En la selección llevada a cabo por Larrazábal no podía faltar la más célebre pieza de Paganini asociada con Satanás, Las brujas , una serie de variaciones para violín y piano basadas en un ballet del siglo xix en el que se describía la llegada de unas brujas a un bosque encantado. La obra estaba tan erizada de dificultades técnicas y sus melodías eran a veces tan ominosas que, cuando Paganini la estrenó en Viena, un espectador se mostró dispuesto a jurar que había visto al diablo en el escenario, junto al genovés, moviendo su brazo y guiando su arco. En algún momento de su carrera, al violinista le debió de parecer contraproducente esta obsesiva asociación de su figura con Lucifer y decidió hacer pública una emotiva carta, que le había escrito su madre desde Praga, llena de alusiones a Dios, como el mejor sistema para desmentir los rumores de que él era hijo de Satanás. Esta estratagema no le dio resultado alguno, sobre todo a raíz de que, debido a una terrible infección, al italiano le tuvieron que arrancar todos los dientes de la boca, lo que confirió a su ya torva expresión una apariencia aún más escalofriante.
Lupot comprobó que Larrazábal rendía homenaje en el disco a dos compositores españoles con connotaciones mefistofélicas. Uno, el gran Pablo Sarasate, que había llegado a ser considerado, junto a Paganini, el mayor virtuoso de violín de la historia y que era autor de una Sinfonía Fausto para violín y orquesta. El otro, Manuel de Falla, había compuesto para el ballet El amor brujo una «Danza del terror», que, por más que la hubiera escuchado en incontables ocasiones, al francés le seguía produciendo un profundo impacto.
Ahora Ane Larrazábal estaba muerta. Pero el instrumento con el que había sido grabada toda aquella música -quizá el violín más excepcional que Lupot hubiera tenido nunca entre sus manos- había sobrevivido a la violinista y estaba en poder le su asesino. Si su amigo Clemente estaba en lo cierto y aquél era un objeto portador de mala suerte, por nada del mundo le habría gustado estar en los zapatos del sujeto que lo había sustraído.
Madrid, 48 horas después del crimen
Manuel Salvador recogió su coche del taller -un BMW coupé de color titanio- a las nueve y media de la mañana, tras haber recibido por parte del dueño del establecimiento una farragosa explicación acerca de su retraso en la entrega del vehículo: había tenido mucho trabajo y, además, el mecánico que iba a encargarse de su coche se puso repentinamente enfermo, por lo que había tenido que recurrir a otro.
Salvador se puso furioso cuando comprobó que el sustituto no había empleado los habituales plásticos protectores para no manchar de grasa el interior del habitáculo y que el volante estaba cochambroso. El policía observó también con enorme fastidio que el cierre del cinturón de seguridad no funcionaba correctamente y que el depósito de gasolina estaba a la mitad; aunque cuando el encargado del taller se ofreció a subsanar las deficiencias, Salvador le contestó que ya había esperado demasiado y que pasaría a abonar la factura una vez que hubiera comprobado que sus hombres no habían perpetrado en su vehículo ningún otro desaguisado.
El siguiente testigo al que quería entrevistar el inspector era la mano derecha de Ane Larrazábal, la, en apariencia, todopoderosa Carmen Garralde, con quien había quedado citado a mediodía en su piso de Las Vistillas. Salvador se dijo que disponía de tiempo para su visita semanal a la Fundación Síndrome de West, una asociación privada creada por los padres de los niños que padecían esta terrible enfermedad. Manuel Salvador se había convertido hacía pocos meses en uno de esos padres. En su quinto mes de vida, el segundo hijo de Salvador, el pequeño Nicolás, había empezado a manifestar los síntomas dramáticos de este proceso degenerativo que afecta a uno de cada seis mil niños. El bebé había ido perdiendo paulatinamente la sonrisa, abandonado la prensión de los objetos y el seguimiento ocular, había comenzado a llorar sin motivo y a volverse irritable. La enfermedad fue diagnosticada al pequeño en un tiempo récord, que fue también el que tardó el inspector en enterarse de que el síndrome de West lleva apareadas secuelas neurológicas y psicomotrices irreversibles y severas. El mazazo para él y su mujer había resultado devastador, pero por fortuna, la ayuda y el apoyo emocional que les estaban dispensando desde la Fundación les estaba posibilitando, a él y a su esposa, sobreponerse poco a poco a aquel cruel zarpazo del destino.
Al llegar a Villanueva del Pardillo, sede de la Fundación, se vio obligado a detenerse en un semáforo y un par de gitanillas le abordaron para tratar de limpiarle el parabrisas. A pesar de que Salvador les hizo gestos con las manos y con la cabeza de que no se acercaran, éstas hicieron caso omiso y, tras echar un chorro de detergente barato sobre el cristal, comenzaron a pasarle una mopa mugrienta. Salvador, encolerizado, abrió la puerta del BMV para enfrentarse a las limpiadoras, pero al tratar de levantarse de su asiento, el cinturón de seguridad tiró de él con contundencia en la dirección opuesta. El policía intentó accionar al mecanismo de apertura del cinturón para liberarse y comprobó que había vuelto a atascarse, una situación que provocó la hilaridad de las dos mocosas. Esto enfureció tanto a Salvador que, sin pensárselo dos veces, echó mano a la pistola Astra que guardaba en la sobaquera y apuntó con ella a las dos gitanas creyendo que este abusivo gesto iba a provocarles un susto de muerte. Lejos de amedrentarse al verse encañonadas, las dos limpiadoras -que parecían tomárselo todo como un juego callejero -empezaron a burlarse de él con más saña todavía, lo que provocó que el nivel de blasfemias y amenazas que estaba profiriendo el policía llegara al paroxismo.
Y entonces ocurrió algo que le dejó sin habla. Una de las dos gitanas, curiosamente la que parecía al principio menos descarada, agarró la pistola por el cañón, y aprovechando el factor sorpresa, consiguió arrebatársela de un tirón. El movimiento fue tan brusco que el arma también se le escapó a la muchacha de las manos, y cayó al suelo rebotando un par de veces sobre el asfalto, hasta quedar a metro y medio de la puerta del conductor. Quizá conscientes de que habían llevado su burla demasiado lejos, las dos pedigüeñas salieron corriendo a toda velocidad, antes de que el policía pudiera insertar, en el cargador de su inagotable repertorio, una nueva andanada de gritos e improperios, dejando el parabrisas del BMV embadurnado de un líquido inmundo y pringoso.
En el momento exacto en que el policía accionó la palanca del limpiaparabrisas para tratar de barrer del cristal aquella pasta repugnante, el automóvil hizo explosión.
Por desgracia para él, el hecho de estar firmemente anclado al asiento por el cinturón de seguridad hizo que la onda expansiva no pudiera arrojarle al exterior del vehículo. Eso seguramente le hubiera ocasionado contusiones de gravedad, o tal vez un traumatismo craneoencefálico del que no hubiera salido con vida, pero lo más seguro es que habría perdido el conocimiento y no habría tenido que asistir impotente a su propio final, lento y doloroso como el de un hereje abrasado en la hoguera por la Santa Inquisición. Antes de empezar a notar los rápidos y devastadores efectos que tienen siempre las llamas sobre la piel humana, y coincidiendo con el final de la detonación, Salvador sintió como si dos diminutos taladros de acero incandescente penetrasen por sus conductos auditivos hasta horadarle los lóbulos temporales del cerebro. Era el dolor causado por el desgarro de las membranas timpánicas, que, con el fragor de la explosión, no sólo reventaron como si fueran frágiles parches de papel de arroz, sino que comenzaron a sangrarle profusamente.
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