– Voy.
La crupier destapó una jota de corazones y antes siquiera de que Perdomo pudiera mostrar sus dobles parejas, la mujer enterró sus cartas en el mazo y admitió su derrota. Se sentía tan avergonzada por haber sido cogida en una mentira que se levantó de la mesa y solicitó que la acompañaran hasta uno de los camarotes VIP. El guardaespaldas de O'Rahilly fue el encargado de conducirla hasta su aposento, mientras Perdomo, que no cabía en sí de gozo, ordenaba el considerable montón de fichas que acababa de arrebatarle a la divorciada. No era el dinero ganado lo que le había puesto eufórico, sino el hecho de que todos los jugadores que quedaban en la mesa hubieran aplaudido su manera de jugar. Tan metido estaba en la partida, que tardó varios minutos en darse cuenta del desastre en que acabaría su misión si seguía ganando una mano tras otra: tendría que permanecer en la mesa hasta el desenlace final y no podría bajar a los camarotes para tratar de conseguir el ADN de O'Rahilly.
Consciente de su situación, Perdomo jugó las manos siguientes de manera muy temeraria, con la esperanza de que alguno de sus rivales le sorprendiera con una buena mano y le arrebatara todos sus chips. Pero el inspector ya se había ganado tal reputación en la mesa, que el resto de los jugadores empezó a sentir miedo ante sus envites.
– ¿No me había dicho que era su esposa la que sabía jugar al póquer? -preguntó O'Rahilly desconcertado-. Ha empezado usted a exhibir su indudable talento justo en el momento más peligroso de la partida, cuando ya no es posible recomprar fichas. ¡Si no andamos con cuidado, nos barrerá de la mesa en un abrir y cerrar de ojos!
Fue Amanda la que intuyó lo que estaba ocurriendo. Por eso, la tercera vez que el inspector anunció all in, aceptó la apuesta con una raquítica pareja de doses.
Fueron momentos dramáticos, porque las tres primeras cartas volvieron a colocar como favorito a Perdomo, que necesitaba perderlo todo a cualquier precio. El inspector llevaba un cinco de diamantes y un dos de tréboles, una de las peores jugada posibles, pero Amanda tenía pareja de doses, y Perdomo le acababa de privar de uno de ellos.
En el flop salieron:
Esto dio a Perdomo trío de cincos y le otorgó una ventaja apabullante sobre la periodista. Ni siquiera si hubiera salido el cuarto dos las cosas se hubieran puesto mejor para Amanda, que hubiera ligado full de 222-55, frente el full de 555-22 del inspector. Pero las cartas, que llevaban un largo rato favoreciendo al policía, decidieron en ese momento que su racha de buena suerte había finalizado. Los dos naipes que quedaban por salir fueron un as de diamantes y un cuatro de picas, lo que dejó a Perdomo con el trío inicial de cincos y permitió a Amanda ligar escalera mínima. Perdomo lo perdió todo en un instante, pero quedó con las manos libres para intentar la jugada más peligrosa de la noche.
Prisión de máxima seguridad de Attica (Nueva York), a la misma hora
Mark David Chapman, el asesino convicto y confeso de John Lennon, repasaba mentalmente en su celda, de apenas seis metros cuadrados, la entrevista que había mantenido esa misma mañana con su abogado defensor, Jonathan Marks.
– Has metido la pata hasta el fondo, Mark -le dijo su letrado-. ¿En qué estabas pensando? Imputarte la muerte de Winston ha sido la peor idea que has tenido desde que decidiste declararte culpable del asesinato de Lennon, en 1981.
Al oír esas palabras, Chapman recordó con amargura cómo desoyó en su día los consejos de su defensor, para que se declarara mentalmente incompetente y poder así cumplir la sentencia en un hospital psiquiátrico, donde hubiera recibido el tratamiento adecuado.
– Dios me ha ordenado que me declare culpable -les dijo entonces a sus abogados, para justificar su inexplicable iniciativa.
Desde tan lejana fecha, Chapman había tenido tiempo para arrepentirse de aquella decisión, pues la vida de un interno en Attica era mucho más dura de lo que habría podido imaginar. Sólo en el último año, Chapman había tenido conocimiento de treinta apuñalamientos entre presos. Las celdas tenían unas dimensiones asfixiantes -parecían cuartos trasteros- y la comida de la prisión dejaba mucho que desear. Si a un recluso no le llegaban paquetes del exterior -y él los recibía muy de vez en cuando-, en Attica te morías lentamente de hambre.
– Sin embargo -le había dicho Marks esa mañana-, a pesar del terrible error que has cometido, nos ha surgido una gran oportunidad. He hablado con el Comité de Libertad Condicional y están dispuestos a estudiar tu puesta en libertad, siempre que confieses cómo te enteraste de que el asesinato de Winston se cometió con tu revólver. Tienes la ocasión de redimirte, Mark. Aprovéchala, porque tan cierto como que tú y yo estamos aquí y ahora, este tren no volverá a pasar nunca más por delante de la puerta de tu celda.
Chapman le miró con expresión vacía. Llevaba años intentando salir de la prisión, pero su abogado tenía la impresión de que, de repente, ya no le importaba su libertad. Los medios -sobre todo la televisión- se habían burlado ferozmente de él durante los últimos días por lo que llamaban su «confesión astral». Chapman the Madman (Chapman el Loco) le había bautizado en portada la revista Newsweek. Los ciento cinco presos con los que se le autorizaba el contacto dentro de la prisión le tomaban el pelo a todas horas. Y a él sólo le obsesionaba ya una cosa: no aparecer ante los ojos del mundo como un demente.
– No estoy loco, Jonathan. Dilo. Di que no estoy loco.
Después de treinta años, el preso más famoso de Attica seguía con su inveterada costumbre de exigir a los demás que repitieran sus frases.
– No estás loco, Mark -le aseguró su abogado.
Pero lo había dicho sólo para no soliviantar a su cliente, pues él estaba convencido de que sí lo estaba. Y su madre, Katryn Chapman, lo declaró así incluso a los medios. Sí, Mark era un niño sociable y aparentemente normal. Sí, jugaba con las cometas y coleccionaba soldaditos, como hacen la mayoría de los niños. Pero había dos detalles de su personalidad que resultaban sumamente inquietantes. La primera, el bamboleo. Desde bebé, se pasaba los días en un vaivén continuo, hasta el punto de que le tuvieron que quitar las ruedas a la cuna, porque siempre terminaba al otro lado de la habitación. Todo el día moviendo su cuerpo, adelante y atrás, adelante y atrás; así hasta los doce años. Su abuela declaró que ahí radicaba todo el problema, pues a causa de esta oscilación permanente, Mark se había dado más golpes en la cabeza de lo que ningún niño hubiera podido soportar. Y luego también estaba su delirio con lo que él llamaba «la gente pequeña». Mark creció pensando que en su habitación habitaban pequeños seres, y que él era su rey, al que adoraban.
– Tenemos una oportunidad -le repitió su abogado varias veces-. Dales lo que quieren, diles quién robó el revólver. A cambio, ellos te dejarán en la calle.
Durante la entrevista con Marks, Chapman estuvo como ausente, y después de muchos años, parecía volver a sentir miedo físico. Se había enterado de que dos fans de The Walrus se habían quitado la vida en los últimos días, al conocer la muerte de Winston. Uno de los suicidios había ocurrido en Toronto, Canadá, muy cerca de Attica. El otro fue en Japón. Sucedió en 1980, cuando John Lennon fue asesinado, y con Winston había vuelto a pasar.
– Los padres de esos chicos me matarán en cuanto salga a la calle -le dijo Mark a su letrado en la entrevista.
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