Sor Étromma descorrió los cerrojos de metal que atrancaban la puerta de la celda.
– Llamadme cuando queráis salir. El hermano Cett o yo estaremos pendientes.
Abrió la puerta, y Fidelma entró en la celda; permaneció de pie unos instantes, parpadeando por el rayo de luz que entraba por la ventana de barrotes de la pared de enfrente, y una voz asustada exclamó:
– ¡Fidelma! ¿Sois vos de verdad?
Mientras cerraban la puerta y corrían los cerrojos, Fidelma avanzó hasta el centro del reducido espacio y extendió las manos hacia Eadulf, que enseguida se levantó del banco en el que estaba sentado. La tomó de las manos, y quedaron mirándose unos instantes; no fueron necesarias las palabras, pues sus ojos ya expresaban el desasosiego y la preocupación del uno por el otro.
Eadulf aparecía demacrado. No le habían permitido afeitarse a diario, y una barba de varios días le cubría las mejillas y el mentón. Sus rizos castaños estaban enmarañados; llevaba el hábito sucio y además olía mal. Al ver la consternación de su amiga por su aspecto lamentable, sonrió y dijo para disculparse:
– Me temo que la hospitalidad no es el fuerte de esta casa, Fidelma. La buena abadesa no es partidaria de malgastar agua y jabón con alguien a quien le queda poco tiempo en este valle de lágrimas. -Calló un momento-. Pero me alegra tanto poder veros otra vez antes de partir.
Fidelma emitió un sonido inarticulado que podría haber sido un leve sollozo. Trató de disimular sus sentimientos con una mueca.
– A pesar de todo, ¿estáis bien, Eadulf? ¿No os han tratado mal?
– Digamos que me trataron con mano dura… al principio -confesó Eadulf a media voz-. Dada la naturaleza del crimen del que se me acusa, los ánimos pueden llegar a caldearse. La novicia a la que violaron y mataron era una niña. Bueno, ¿y cómo estáis vos, Fidelma? Creía que estabais de peregrinaje en Iberia, en el sepulcro de Santiago.
Fidelma movió la mano para restar importancia al viaje.
– Volví en cuanto me enteré de lo ocurrido. Estoy aquí para ser tu abogada defensora.
Eadulf la miró con una sonrisa radiante, pero luego decayó y se puso serio.
– ¿No os han dicho acaso que todo está decidido? El supuesto juicio fue muy breve y mañana me han convocado en ese patio de ahí -anunció, señalando la ventana con la cabeza-. ¿Habéis visto la horca?
– Sí, ya me lo han dicho -respondió Fidelma.
Miró alrededor y decidió sentarse en el banco del que él se había levantado. Eadulf se sentó en la cama.
– Olvido mis modales en este lugar, Fidelma. Debiera haberos invitado a tomar asiento. -Trató de parecer gracioso, pero su voz sonó apagada y decaída.
Fidelma se echó hacia atrás, entrelazó las manos sobre el regazo y miró inquisitivamente a Eadulf.
– ¿Habéis cometido el acto del que se os acusa? -preguntó de súbito.
Eadulf no parpadeó al responder.
– ¡ Deus miseratur, claro que no! Tenéis mi palabra, aunque me temo que carece de valor en este asunto.
Fidelma asintió moviendo ligeramente la cabeza: Eadulf le había dado su palabra y ella la aceptaba.
– Contadme lo que sucedió. La última vez que os vi fue al irme de Cashel para tomar el barco de peregrinos a Iberia. Empezad por ahí.
Eadulf guardó silencio unos momentos, poniendo en orden sus pensamientos.
– No es nada complicado. Decidí hacer como me aconsejasteis, y regresar a Canterbury con el arzobispo Teodoro. Hace un año que me marché de allí. Y ya no tenía razones para quedarme en Cashel.
Hizo una pausa, pero Fidelma, aunque cambió un poco de posición, no hizo ningún comentario.
– Vuestro hermano me dio mensajes para Teodoro y los reyes sajones.
– ¿Mensajes orales o escritos? -preguntó Fidelma.
– Un mensaje para Teodoro era por escrito. Los demás, para los reyes, eran orales, meros saludos y expresiones de amistad.
– ¿Dónde está el mensaje escrito?
– La abadesa confiscó mis pertenencias personales.
Fidelma reflexionó un momento y le preguntó:
– ¿Llevabais algo que os identificara como techtaire?
Eadulf conocía la palabra y sonrió.
– Vuestro hermano me dio un bastón blanco de oficio. Ahora que lo pienso, saqué el bastón y la carta de mi bolsa de viaje, y los escondí bajo la cama de la hospedería.
– Así que a estas alturas ya los habrán sacado de allí y estarán guardados con tus pertenencias.
– Supongo que sí. Vuestro hermano me ofreció un buen caballo. Sin embargo, como no sabía cómo ni cuándo tendría ocasión de devolverle el gesto de cortesía, acepté un sitio libre en el carro de un mercader que se dirigía hacia Fearna. Sabía que desde aquí podría comprar un pasaje para una barcaza que me llevara río abajo hasta el mar, donde pensaba buscar un barco mercante sajón para volver a mi país. El viaje hasta aquí transcurrió sin incidentes.
Hizo una pausa para ordenar la secuencia de acontecimientos antes de reanudar el relato.
– Llegué a la abadía al atardecer y, naturalmente, pedí alojamiento para pasar la noche con la idea de tomar algún barco a la mañana siguiente. Hablé con la rechtaire, sor Étromma, que me preguntó qué me traía por aquí. Le conté que iba de regreso a Canterbury. Me pareció que estaba de más mencionar que era portador de un mensaje para el arzobispo. Me ofreció una cama en la hospedería. Yo era el único que se alojaba allí esa noche. Asistí a las oraciones, cené y me fui a la cama. Oh, y sor Étromma me presentó a la abadesa Fainder, pero la abadesa tenía la cabeza en otra parte…, o simplemente no le gustan los sajones. Lo cierto es que no me hizo mucho caso.
– ¿Y luego?
– Debía de ser de madrugada, puede que una hora antes de las primeras luces. Dormía profundamente, cuando me despertaron sacándome de la cama. Todo eran gritos, golpes y puñetazos. No entendía qué pasaba. Me arrastraron hasta esta celda y me encerraron…
Fidelma se inclinó con interés.
– ¿Alguien os explicó qué había pasado? ¿Alguien os acusó de algo u os dijo por qué os estaban sacando de la cama a aquellas horas?
– Nadie me dio ninguna explicación. Se limitaron a pegarme y a insultarme.
– ¿Cuándo fue la primera vez que supisteis de qué os habían acusado?
– Poco después. Hacia el mediodía, un tipo grandullón (el hermano Cett) entró en la celda. Exigí que me explicara qué pasaba; casi al momento entró la abadesa Fainder con una niña. Iba vestida con la ropa de las novicias, pero parecía muy joven.
– ¿Y luego qué?
– La niña se limitó a señalarme sin decir nada, y se la llevaron.
– ¿Y no dijo nada? ¿Nada en absoluto? -insistió Fidelma.
– No. Sólo me señaló con el dedo -repitió Eadulf-. Luego salió la abadesa. Nadie dijo nada en ningún momento. Entonces el hermano Cett se retiró y cerró la puerta con cerrojo.
– ¿Cuándo os informaron exactamente del crimen del cual se os acusaba?
– No se me dijo hasta dos días después.
– ¿Os dejaron encerrado aquí sin deciros nada durante dos días? -Fidelma subió el tono, enfadada.
Eadulf la miró con una sonrisa compungida y añadió:
– Y sin agua ni comida. Ya os he dicho que la hospitalidad no es el fuerte de esta abadía.
Fidelma lo miró con consternación.
– ¿Cómo?
– Dos días después, el hermano Cett volvió a entrar y permitió que me lavara y comiera algo. Una hora después, un hombre alto de aspecto cadavérico y voz crispada vino y me dijo que era el brehon del rey.
– ¡El obispo Forbassach!
– El mismo, el obispo Forbassach. ¿Le conocéis?
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