– No sabe cuánto lo siento -repetía Gideon-. No sabe cuánto lo siento.
– No es nada. Podría haberle pasado a cualquiera -dijo secamente Van Rensselaer, contemplando el desorden de papeles empapados en café, pero enseguida se repuso y añadió-: La verdad es que nos gustaría poder entrevistarnos con Tyler lo antes posible. ¿Quiere que fijemos un día ahora mismo?
– No se preocupe, yo lo llamaré -repuso Gideon-. Puede quedarse la carpeta. Se nos hace tarde y tenemos que marcharnos.
***
Minutos más tarde, estaban de nuevo en el coche, cruzando la verja de hierro. Orchid no podía parar de reír.
– Eres realmente gracioso. La cara del tío ese ha sido increíble. Cuando nos vio pensó que éramos espantosos. Conozco a los tipos como él, son los que siempre quieren que se la chupes porque a sus mujeres no les gusta recibir un…
– Vale, vale -repuso Gideon, intentando reconducir la conversación por otros derroteros-. Estaba claro que quería salvar al pobre Tyler de nuestras garras.
– Bueno, ¿y ahora puedes decirme cuál era el objetivo de esta comedia? Y, por favor, no me vengas más con el cuento ese del Método.
La lista de alumnos de segundo y la de asistencia el siete de junio se encontraban a buen recaudo en el bolsillo de Gideon y, entre las dos, sería fácil deducir qué alumno asiático había faltado a clase el día siguiente al aterrizaje de Wu en el JFK. Gideon estaba convencido de que ningún niño que estuviera en la sala de espera de un aeropuerto pasada la medianoche iría al colegio al día siguiente.
– Te doy mi palabra de honor: todo es cosa del Método. Y tú que eres una verdadera estrella -respondió Gideon.
– ¡Solo quiero que me expliques de qué va todo esto! -exclamó Orchid cuando doblaron la esquina de la Cincuenta y uno con Park.
Gideon caminaba deprisa. Había estado eludiendo sus preguntas durante todo el camino de regreso, intentando concentrarse en su siguiente movimiento, pero ella se estaba poniendo cada vez más nerviosa con sus evasivas.
Orchid avivó el paso para mantenerse a su altura.
– ¡Maldita sea! ¿Es que no piensas hablar conmigo o qué?
– Mira -contestó Gideon con un suspiro-, estoy cansado de ir por ahí soltando mentiras, especialmente a ti.
– Pues entonces ¡dime la verdad!
– Es peligroso.
Cuando cruzaron la verja de Saint Bart's Park, Gideon oyó la melodía de un blues que tocaba un músico callejero. Los débiles acordes de una guitarra llegaron hasta él por encima del ruido del tráfico. Cogió a Orchid del brazo.
– Espera un momento…
– No puedes dejarme al margen…
Gideon le dio un apretón en el brazo, y ella guardó silencio.
– Simplemente disimula y no digas nada -le susurró mientras seguía prestando atención al canturreo ronco.
In my time of dyin'
Don't want nobody to mourn
(Cuando me llegue la hora de morir
No quiero que nadie me llore)
– ¿Qué pasa? -quiso saber Orchid.
Gideon le respondió con otro apretón. Se dio la vuelta y fingió hablar por el móvil y de ese modo tener una excusa para permanecer allí, de pie y escuchando.
All I want for you to do
Is to take my body home
(Lo único que quiero que hagas
Es que lleves mi cuerpo a casa)
Gideon reconoció que se trataba de «In My Time of Dyin'», una canción de Blind Willie, y experimentó una sensación de déjà vu mientras rebuscaba en su memoria dónde había oído el mismo slide de guitarra.
«Guitarra bottleneck .»
Había sido en la avenida C y no se había tratado de una guitarra, sino de un mendigo que tarareaba la misma vieja canción. Acababa de salir del restaurante. Revivió la escena, con su calle oscura y el mendigo sentado en un portal, tarareando, solo tarareando.
Well, well, well so I can die easy
Well, well, well
Well, well, well so I can die easy
(Bien, bien, bien, así puedo morir tranquilo
Bien, bien, bien
Bien, bien, bien, así puedo morir tranquilo)
Escuchó con atención. Aquel tipo era bueno. Más que bueno. No se adornaba técnicamente ni era exagerado, sino que tocaba lenta y tranquilamente, tal como había que interpretar un auténtico blues del Delta. Sin embargo, a medida que escuchaba, Gideon se dio cuenta de que la letra era diferente de la versión que él conocía, una que no le resultaba familiar.
Jesus gonna make up
Jesus gonna make up
Jesus gonna make up my dyin' bed
(Jesús va a preparar
Jesús va a preparar
Jesús va a preparar mi lecho de muerte)
La revelación fue como un mazazo. Disimuló su sorpresa, cerró el móvil y, sin soltar a Orchid, la apremió hacia la marquesina del Waldorf. Tan pronto como entraron, avivó el paso, empujándola a través del vestíbulo, y dejaron atrás la gigantesca urna de flores en dirección a Peacock Alley.
– ¡Eh!, ¿qué demonios…?
Pasaron junto al maître, apartaron las cartas que les ofrecía, atravesaron el restaurante hasta la parte del fondo y cruzaron las puertas batientes que daban a las cocinas.
– ¿Adónde van? -preguntó la voz del maître por encima del ruido de platos-. ¡No pueden entrar…!
Pero Gideon ya corría hacia la parte trasera de la cocina. Empujó otra doble puerta y salió al pasillo donde estaban las grandes cámaras frigoríficas.
– ¡Vuelvan…! -oyó que decía la distante voz del maître-. ¡Que alguien llame a seguridad!
Gideon giró bruscamente, abrió otra puerta y llegó al final de una plataforma de descarga. Siguió adelante, con Orchid, furiosa, pisándole los talones, bajaron los peldaños y corrieron por el estrecho callejón que daba a la calle Cincuenta. Sin soltarla, cruzó la calle entre bocinazos, corrió dos manzanas, entró en el restaurante Four Seasons, subió al comedor con piscina y entraron en la cocina.
– ¿Otra vez? -gritó Orchid.
Corrieron entre voces y protestas y salieron a Lexington Avenue, justo enfrente de la parada del metro de la calle Cincuenta y uno. Cruzaron la calle a toda prisa y bajaron la escalera. Gideon pasó dos veces su tarjeta por el lector de acceso y llegaron al andén justo cuando llegaba un tren con destino a la parte alta de la ciudad. Los dos entraron corriendo en el vagón, y las puertas se cerraron.
– ¿Se puede saber qué diablos pasa? -protestó Orchid, recobrando el aliento.
Gideon se dejó caer en el asiento mientras su mente funcionaba a toda prisa. Había oído aquella misma voz canturreando en la Avenida C, la noche anterior, y había vuelto a escucharla hacía unos minutos, la misma versión de una canción de Blind Willie que solo se había editado en vinilo en Europa y Extremo Oriente.
«Si nosotros hemos podido encontrarlo, también puede hacerlo Nodding Crane», había dicho Garza. Al parecer ya lo había conseguido.
Respiró hondo y contempló el vagón. Sin duda era imposible que Nodding Crane los hubiera seguido hasta allí.
– Lo siento -le dijo a Orchid, cogiéndole la mano.
– Oye, empiezo a estar harta de tus excentricidades.
– Lo sé, lo sé -repuso, dándole una palmada-. No he sido justo contigo. Mira, te he metido en algo que está resultando ser mucho más peligroso de lo que había previsto. He sido un verdadero idiota. Ahora necesito que vuelvas a tu casa y no te muevas demasiado. Me pondré en contacto contigo cuando todo esto haya terminado.
– ¡Ni hablar! -gritó, haciendo que la gente se volviera para mirarlos-. ¡No vas a dejarme plantada otra vez!
– Te prometo que te llamaré. Te lo prometo.
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