– Veamos, pues -dijo para sí-. Fial y la niña asesinada son novicias en la abadía. Fial dice que ha quedado en verse con ella aquí, en el muelle. Dejaremos a un lado el hecho de que era un momento inusual para un encuentro… a altas horas de la noche.
»Fial nos ha contado que llegó y vio que un hombre, al que ha identificado como el hermano Eadulf, estaba agrediendo a su amiga, y que a continuación se dirigió corriendo a la abadía. ¿Es correcto hasta el momento?
– Así es, según lo oí contar a la niña.
– Con todo, para poder esconderse detrás de los fardos (y entiendo que habéis señalado correctamente la posición que ocupaba), Fial debió de pasar junto a su amiga en el momento de la agresión. Sin embargo, su versión sólo tiene sentido si llegó antes que su amiga o después de ella (y permaneció escondida mientras agredían a Gormgilla).
Mel arrugó el entrecejo y se fijó mejor en la posición que Fidelma le estaba señalando, como si cayera en la cuenta por primera vez de lo que implicaba el relato de Fial.
– Estaba oscuro -aventuró-. ¿Podría ser que pasara por delante de su amiga y el agresor sin verlos?
Fidelma esbozó una sonrisa. No hacía falta decir nada para que Mel advirtiera lo inconsistente de su insinuación. Un momento después, Fidelma señaló la evidente anomalía de la versión.
– Hay un extrañísimo lapso de tiempo entre el momento en que se cometió y se presenció el asesinato y el momento en que la niña apareció. Hay que dar por sentado que el asesino huyó de la escena del crimen antes de que llegara la abadesa Fainder. Y ésta habría interceptado la única vía para llegar a las puertas de la abadía desde este muelle, ya que detuvo el caballo al final del mismo. ¿Estáis de acuerdo conmigo?
Mel asintió sin decir nada, siguiendo su razonamiento lógico.
– Así que Fial esperó tras esos fardos un buen rato. Presenció el asesinato; vio al asesino abandonar la escena del crimen… corriendo en dirección a la abadía, según su testimonio; vio llegar a la abadesa Fainder; os vio llegar a vos y os vio examinar el cuerpo; esperó a que la abadesa regresara a la abadía y a que llamarais a vuestro compañero. Y no apareció hasta ese momento. ¿Alguien llegó a preguntarle por qué esperó en la oscuridad y por qué tardó tanto en aparecer?
– En ese momento ni me lo planteé -confesó Mel-. Llevé el cuerpo a la abadía, y el otro guardia me acompañó con Fial. La abadesa Fainder había despertado al médico y a la administradora, sor Étromma. Ambos se hallaban presentes cuando interrogué a Fial. Entonces fue cuando identificó al hermano sajón como el hombre que había agredido y matado a su amiga. Fial quedó a cargo de una hermana mientras nosotros…
– ¿Nosotros? -preguntó Fidelma.
– La madre abadesa, sor Étromma, un monje llamado Cett y mi compañero…
– No estaría de más que dierais nombre a ese compañero.
– Se llamaba Daig.
– ¿Se llamaba? -Fidelma reparó en la flexión del verbo.
– Se ahogó en el río a los pocos días de acontecer lo ocurrido.
– Parece que en este caso los testigos tienen tendencia a desaparecer o a morir -observó Fidelma con sequedad.
– Sor Étromma nos llevó a la hospedería, donde estaba el monje sajón fingiendo estar dormido.
– ¿Que fingía decís? -preguntó con severidad-. ¿Cómo podéis estar tan seguro de que fingía?
– ¿Cómo iba a ser de otro modo si acababa de cometer un asesinato en el muelle?
– Si es que había estado en el muelle y si es que había matado a alguien -reformuló Fidelma, subrayando el valor hipotético de la frase-. ¿O acaso no cabe la posibilidad de que él no hubiera cometido el asesinato y que estuviera durmiendo de verdad?
– ¡Pero Fial lo identificó!
– Buena parte de los hechos dependen de lo que Fial vio, ¿no es así? Bien. Decíais que hallasteis al sajón en la cama del dormitorio…
– Así es. El hermano Cett se encargó de despertarlo. A la luz del farol vimos que tenía la ropa manchada de sangre y un trozo de tela. Luego se descubrió que era un trozo del hábito de Gormgilla. Éste también presentaba manchas de sangre. -El rostro de Mel se iluminó-. Eso demuestra que lo que dijo su amiga Fial es verdad, ¿cómo si no iba a haberse manchado la ropa el sajón y cómo tenía en su posesión el trozo de tela rasgada?
– ¿Cómo si no? Vos lo habéis dicho -masculló Fidelma retóricamente-. ¿Interrogasteis al hermano Eadulf?
Mel negó moviendo la cabeza.
– En ese momento la abadesa Fainder dijo que se encargaría de la situación por tratarse de un asunto que concernía a la abadía, y me pidió que ayudara al hermano Cett a llevar al sajón a una celda del edificio. Así lo hicimos, e inmediatamente llamaron al brehon y obispo Forbassach. Es cuanto sé de lo ocurrido… hasta que me citaron para declarar en el juicio, claro.
– ¿Y el juicio os satisfizo por completo?
– No os comprendo.
– ¿No opináis que los hechos, según los habéis narrado, son contradictorios y suscitan preguntas?
Mel tanteó el comentario.
– A mí no me correspondía opinar nada una vez las autoridades se hicieron cargo de todo -dijo al fin-. Si había alguna pregunta que hacer o algún error que señalar, era cosa del brehon y obispo Forbassach.
– ¿Y Forbassach no hizo preguntas?
Mel iba a decir algo cuando de pronto frunció el entrecejo, desplazando la vista sobre el hombro de Fidelma. Ésta se volvió hacia atrás con presteza para averiguar qué había llamado la atención del capitán de la guardia. No le resultó difícil reconocer la figura de la abadesa Fainder a pesar del largo hábito negro, a lomos de un caballo robusto; se acercaba a medio galope por el camino paralelo al muro de la abadía, tras acabar de salir, al parecer, por las puertas de la misma.
Fidelma hizo una mueca de irritación.
– Precisamente quería hablar con ella ahora. ¡Qué fastidio de mujer! ¡El tiempo apremia! Supongo que se dirige a ver el barco hundido.
Mel miró al cielo para consultar la posición del sol.
– La abadesa Fainder suele salir a cabalgar a esta hora -observó, y preguntó enseguida con perplejidad-: ¿Que se ha hundido un barco, decís? ¿De qué estáis hablando?
Fidelma no prestó atención a la pregunta porque estaba pensando en lo extraño que era que la abadesa tuviera por costumbre salir de su abadía a diario para dar un paseo a caballo. Los miembros de una orden religiosa solían renunciar a los caballos en virtud de los votos de pobreza, sobre todo como medio de transporte, a menos que gozaran de determinada categoría social. La posición de Fidelma como dálaigh con categoría de anruth le permitía tener el privilegio de viajar a caballo, algo que por ser monja se le habría vedado.
– ¿Adónde va todos los días a estas horas?
Mel hizo oídos sordos a la pregunta y repitió:
– ¿Qué barco se ha hundido? ¿A qué os referís?
Fidelma le habló del recado que habían llevado a sor Étromma y de cómo ésta había corrido hacia el lugar del accidente para prestar su ayuda. Mel se puso serio, lo cual le extrañó, y se excusó atropelladamente por tener que marcharse.
– Disculpadme, hermana. Debería ir y ver qué ha sucedido. Parte de mi obligación consiste en estar bien informado de estos sucesos. El barco podría estar obstaculizando el paso de otros navíos. Disculpadme.
Dio media vuelta y arrancó a andar con prisa por la orilla en la dirección que habían tomado sor Étromma y el otro monje, así como la abadesa Fainder.
Fidelma no quiso perder más tiempo haciendo conjeturas sobre qué preocupaciones asaltaban a los religiosos; prefirió quedarse en el muelle. Miró a su alrededor para examinar con cuidado la escena y luego dio un leve suspiro. Le pareció que allí ya no descubriría más secretos, y decidió volver a la posada.
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