Joseph Gelinek - El Violín Del Diablo

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La concertista española de violín Ane Larrazábal aparece estrangulada en el Auditorio Nacional de Madrid después de haber interpretado el Capriccio nº 24 de Paganini, la que se dice es la obra más difícil jamás compuesta para violín.
El asesino ha dejado escrita en su pecho, con sangre de la propia víctima, la palabra iblis, que signifca diablo en árabe. Su valioso instrumento, un Stradivarius que tiene tallada en la voluta la cabeza de un demonio, ha desaparecido. El jefe superior de Policía asigna el caso a Raúl Perdomo, uno de los investigadores más hábiles del cuerpo. Perdomo es muy crítico con los fenómenos paranormales, pero cuando empieza a sufrir extrañas y estremecedoras visiones que no logra explicarse, decide recurrir a los servicios de una parapsicóloga. Su intervención será clave para descubrir la identidad del asesino.
Una novela basada en hechos reales.
Una trama policíaca repleta de tensión y mucha información interesante sobre Paganini, Stradivarius, los Luthiers y el Diablo. Una reflexión acerca de la figura del demonio y del pacto satánico, que ha inspirado obras literarias de la talla del Fausto de Goethe o del Dr. Faustus de Thomas Mann. Un thriller policíaco que plantea la existencia de los objetos malditos, capaces de atraer las desgracias más funestas hacia sus propietarios.

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– ¿En qué estás pensando exactamente? -preguntó Natalia con la voz algo turbada, como si presintiera que la respuesta no le iba a gustar.

Lupot les contó que Ane Larrazábal presumía de que su Stradivarius había pertenecido a Paganini y que éste había fallecido en su mansión de Niza sin haber recibido la confesión.

– No tengo idea de qué ocurrió en aquella casa, la noche del 27 de mayo de 1840, pero os aseguro que no me hubiera gustado estar allí.

– A mí sí -saltó Roberto-. Siempre me han gustado las emociones fuertes.

– Si alguien robó el violín de la casa de Paganini -terció Natalia-, ésa podría ser la manera en que comenzó la maldición.

– O tal vez ese Stradivarius sea el que dicen que Paganini encordó con los intestinos de una mujer a la que él mismo había asesinado -añadió Roberto-. Sea como fuere, no es normal que, por su causa, hayan muerto ya dos violinistas. Ane te dijo que su abuelo había adquirido el violín en Lisboa en 1949, que es el año en que se estrelló en las Azores el avión de Neveu. Tiene que ser el mismo violín.

– Es posible -concedió Lupot-. Pero yo lo tuve un par de semanas en el taller y no me pasó nada. ¡Espera un momento! ¡No es cierto! La persona que, después de mí, más en contacto estuvo con el violín fue Étienne, mi ayudante; se fracturó una pierna en esos días. Y además fue una caída inexplicable dentro del taller.

– ¿Lo ves? Dos semanas y el violín empezó a ocasionar problemas -acotó Roberto.

– ¿Y a ti, Arsène? ¿No te ha ocurrido nada? -dijo Natalia.

Al luthier no le gustó la pregunta:

– ¿A mí? ¿Qué habría de ocurrirme? Yo creo que este tipo de maldiciones sólo te afectan si de verdad crees en ellas. Ya sabéis el viejo adagio: si una situación es definida como real, esa situación tiene efectos reales. Pero yo soy un escéptico.

El tema sobrenatural parecía haberse agotado, así que el francés se interesó por la investigación criminal del caso Larrazábal.

– El juez ha decretado secreto del sumario y aún no ha filtrado nada a la prensa -le informó su amigo-. Respecto a la noche del concierto, he de decirte, querido Arsène, que Natalia y yo estábamos en la primera fila de un entresuelo lateral, justo encima del escenario, y que a unas cinco butacas de distancia, un poco más alejada de la orquesta, había una japonesa que Natalia sostiene que era Suntori.

– No estoy segura del todo, porque iba muy tapada -aclaró su esposa-, pero tenía que ser ella por fuerza; su actitud no era normal. Se pasó todo el concierto con los codos apoyados sobre la barandilla del entresuelo, escrutando a Ane Larrazábal a través de unos prismáticos.

– Probablemente estaría estudiando la digitación, para copiar su técnica -le explicó Lupot-. Y apuesto lo que queráis a que Ane se dio cuenta de que estaba siendo espiada por la japonesa.

– ¿Por qué dices eso? -preguntó el matrimonio a dúo.

– ¿No me contasteis que a Ane se le escapó el violín en el Capricho n.° 24 ? Eso no es fácil que ocurra, a menos que cometas la insensatez, como hice yo una vez, de tocar con el metrónomo en la mano, o de que algo te sobresalte de tal manera que te haga perder el control durante un instante. No es descabellado aventurar que, si Ane Larrazábal se dio cuenta durante el pasaje más difícil del Capricho de que su más temida rival estaba escudriñando hasta el más pequeño de sus movimientos para tratar de apoderarse de los secretos de su técnica, el susto fuera mayúsculo. Suntori vive en San Francisco, y encontrártela de pronto en Madrid, revoloteando por encima de tu cabeza, con unos prismáticos clavados en tu persona, podría provocar una crisis nerviosa hasta en la mujer más equilibrada. Ya sabéis lo «paganiniana» que era Larrazábal, y Paganini era enfermizamente celoso de su técnica. No afinaba en público y cuando ensayaba con la orquesta no tocaba su parte entera, para evitar que le plagiaran. Sus conciertos para violín llegaron a publicarse ¡sin la parte de violín!, para fastidiar a sus rivales.

– ¿Y si vino para algo más que para echarle el mal de ojo? -dijo Natalia-. Suntori no está contenta con su Guarneri y lleva años intentando hacerse con un Stradivarius, pero no sale ninguno a la venta.

– ¿Crees que la mató para robarle el violín? -preguntó Roberto.

– Para eso, o simplemente porque estaba harta de que Ane le hiciera sombra.

– Lo cierto es que, técnicamente, Suntori pudo hacerlo -admitió Roberto-. Según la prensa, el estrangulamiento se produjo durante el intermedio. ¿Tuvimos localizada en todo momento a la japonesa durante el descanso?

– No -dijo Natalia con preocupación, como si se estuviera sintiendo culpable por no haber ejercido una labor de vigilancia que podría haber evitado la consumación del delito-. Y lo que resulta aún más sospechoso es que, cuando regresamos a nuestras localidades para escuchar la segunda parte del concierto, Suntori ya no estaba.

Los tres amigos habían dado buena cuenta ya de la carne y de las patatas que les habían servido como guarnición y en aquel momento, a instancias del camarero, se debatían sobre si procedía tomar postre y, en tal caso, cuál pedir. Natalia decidió compartir unos profiteroles al oporto con Arsène, y Roberto, al que hubo que frenar para que no pidiese otro plato de carne como postre, prefirió conformarse con un café solo.

Terminados los postres, el camarero se acercó a recoger los platos y les ofreció un licor de hierbas, que los tres aceptaron de buen grado. Cuando Natalia advirtió que pretendía retirar una botellita de aceite que había estado en la mesa desde el principio, le rogó que no se la llevara.

– Luego os contaré para qué la necesito -les dijo con aire misterioso a sus amigos.

– Estamos ya en la sobremesa -dijo Roberto dirigiéndose al francés- y todavía no hemos decidido si vamos a acudir a la policía para contarle lo que sabemos.

Lupot apuró el vaso de licor y emitió un ligero chasquido de satisfacción con los labios antes de hablar.

– ¿Ir a la policía? Yo al menos, lo tengo que pensar. No quiero hacer el ridículo, ni que me tomen por un loco. Porque, ¿qué podría contarles?

– Hechos, Arsène, hechos -exclamó Roberto-. En primer lugar, que sospechamos que el violín de Ane es robado, porque tu amigo Bernardel lo reconoció por televisión y dijo que era el violín de Neveu. En segundo lugar, que Ane te encargó modificar el aspecto del violín con esa talla, tal vez porque se había enterado de que el instrumento había sido localizado. Y Natalia y yo, que por supuesto iremos contigo, informaremos a la policía de que la más directa rival de Ane, Suntori Goto, estaba entre el público. A lo mejor no sirve para nada, pero ¿no dicen siempre eso de que el detalle más nimio puede ser decisivo en una investigación?

– ¡Vengo a dar una conferencia y acabo complicado en una investigación criminal! -exclamó Lupot-. ¿Ir a la policía? ¿Y cómo se hace eso? Yo no tengo ni idea. Me figuro que si nos presentamos en la comisaría diciendo: «Tenemos información sobre un crimen», hay tantas posibilidades de que nos hagan caso como de que nos manden a paseo.

– No podemos correr ese riesgo -afirmó Roberto-. Tengo un amigo que es periodista en El País y mañana me puedo enterrar, con una sola llamada, de quién es el inspector de homicidios que está llevando las investigaciones, para que nos atienda personalmente.

Lupot levantó un brazo para llamar la atención del camarero y dibujó una pequeña firma en el aire para que le trajera la cuenta.

– No vas a pagar la cena -puntualizó Roberto con una sonrisa traviesa.

– ¿Y quién me lo va a impedir? -replicó desafiante Lupot-. Lleváis invitándome a todo desde hace diez años; esto, más que hospitalidad, empieza a ser un insulto.

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