– Eso mismo afirma el profesor de violín de mi hijo.
– Y tiene razón -dijo Amanda muy seria-. Los auditorios nacionales están llenos de vejestorios. Los jóvenes prefieren irse a disfrutar con el Boss o con The Walrus a un estadio, no sólo porque existe mucha más comunicación y espontaneidad, sino porque la música se entiende. A veces es muy básica, no digo que no, pero no tienes la sensación de que te están tomando el pelo. Y en casos excepcionales, la música está tan bien hecha que parece que estuvieras oyendo a Bach o a Beethoven.
Perdomo trataba de seguir el discurso de Amanda con la mejor voluntad del mundo, pero no podía dejar de pensar en dos asuntos que llevaban preocupándole desde hacía un rato. El primero se refería a Elena. ¿La perdería esta vez para siempre? La otra cuestión era mucho más perentoria, ya que apenas había dormido y necesitaba algo que le reanimase. ¿Tendría previsto Amanda ofrecerle un café?
Como si estuviese leyéndole el pensamiento, Amanda se levantó a preparar una cafetera y tras darle a escoger entre Jamaica Blue Mountain y Guatemala Volcán de Oro, prosiguió con su relato.
– Cuando los compositores de clásica abandonaron las técnicas tradicionales, hubo una serie de músicos populares (te estoy hablando de Colé Porter o de los Beatles) que se dijeron a sí mismos: ¡aja!, esta gente está desechando cosas que a nosotros nos pueden ser útiles para nuestras propias composiciones. Y como si fueran chamarileros, recogiendo trastos usados por la calle, se apropiaron de esos trucos abandonados, que han servido durante los últimos quinientos años para hacer que la música sea más estimulante y menos repetitiva. ¿Cuánto azúcar vas a querer?
– Lo tomo sin azúcar, gracias.
– Así es como lo toman los muy cafeteros -dijo Amanda con aprobación-. ¡Cada minuto que pasa crece mi admiración hacia ti, inspector!
– ¿Qué trucos son esos a los que te refieres? -preguntó Perdomo-. Parece que estuvieras hablando de magia, no de música.
– Es que la música está muy relacionada con la magia -aseguró la periodista-. No sólo porque no hay espectáculo de prestidigitación que no tenga su banda sonora, sino porque el efecto que provoca sobre el auditorio es similar. La música nos atrapa, nos conmueve y nos hipnotiza más que ningún otro arte en el mundo: por cada persona que ha llorado delante de un cuadro de Van COG, hay cien que lo han hecho al escuchar un tema de Lennon o de Winston. Y sin embargo, el espectador no es consciente de por qué le pasa.
– ¿Y por qué le pasa? -preguntó Perdomo-. ¿Por qué lloramos con una canción? ¿Tú lo sabes?
– Claro que lo sé, my darling, llevo escribiendo sobre el tema desde los dieciséis años. La música nos emociona por la manera en que engendra tensión y relajación por medio de sonidos. Actúa directamente sobre nuestro magma emocional, ese conjunto de sensaciones psíquico-corpóreas que constituyen nuestro estado de ánimo. Pero tensar y destensar a un oyente sensible no es tarea fácil, de la misma manera que ya no es suficiente con sacar un conejo de la chistera para sorprender a un público aficionado a los espectáculos de magia. El otro día estuve viendo a un prestidigitador que no se limita a adivinar cartas: consigue que una persona a la que un espectador llama por teléfono adivine su carta desde casa. Eso se llama rizar el rizo. Los buenos compositores de canciones hacen lo mismo. En vez de escribir un tema con los tres acordes manidos del bajes y del rock and roll, los Beatles empezaron a escribir canciones en las que había entre diez y veinte acordes diferentes. I am the walrus, la canción de la que Winston sacó el nombre para su grupo, tiene dieciséis acordes. Sólo en la introducción ya hay ocho. Se trata de música sofisticada en las dos acepciones que tiene este adjetivo. Por un lado es refinada y elegante y por otro es música compleja.
Perdomo llevaba ya un tiempo fascinado con el caudal de conocimientos que parecía atesorar aquella mujer tan menuda.
– No tenía ni idea de todo esto, Amanda -dijo-. Pensé que, en el rock, la comunicación se lograba a base de decibelios y de dar saltos en el escenario. Entonces, ¿The Walrus hace música sofisticada?
– ¡Claro! Por eso son tan grandes. ¿Pensabas que habían cimentado su fama en el truco de Winston volando? Eso es para el directo, honey, pero llevo años escribiendo en mi periódico que John Winston es uno de los genios musicales de las última décadas.
– ¿Es posible, como me comentó alguien el otro día, que fuera tan genio como para inspirarse en Gustad Mahler?
– Alguien te ha hablado de Ocean Child, ¿no? El arpa y las cuerdas, igual que en el adagietto. Y luego esa ambigüedad tonal del comienzo, donde no sabemos si estamos en fa mayor o en la menor, hasta que por fin irrumpe la tercera nota del acorde y estalla, luminosa, la tonalidad mayor. No te quepa duda: Winston se inspiró en Mahler, igual que Lennon lo hizo en Beethoven para escribir Becadse.
Perdomo permaneció unos segundos pensativo y después preguntó:
– ¿Y cómo un genio de este calibre no tiene ninguna canción en el Olimpo que mencionaste antes?
– Porque los críticos son muy puñeteros, Perdomo -respondió la periodista-. Muchos afirman que Winston no había inventado nada, que sólo era un neoBeatle. Al revés, le acusaban de retrógrado porque lo que hizo fue volver atrás, a las esencias beatlelianas. Pero ésa fue, en cierta forma, su gran revolución, sacar al pop del marasmo en que se hallaba.
– ¿Después de los Beatles hubo una involución?
– Absolutamente. Yo creo que la buena música pop empezó a agonizar en una fecha muy concreta: el 1 de agosto de 1981, día en que nació la MTV. ¿Sabes lo que es?
– Una cadena de vídeos musicales, ¿no?
– Que siempre ha hecho hincapié en el aspecto visual de la música, y que ha logrado que las delirantes historias que se narran en los videoclips (a veces brillantes, no digo que no) primen sobre el valor intrínseco de las canciones que se cantan en ellos. La MTV también ha conseguido que las letras de los temas se vuelvan más mojigatas, con la excusa de que la cadena tiene una gran responsabilidad hacia los jóvenes que constituyen su audiencia, a los que no se puede pervertir hablando de temas políticamente incorrectos o haciéndoles escuchar palabras malsonantes. Entonces llegó Winston y dijo: «Pero ¿qué cono es esto? Lo importante es la música, no la mujer que sale enseñando las domingas en el videoclip». Y empezó a sofisticar la música, no los vídeos, que ya han llegado a un grado de absurdo parecido al de los spots publicitarios. Se trata de llamar la atención, no importa cómo. Winston dijo: «Lo esencial es conmover al oyente, no aturullarlo con un vendaval de imágenes sin sentido». Muchos críticos y revistas especializadas alaban su musicalidad, pero le acusan de no haber inventado nada nuevo.
Amanda fue en busca de su ordenador portátil y lo colocó frente a Perdomo.
– Quiero mostrarte un artículo concreto en el que se dicen tantas estupideces acerca de The Walrus que dan ganas de coger firmas para que clausuren la revista. ¿Eh? -exclamó al encontrarse con una página web que no esperaba-. ¿Qué es esto? ¡Menudos cabrones!
Perdomo miró la pantalla del ordenador y no alcanzó a entender qué era lo que acababa de indignar tanto a Amanda.
– ¡Es la lista de Rolling Stone! -le aclaró su anfitriona-. ¡La canción de Winston Ocean Child ya está en el Olimpo de las mejores canciones de todos los tiempos, por delante de Satisfaction y de Imagine. ¡Esto sí que es de denuncia!
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