La viuda empezaba a ver el plan de Perdomo con más simpatía, pero se resistía al hecho de tener que arriesgar una suma tan elevada. Sorprendió a Perdomo al iniciar una especie de regateo.
– ¿Por qué tienen que ir dos jugadores? Cien mil euros sería una cifra mucho más sensata, ¿no le parece?
El inspector se mostró inflexible en este punto.
– Tenemos que ir los dos, obligatoriamente -sentenció-. El Texas Hold'em es un juego endemoniado y la única que sabe jugarlo es la señora Torres. Yo seré el encargado de obtener el ADN, cuyas muestras son muy delicadas de manipular, mientras que ella se ocupará de que usted multiplique por siete su inversión.
– Supongamos que no consigue lo que quiere -objetó Anita-. O peor aún, que lo consigue y el ADN de O'Rahilly no coincide con el de la puerta de la suite del Ritz.
– Eso nos permitiría descartar definitivamente a nuestro principal sospechoso, y en ningún caso podríamos calificar la expedición como un fracaso.
– Pero ¿y si además de todo eso, la señora Torres pierde la partida? -insistió Anita.
– El riesgo es grande, lo admito -concedió el policía-, pero también pueden llegar a serlo los dividendos. Debe ser usted quien valore si la apuesta le compensa o no. ¿Cuánto suponen doscientos mil euros para una mujer que maneja una fortuna como la suya? Y sobre todo, ¿qué está comprando con ese dinero? Ésas son las preguntas a las que debe responderse. Yo he venido hasta aquí sólo para hacerle saber que existe la posibilidad de realizar esa apuesta. Ahora, si quiere, haga esa llamada a mi superior.
La viuda emitió un profundo suspiro y permaneció largo rato en silencio. Perdomo pensó que estaba evaluando la propuesta económica, pero se equivocó. Había sido seducida por una hipnótica melodía de saxo que, como una voluta de humo, se elevaba hasta ellos desde la plaza de Santa Ana.
– Esa canción le encantaba a mi marido -musitó la viuda, como en trance.
– A mí también me ha llamado la atención -mintió el inspector, para mostrarse lo más empático posible-. ¿Qué es?
– My love and I, el tema de amor de la película Apache -le aclaró la mujer-. John siempre decía que, en los temas lentos, intentaba que la guitarra le sonase como el saxo de Coleman Hawkins.
Anita se frotó los brazos y Perdomo vio que tenía la carne de gallina.
– Estoy destemplada -dijo la mujer-. Es mejor que rematemos dentro esta conversación.
Ambos pasaron al interior de la habitación y la mirada del inspector fue a posarse sobre la urna que contenía los restos mortales de John Winston.
– ¿Ha pensado ya en lo que va a hacer con las cenizas? -preguntó.
– De momento -respondió la viuda-, pasarlas a otra urna. Me olvidé de advertir en el crematorio que la urna tenía que poder viajar en avión y me entregaron las cenizas en una de material opaco. La legislación internacional especifica que, incluso las urnas fúnebres, tienen que ser escaneables a través de rayos X, así que me han aconsejado que encargue una provisional (de plástico o madera) para poder transportar los restos de John hasta Escocia. Es una pena, porque ésta me gustaba mucho -añadió, mientras animaba a Perdomo a que la examinara más de cerca.
El inspector observó que, en lugar de las fechas de nacimiento y muerte, la urna llevaba grabada esta inscripción:
John W. Hammond
27 años, 9 meses, 27 días
Anita le explicó que, por expreso deseo de su marido, se había hecho constar sólo el tiempo que éste había disfrutado de la vida. Ambos se habían conocido en la Ciudad Eterna, ciudad en la que habían aprendido que los antiguos romanos -ya fueran paganos o cristianos- valoraban tanto la vida terrenal que, en sus tumbas, sólo figuraba el tiempo que habían permanecido entre los vivos. A Perdomo no se le pasó por alto que el número 27 se repetía dos veces en la inscripción, y que 9 no sólo era un submúltiplo de 27 sino la suma de 2 + 7.
– John no quería creer en la maldición del club, pero al final el 27 fue el número que marcó su vida, de la misma manera que el 9 marcó la de Lennon.
La viuda tomó en sus manos la urna con las cenizas de su marido y acarició su nombre, con el dedo pulgar.
– Ahora que le veo aquí, reducido a polvo, recuerdo que John tuvo pesadillas terribles con su propia muerte durante un tiempo. Soñaba que los miembros del Club 27 le perseguían para convertirlo en lo que es ahora. Tuvo que tomar ansiolíticos durante meses, porque estaba convencido de que no sobreviviría a la edad fatídica. Pero en cuanto cumplió los veintisiete, que es cuando su angustia debía haber alcanzado el paroxismo, se lo empezó a tomar con mucha más calma, incluso con humor, y escribió una canción muy hermosa, basada en un poema de Cari Sandburg. «El pasado es un cubo lleno de cenizas» es una especie de aceptación de John de su propia mortalidad.
A Perdomo no le importó reconocer que no sólo no conocía la canción, sino que ni siquiera había oído hablar nunca de Cari Sandburg.
– Es un poeta estadounidense-le ilustró la viuda-, falleció en los sesenta. Tiene una definición de la poesía que a John y a mí nos encantaba: «La poesía es el abrir y el cerrar de una puerta, que deja a los que miran pensando en lo que se ve durante un momento».
– Es una buena metáfora -concedió el inspector-. ¿Y dice usted que en la canción su marido habla de su propia muerte? ¿En qué términos?
– «Sé que voy a morir», dice al comienzo, «y ya no me preocupa. La muerte es mi amiga, si no fuera por ella, no habría hecho ni la mitad de las cosas que me había propuesto». Es la conciencia de nuestra propia mortalidad, como algo que nos incita a la acción. También hay un pasaje muy hermoso sobre lo inútil que resulta tratar de escapar de la muerte, en el que alude al famoso cuento del amo y el criado de Las mil y una noches. ¿Lo conoce?
– No, pero me encantará saber de qué trata -respondió Perdomo.
– Un criado de un rico mercader de Bagdad se encuentra, una mañana, con la Muerte en el mercado. Observa que ésta le hace un gesto y, aterrado, huye a la casa de su amo. «¡Amo, amo!», grita. «¡Prestadme el caballo más veloz de vuestra cuadra!» «¿Por qué habría de desprenderme de mi caballo favorito?», pregunta sorprendido el mercader. «Esta mañana me he cruzado con la Muerte en el mercado y me ha hecho un gesto de amenaza», le explica el criado. «Pero antes de que anochezca, me habré puesto a salvo en la lejana ciudad de Ispahán.» El mercader se compadece de su criado y accede a dejarle la montura. Tras ver cómo se aleja al galope, acude él mismo al mercado y también se tropieza con la Muerte. «Muerte», le pregunta. «¿Por qué has hecho un gesto de amenaza esta mañana a mi criado?» «No ha sido un gesto de amenaza», le responde la Muerte. «Ha sido un gesto de sorpresa. ¡Según mis libros debía encontrarme con él esta noche en Ispahán!»
La viuda de Winston volvió a dejar la urna con las cenizas sobre la mesa. Luego preguntó:
– ¿Cuánto tiempo tengo para reflexionar sobre su propuesta?
– No demasiado. El cocinero dijo que…
El teléfono móvil de Perdomo vibró con la llegada de un mensaje de texto. Era de Amanda y decía escuetamente: «Estamos dentro». En cuanto Perdomo le contó a Anita que Rami había logrado sentarles a la mesa de póquer del presunto asesino de su marido, la mujer fue en busca de su bolso y le extendió un talón por importe de doscientos cinco mil euros.
– ¿Por qué doscientos cinco mil? -preguntó extrañado Perdomo-. ¿Por qué no doscientos diez mil… o un millón?
– Para los pasajes de avión, naturalmente -respondió la mujer con una sonrisa-. ¿O acaso tenían previsto llegar a Copenhague en autostop?
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