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Peter Tremayne: Un acto de misericordia

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Peter Tremayne Un acto de misericordia

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A finales del otoño del año 666, sor Fidelma emprende viaje con destino a la península Ibérica, en esta ocasión sin la compañía de su inseparable amigo sajón Eadulf, pero no se trata de un viaje de placer, sino de una peregrinación en compañía de un heterogéneo grupo de fieles durante el que confía en poner en claro sus ideas. Sin embargo, al llegar al barco se producen algunos encuentros un poco comprometidos que la turbarán, y una nave no es el mejor sitio donde conseguir un poco de intimidad y sosiego. Por si fuera poco, el tiempo no acompaña en absoluto, y durante la primera noche de travesía desaparece uno de los peregrinos. El hallazgo de una toga ensangrentada no hace sino plantear nuevos enigmas: ¿acaso alguien mató al peregrino y luego lanzó su cadáver por la borda? Y, en tal caso, ¿por qué? Y ¿quién?

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En cuanto llegó al patio de la posada, paró el carro. A aquella hora el pueblo era un hervidero de actividad: los pescadores acudían a sus barcas; los marineros, reponiéndose de la noche de borrachera y juerga en tierra, se desperezaban de camino a sus respectivos barcos, mientras los jornaleros partían a labrar los campos.

Cuando el rechoncho posadero entró en la posada, Menma, su ayudante, un muchacho de rasgos adustos, estaba barriendo la sala principal. Colla miró a su alrededor con aprobación al ver que Menma ya había limpiado las mesas donde habían desayunado los huéspedes antes de partir.

– ¿Has hecho ya las habitaciones? -le preguntó mientras se disponía a servirse una jarra de aguamiel para refrescarse del trayecto.

Con resquemor, Menma respondió con una negativa moviendo la cabeza.

– Acabo de recoger los platos del desayuno. Ah, y ha pasado ese mercader galo preguntando por vos. Ha dicho que regresará hacia mediodía con un par de hombres para estibar la carga en el barco.

Colla asintió distraídamente, tomándose a sorbos el aguamiel. Acto seguido dejó la jarra sobre la mesa con un suspiro de fastidio.

– Entonces será mejor que me ponga con las habitaciones antes de que lleguen huéspedes. ¿Los peregrinos se han marchado sin ningún percance?

Menma pensó antes de responder:

– ¿Los peregrinos? Creo que sí.

– ¿Sólo crees que sí? -repitió Colla con sorna-. Buen posadero estás hecho, si no sabes si tus huéspedes se han marchado.

El joven hizo oídos sordos al sarcasmo de su patrón.

– Había otros muchos huéspedes exigiendo comida, y sólo estaba yo para servirles -protestó con resentimiento, pero añadió-: El monje y la monja que llegaron anoche después de la comida… esos dos han partido antes de las primeras luces. Yo ni siquiera estaba levantado. Han dejado dinero ahí, sobre la mesa. Vos, que habéis salido pronto, los habréis visto.

Colla movió la cabeza.

– Sólo me he cruzado en el camino con un grupo de peregrinos que se dirigían al muelle; venían de la abadía. Bueno, al poco rato me he cruzado con una monja que venía de la misma dirección. Quizá les hacía ilusión llegar pronto al muelle. -Se encogió de hombros con indiferencia-. Mientras hayan pagado. De una docena de huéspedes, sólo había otro más aparte de esos dos que han embarcado en el Barnacla Cariblanca esta mañana… esa joven religiosa que llegó tan tarde. ¿Sabes si se ha levantado para partir con la marea?

– No la recuerdo. Pero si no está en la posada, se habrá ido con el barco o a otro lugar -dijo con indiferencia-. No tengo más que dos ojos y dos manos.

Colla apretó los labios con enfado. Si Menma no hubiera sido el hijo de su hermana, le habría calentado las orejas. Se estaba convirtiendo en un muchacho perezoso y protestón. Colla tenía la impresión de que para Menma el trabajo en la posada era una labor indigna.

– Muy bien -respondió Colla reprimiendo el enfado-. Empezaré a limpiar las habitaciones. Avísame cuando regrese el mercader galo.

Subió por la escalera de madera que llevaba a la planta superior, donde estaban las habitaciones. Eran muy completas: había una grande en la que podían alojarse a un precio reducido una docena de huéspedes o más, y otras seis para quienes pudieran corresponder con mayor generosidad al posadero. La noche anterior había llenado la habitación común, en buena parte de marineros galos borrachos que no habían podido volver a su barco mercante en los botes a causa del exceso de comida y alcohol. Cinco de los cuartos restantes se habían ocupado: tres huéspedes habían estado tratando con mercaderes y, por otra parte, estaban los religiosos que, por el motivo que fuere, habían declinado la hospitalidad de la abadía, cosa nada inusual.

Colla no había visto al joven monje y la joven hermana que, según le había dicho Menma, habían llegado sin equipaje, tras la comida principal. No habían pedido siquiera algo de comer y habían cogido una habitación individual. En cambio recordaba al tercer huésped de la noche -una joven religiosa- por la hora avanzada que era y por lo agitada que parecía. Había estado un rato por fuera, como aguardando a alguien; al final se había decidido a inquirir a Colla si alguien había preguntado por ella. En vano trató de recordar el nombre de la joven. Le sugirió que acaso estaría más cómoda en el claustro de la abadía, pero insistió en tomar una habitación alegando que era ya noche cerrada para aventurarse colina arriba y dormir en la abadía. También había dicho a Colla que debía levantarse temprano para reunirse con otros religiosos y embarcarse en un barco de peregrinos. Puesto que el Barnacla Cariblanca de Murchad era el único que zarparía con la marea matutina, supuso que la joven no podía referirse a otro. Por tanto, había ordenado a Menma que despertara a la muchacha con tiempo. Y es que el posadero se tomaba muy en serio la responsabilidad de mirar por el bienestar de los huéspedes.

Colla se detuvo un momento en el rellano al final de la escalera para reunir el ánimo necesario para emprender la tarea. Detestaba limpiar. Era lo peor de llevar una posada. Al no estar casado y no tener hijos, había acogido al hijo de su hermana pensando que lo aligeraría de trabajo, pero el chico empezaba a ser una carga.

Escoba en mano, abrió la puerta de la habitación común con una mueca de asco al golpearle la vaharada de vino rancio, sudor agrio y demás hedores que flotaban entre el desorden y la confusión de las camas deshechas. Ahuyentado, tomó la opción más fácil de arreglar los cuartos individuales. Sería más sencillo limpiarlos primero, y ya volvería luego para organizar aquel caos general.

Todas las puertas de las habitaciones estaban abiertas de par en par, salvo una, al final, la misma en la que había instalado a la muchacha que llegó a última hora del día anterior. Colla se consideraba buen conocedor del carácter humano. Supuso que aquella joven sería una persona maniática, de las que ordenan la habitación y dejan la puerta cerrada al marcharse. Sonrió de satisfacción ante su perspicacia y se prometió regalarse una bebida si acertaba. Solía jugar a aquello, como si necesitara una excusa para consumir sus propias existencias. Luego, a falta de más distracciones, mal que le pesara se puso manos a la obra.

Cuando se dio cuenta, estaba limpiando las habitaciones con agilidad, pero con un esmero que discordaba con los rápidos movimientos con que ordenaba. Pensaba en lo mucho que estaba adelantando, cuando llegó a la quinta habitación, la que había ocupado la joven pareja de religiosos. Al entrar la encontró en un estado casi prístino, con la cama hecha de manera impecable. Habría deseado que todos los huéspedes fueran igual de limpios y ordenados. Se estaba congratulando por el poco trabajo que allí tenía cuando se fijó en algo en el suelo. Era una mancha oscura, como si hubieran pisado algo, pero no desprendía el mal olor de excrementos. Con cuidado, Colla se inclinó y le dio unos toquecitos con el dedo. Todavía estaba húmedo, pero no se le pegó nada en la mano.

Para asegurarse miró alrededor de la habitación. Confirmó la primera impresión: estaba bastante limpia y ordenada. Volvió a bajar la vista sobre la única mancha que había, extrañado.

Al reflexionar después, sin saber muy bien por qué, salió del cuarto sin limpiarlo. Al hacerlo vio otra mancha en el suelo, frente a la entrada de la sexta habitación. Vaciló un instante, llamó a la puerta y levantó el pestillo para abrirla.

El cuarto estaba en penumbra porque aún no habían retirado la cortina que cubría la ventana, pero había luz suficiente para vislumbrar a una persona echada en la cama.

Colla carraspeó y avisó con nerviosidad:

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