Mark David Chapman se giró despacio y miró a través de sus grandes gafas de miope directamente a los ojos de su abogado.
– Ese tipo estaba hablando por teléfono. Él creía que nadie le escuchaba, pero yo, los lunes, miércoles y viernes, soy el encargado de pasar la mopa por nuestro pabellón. Al llegar a la zona donde están los teléfonos, oí a alguien hablar. Lo hacía en voz baja, casi en un susurro, como si ocultara un secreto, y eso despertó mi curiosidad. Me acerqué tanto como pude y permanecí a la escucha; él no podía verme porque yo estaba en otro pasillo, perpendicular al suyo. Estaba hablando de liquidar a alguien, Jonathan. Lo hacía entre líneas, porque aquí nuestras comunicaciones están muy vigiladas, pero estoy seguro de que hablaba de mi revólver. «El Charter de Chapman, el Charter de Chapman», le oí decir varias veces, como si fuera un vuelo que tuviera que coger.
– ¿Llegó él a verte en algún momento?
– No. Pero yo sí supe quién era, porque le vi alejarse, y cojeaba. De todos los presos de mi módulo, él es el único que cojea. Así que, aunque no llegué a verle la cara, supe en el acto de quién se trataba.
– ¿Y cómo se explica que…?
– Sentí rabia -le interrumpió Chapman-, una rabia inmensa e incontrolable. Alguien iba a robar mi revólver y a matar con él. Esa arma es de mi propiedad, Jonathan. Pueden condenarme a mil años de prisión, pero eso no hará que yo deje de ser su legítimo propietario. Lo compré en Honolulú, el 27 de octubre de 1980. Con mi dinero: me costó 169 dólares y la transacción fue legal. Me acuerdo incluso hasta del nombre del propietario. Se llamaba Ono.
– Ya no es tu revólver, Mark -le dijo su abogado-. Dejó de ser tuyo en el momento en que lo empleaste para matar a una persona. Ahora es propiedad del estado de Nueva York.
– ¡Es mío! ¡Es mío! -gritó el asesino de Lennon, fuera de sí. No era fácil ver a Chapman en ese estado; la mayor parte del tiempo hablaba de forma lenta y monocorde, como un lobotomizado. Pero el hecho de que intentaran cuestionar la propiedad de sus dos objetos más preciados (el disco que John le firmó y el revólver con el que puso fin a su vida) le enfurecía hasta la locura-. ¡Es mío! ¡El revólver es mío, y tú me ayudarás a recuperarlo, cuando salga de estas cuatro paredes! Pienso subastarlo al mejor postor y vivir de lo que saque por él el resto de mis días.
– ¡Por eso reivindicaste el asesinato de Winston! -exclamó el abogado, que acababa de ver la luz-. ¡Tu ego no soportaba que otro asesino eclipsara tu crimen… con tu propio revólver!
Jonathan Marks esperó a que su cliente se tranquilizara y luego le recordó la decisión crucial que tenía ante sí.
– Si les das el nombre -observó- estoy prácticamente seguro de que te soltarán. Y no sólo se lo diremos al FBI, Mark, lo haremos público, porque esto será tu redención. Hace treinta años asesinaste a Lennon, es cierto, y ya has pagado por ello. Ahora le contaremos al mundo entero que has proporcionado a la policía la pista clave para atrapar al asesino de John Winston.
Chapman sabía que su abogado le decía la verdad. Si facilitaba el nombre de Djerassi podría salir de Attica en pocas semanas. Por vez primera, desde que había entrado en prisión, hacía ya tres decenios, la posibilidad de pisar la calle de nuevo era real. Y eso le producía tanto miedo como excitación. ¿Cuántos días sobreviviría a su excarcelamiento? Las cartas amenazadoras, siempre anónimas, anunciándole que se convertiría en hombre muerto el mismo día que saliera de Attica no se contaban a cientos, sino a miles. Y ahora, si delataba a Branimir Djerassi, toda la mafia búlgara pondría precio a su cabeza.
– Tenemos poco tiempo, Mark -le apremió su abogado-. El Comité de Libertad Condicional nos ha dado hasta medianoche para que les des una respuesta. ¿Qué decides?
– Es una pena que esto vaya a terminar tan pronto -dijo Amanda, ya completamente transformada en Torres por efecto del alcohol-, porque lo cierto es que ahora es cuando comienzo a divertirme.
La razón de que O'Rahilly estuviera empezando a sentir tanto odio hacia ella no era sólo que la mujer fuera a llevarse los novecientos mil euros del torneo. A lo que el irlandés no estaba dispuesto era a que, además de quitarle su dinero, aquella mujer obesa y deslenguada se permitiera impartirle clases de póquer. Cuando Amanda se convertía en Torres, su juego se hacía imprevisible y estrambótico, pero su lengua se volvía afilada y venenosa como la de una serpiente. En una ocasión en que O'Rahilly subió la apuesta en el flop, con proyecto de color, ella se permitió sermonearle, después de ganarle la mano.
– ¡No tenía que haber forzado tanto la apuesta con un simple proyecto! ¡Debería haber pasado, y esperar a ver si ligaba color!
En otro momento en que O'Rahilly se jugó todo su resto en elpreflop, con dos reyes, Amanda renunció a ver la apuesta y tras mostrarle sus dos reinas al irlandés, volvió a martirizarle con sus comentarios.
– Se ha pasado la noche apostando all in cuando lleva dos reyes. Eso es tanto como telegrafiar al contrario que tiene jugada. Si hubiera hecho una apuesta más moderada, podría haberme cazado con mis dos QQ, y me habría arrebatado un buen puñado de fichas. Pero la codicia le ha traicionado, amigo, y aquí sigo: vivita y coleando.
O'Rahilly era un tipo muy peligroso, y lo demostró esa noche al transformar la ira que le dominaba en un maquiavélico plan para arrebatarle el dinero a la periodista. Lejos de exteriorizar su irritación, el irlandés planteó la posibilidad de alargar un poco más la partida.
– Por supuesto, es usted quien tiene la última palabra -dijo, en actitud taimada- porque habíamos dejado claro que, después de medianoche, no se permitirían más recompras. Sin embargo, estoy de acuerdo en que es ahora cuando empieza lo divertido, y si usted está de acuerdo, estoy dispuesto a poner en juego… ¿digamos otros quinientos mil euros?
Amanda gritaba en silencio «¡no aceptes, es una trampa!», pero siempre era Torres la que tomaba las decisiones después de la segunda copa. Así que dijo:
– Señor O'Rahilly, salvo otro trago de vodka, nada me podría producir más placer en este momento que limpiarle otro medio millón.
El irlandés sonrió satisfecho al escuchar que su pececillo había mordido el anzuelo. Sólo le quedaban ya quince mil euros sobre la mesa, una cantidad demasiado exigua para enfrentarse con mínimas garantías de éxito a los ochocientos ochenta y cinco mil de su contrincante. Pero con la recompra de quinientos mil que estaba a punto de realizar, y con su rival cada vez más ebria, recuperar el dinero perdido iba a ser coser y cantar. El irlandés hizo un gesto con la mano a su gorila, para que se acercara, y le impartió una serie de instrucciones al oído. Éste asintió un par de veces con la cabeza y cuando estuvo seguro de que su jefe había terminado, se dio media vuelta y comenzó su descenso a la zona de camarotes.
Perdomo se encontraba ya en el aseo del camarote O'Rahilly, en el que había numerosos utensilios de baño que podían proporcionarle muestras de ADN. Extrajo del bolsillo interior de la americana una bolsa de plástico para pruebas e introdujo en ella el peine del irlandés, en el que había varios cabellos atrapados, y el recambio usado de su maquinilla de afeitar. Colocó un recambio nuevo en su lugar, se guardó la bolsa con las pruebas otra vez en el bolsillo y, tras apagar la luz del aseo y la del camarote, salió al pasillo para regresar a su habitación. Contando la entrada y la salida, no había empleado en la operación más de cuarenta segundos. Treinta y cinco más de los que necesitó Carol, el guardaespaldas de O'Rahilly, para propinarle un fuerte golpe en la cabeza, que lo dejó aturdido sobre el inestable suelo del Revenge.
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