su ropa y un trozo de tela del hábito de la niña. Quizás habría sido apropiado examinarle a fin de demostrar que existía plena coherencia al relacionar su aspecto con la idea de que había agredido a la niña.
El médico volvió a sorber aire por la nariz.
– Por lo que he oído, no hizo falta mi opinión para condenarle. Como bien decís, tenía la ropa manchada de sangre y un trozo del hábito ensangrentado de la víctima. Además fue identificado por alguien que presenció el crimen. ¿Qué necesidad tenía yo de examinarlo?
Fidelma reprimió un suspiro.
– Habría sido… lo apropiado.
– ¿Lo apropiado? ¡Bah! Si hubiera malgastado mi vida haciendo lo apropiado, habría dejado morir a cien pacientes aquejados.
– Con todos los respetos, esa comparación está fuera de lugar.
– No estoy aquí para discutir cuestiones de ética con vos, dálaigh. Si no tenéis nada más que preguntarme, tengo mucho que hacer.
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