Peter Tremayne - Nuestra Señora De Las Tinieblas

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Nuestra Señora de las tinieblas, sor Fidelma se enfrenta a una auténtica carrera contra el tiempo de cuyo resultado depende la vida de su compañero Eadulf, declarado culpable del brutal asesinato de una joven y pendiente sólo de que se cumpla la sentencia a muerte.
Nunca una investigación había implicado tan personalmente a alguien cercano a Fidelma, pero aun así deberá mantener la sangre fría para desentrañar una escabrosa historia de sexo, ignominia y muerte. Fidelma es incapaz de creer en la culpabilidad de su buen amigo, pero a medida que avanzan sus pesquisas, para las que sólo cuenta con veinticuatro horas, el puzzle al que creía enfrentarse empieza a tener más piezas de las que ella (y el lector) esperaban; ¿o quizá el puzzle es mayor de lo que parecía inicialmente?
La combinación de fidelidad histórica, potencia de las tramas y pulso narrativo hacen de Tremayne uno de los grandes escritores de ficción histórica de nuestro tiempo.

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Fidelma dio por terminado el interrogatorio con un breve agradecimiento y salió de la sala. No tenía nada más que preguntar al médico. Sor Étromma no había regresado todavía, de modo que la esperó fuera de la apoteca. A los pocos minutos se le ocurrió algo. Entre las dotes de Fidelma se contaba una capacidad casi asombrosa de orientarse en un lugar en el que había estado antes. Gracias a su memoria e instinto, sabría cómo regresar a los lugares de la abadía por los que la habían conducido. Así pues, en vez de esperar a sor Étromma, dio media vuelta y se aventuró por los pasillos que la conducirían hasta la cámara de la abadesa Fainder.

Abrió la puerta que daba al apacible patio de la abadía y lo cruzó sin demorarse. El cuerpo del monje todavía colgaba del cadalso. ¿Cómo se llamaba…? ¿Ibar? Era extraño que aquel monje hubiese matado y robado a un marinero en el mismo muelle el día después de la violación y el asesinato de Gormgilla.

De pronto, se detuvo en medio del patio al caer en la cuenta: el monje ejecutado era una de las dos personas de la abadía con quien Eadulf había intercambiado unas palabras la noche de su llegada.

Dio media vuelta y se apresuró por las escaleras que daban al pasillo húmedo y oscuro que conducía a la celda de Eadulf. El hermano Cett se había ido, y otro religioso ocupaba su lugar.

– ¿Qué queréis? -murmuró el hombre con rudeza desde la penumbra.

– En primer lugar, me gustaría que cuidarais los modales, hermano -respondió Fidelma, tajante-. En segundo lugar, desearía que abrierais la puerta de esta celda. Tengo autorización de la abadesa para entrar.

El hombre dio un paso atrás en la oscuridad, desconcertado.

– No tengo ninguna orden de… -objetó con hosquedad.

– Yo os estoy dando esa orden, hermano. Soy dálaigh. El hermano Cett no ha puesto reparos antes, cuando he subido con sor Étromma.

– ¿Sor Étromma? No me ha dicho nada. Ella y Cett han bajado al muelle.

El religioso sopesó la circunstancia, mientras Fidelma empezaba a impacientarse. Esperaba de aquel hombre una obstinada negativa a dejarla pasar. Sin embargo, éste se hizo a un lado casi a regañadientes y descorrió los cerrojos.

– Os avisaré cuando quiera salir -le informó Fidelma con alivio, entrando en la celda.

Eadulf levantó la vista, sorprendido.

– No esperaba veros tan pronto…

– Tengo que haceros unas preguntas más, Eadulf. Quiero saber algo más del hermano Ibar. Puede que no dispongamos de mucho tiempo, porque no saben que he vuelto a subir.

Eadulf se encogió de hombros.

– No hay mucho más que contar, Fidelma. Se sentó a mi lado en el refectorio para la cena, el mismo día que llegué. Nos dirigimos cuatro palabras. Y luego ya no volví a verle… bueno, hasta esta mañana, ahí abajo. -Señaló el patio con la cabeza.

– ¿De qué hablasteis?

Eadulf la miró con cara de extrañado.

– Sólo me preguntó de dónde era. Le respondí, y él me dijo que era del norte del reino, herrero de oficio. Estaba orgulloso de serlo, aunque lamentaba que la abadía sólo aprovechara su talento para forjar las cadenas de los animales. No estaba contento en la abadía desde la llegada de la abadesa Fainder. Recuerdo que comenté que muchas comunidades necesitaban animales para alimentarse y que cualquier tarea era buena para un peón. Él dijo que…

– ¿No hablasteis de nada más? ¿Sólo hablasteis de cosas generales? -Fidelma trató de no traslucir su decepción.

– Bueno, también me preguntó acerca de costumbres sajonas, pero ya está.

– ¿De costumbres sajonas? ¿Como cuáles?

– Me preguntó por qué los sajones tenían esclavos. Me pareció una pregunta curiosa.

– ¿Y nada más?

Eadulf negó con la cabeza.

– Daba la impresión de ser un hombre insatisfecho con las tareas que le encargaban. Parece que eso le preocupó hasta el final porque, de hecho, lo último que le oí decir fue «preguntad por los grilletes». Creo que para entonces ya había perdido la cabeza. Es un horror tener que afrontar algo como la horca…

Fidelma estaba tan decepcionada que no advirtió el titubeo de Eadulf. Había acariciado la esperanza de que el fallecido hermano Ibar hubiera comentado algo que pudiera conducirla hasta el hilo que desembrollara aquella intrincada maraña. Lo miró forzando una sonrisa.

– No importa. Os veré pronto.

Llamó a la puerta.

El hosco monje que la custodiaba debía de estar justo al otro lado, porque le abrió ipso facto y la dejó salir.

Capítulo VI

. Sor Fidelma estaba cruzando el patio de vuelta cuando sor Étromma la alcanzó.

– Os pedí que me esperarais en la apoteca -la amonestó, irritada-. Podríais haberos perdido: esta abadía no es una iglesuela de extramuros.

Fidelma no se molestó en explicarle que tenía facilidad para recordar cualquier camino de ida y vuelta si se lo habían mostrado antes. Como tampoco mencionó que, si bien la abadía era grande comparada con muchas otras de los cinco reinos, había visto monasterios y conventos mucho mayores en Armagh, Ehitby o Roma. Pero comentó:

– Me han dicho que habéis tenido que bajar al muelle.

La observación desconcertó a la administradora.

– ¿Quién os lo ha dicho?

Fidelma no quiso revelar que había ido a ver a Eadulf, así que esquivó la pregunta.

– Me disponía a ir a ver a la abadesa Fainder.

Quiero hacerle unas cuantas preguntas más. ¿Habéis encontrado a la novicia, sor Fial?

Sor Étromma parecía incómoda.

– No, no he conseguido dar con ella.

– ¿Cómo es posible? -preguntó Fidelma con exasperación.

– Nadie la ha visto últimamente.

– ¿Y exactamente a qué os referís con últimamente?

– Según parece, nadie la ha visto desde hace días. Todavía la estamos buscando.

Un peligroso destello cruzó los ojos de Fidelma.

– Antes de ver a la abadesa, desearía que me acompañarais a la hospedería; en concreto, a la parte donde se alojó el hermano Eadulf.

No tardaron en llegar. La hospedería no era grande, y sólo disponía de media docena de camas.

– ¿Qué cama ocupó el hermano Eadulf? -quiso saber Fidelma.

Sor Étromma señaló la cama alejada lejos de ellas, situada en un rincón del cuarto.

Fidelma fue hasta ella y se sentó en el borde. Echó una mirada bajo la cama, mas no halló nada.

– Naturalmente, otros huéspedes han dormido en esa cama después del sajón -explicó la administradora.

– Naturalmente. ¿Y han cambiado el colchón?

Sor Étromma parecía desconcertada por la pregunta.

– Los colchones se cambian siempre que es necesario hacerlo. No creo que lo hayan cambiado desde que durmiera el sajón. ¿Por qué lo preguntáis?

Fidelma tiró de las mantas para descubrir el colchón relleno de paja. Era el típico jergón. Se inclinó sobre él y empezó a apretarlo aquí y allá.

– ¿Qué estáis buscando? -quiso saber la rechtaire.

Fidelma no respondió.

Dio con algo duro entre la paja y se fijó en un agujero a un lado del jergón, donde la costura estaba descosida. Se sonrió. Conocía a Eadulf mejor de lo que él se conocía. Era un hombre prudente. La agitación de las últimas semanas le había hecho olvidar cuán cauto era su amigo.

Fidelma introdujo la mano entre la paja, y sus esbeltos dedos tocaron el bastón de madera. Junto a éste notó el delicado tacto del papel de vitela enrollado. Extrajo ambos objetos con rapidez y los sostuvo ante la mirada atónita de sor Étromma.

– Vos seréis testigo, hermana -dijo Fidelma, levantándose-. He aquí el bastón blanco de oficio que llevaba el hermano Eadulf con él como muestra de que es emisario oficial del rey de Cashel. Y he aquí una carta de puño y letra del rey, dirigida al arzobispo Teodoro de Canterbury. El hermano Eadulf los había puesto a buen recaudo en el colchón.

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