– No necesariamente -respondió Amanda-, aunque yo creo que la percepción extrasensorial existe. ¿Tú no?
La periodista no obtuvo respuesta. Perdomo acababa de extraer el teléfono móvil para atender una llamada y le hizo un gesto con la mano a la mujer, para que guardara silencio.
– ¿Gregorio? -dijo el inspector con voz muy tranquila-. ¿Qué tal te desenvuelves en tu segunda noche en solitario, hijo mío?
Amanda podía oír el sonido de la voz del muchacho a través del auricular, pero sin llegar a identificar las palabras, aunque le resultó fácil completar el diálogo en su cabeza.
– ¿Que ha ido Elena? ¿Y se ha presentado, así, sin avisar? Claro que has hecho bien en llamarme. ¿Su neceser? Entiendo. ¿Y no ha dicho nada más? Ah, que está ahí todavía contigo. No lo sé. ¿Quiere ella hablar conmigo? No, si no quiere, no me la pases. Que se lleve lo que es suyo y ya está. ¿Qué dices? ¡No te entiendo una sola palabra! ¡Masticas tan cerca del auricular que me están llegando trocitos de chop suey a través de la línea del teléfono! ¿Cuánto tardaré? ¿Y a ti qué te importa? Tú termina de cenar, ensaya tu Chacona y a la piltra, ¿de acuerdo?
Cuando Perdomo colgó el teléfono se dio cuenta de que Amanda le observaba con gesto zumbón.
– Primero una forense atractiva, ahora una ex que no me esperaba. ¿Qué ocurre, honey? ¿Otra vez en el escaparate?
– No creo que sea asunto tuyo, ¿no crees?
– ¡Por supuesto que es asunto mío, Perdomo! -se rebeló la reportera-. No estaba segura de si debía insinuarme esta noche, pero si ya me dejas claro que te has peleado con tu novia y que se me puede anticipar una forense, no me va a quedar más remedio que poner música romántica y servirte otro gin-tonic.
Las palabras de Amanda provocaron tal estado de ansiedad en Perdomo, que éste se levantó alarmado de la silla, pretextando que debía ir urgentemente al aseo.
– ¡Es una broma, hombre, no te asustes! -le tranquilizó la mujer-. ¿Cómo iba yo a prepararte una encerrona sexual, después de que me hayas hecho el honor de convertirme en tu ayudante en el caso? Nunca mezclo el placer con el trabajo, ¿sabes?
La periodista se levantó de la silla y abrió la puerta del horno para vigilar la musaka, momento que aprovechó el inspector para realizar otra llamada.
– ¿Villanueva? ¿Te has puesto ya en contacto con el FBI? ¿Que no consigues hablar con nadie? Pues olvídate de ellos de momento y telefonea a la Academia de Policía de Nueva York. Pregunta por el instructor Mike Chaparro. Es amigo mío. Que te diga si alguien ha confirmado que el revólver con el que mataron a John Lennon sigue en su sitio. Claro que es por lo de Chapman, hombre, ¿por qué va a ser si no? ¿Sabemos algo del tercer músico? Perfecto, mañana hablamos.
– Aún le faltan unos minutos -dijo Amanda, señalando hacia el horno. Acto seguido, anunció-: Voy a ponerme algo encima, tener que estar sexy todo el día me va a costar una pulmonía. Mientras tanto, pórtate bien y no te comas todos los berberechos. Los he contado, ¿eh? Quedan siete: cuatro para mí, que estoy creciendo, y tres para ti, que ya has formado una familia. ¿Quieres escuchar mientras algo del último disco de The Walrus?
Sin esperar respuesta, Amanda se acercó a un iPod que tenía sobre la encimera de la cocina, conectado a unos altavoces, y le dio al play. Perdomo respiró aliviado por el hecho de que su anfitriona hubiera renunciado al fin a la ofensiva erótica y, reclinándose en la silla, cerró los ojos y empezó a prestar atención a la música de John Winston y su banda.
La canción había comenzado con el sonido ambiente de lo que parecía ser un cementerio, pues se escuchaba el lúgubre tañido de una campana mezclado con el graznido de los grajos. Unos pasos retumbando sobre suelo de adoquines fueron acercándose hasta el micrófono y, cuando llegaron a primer plano, irrumpieron dos guitarras acústicas sonando al unísono, cada una en un canal distinto del estéreo. Tras esta breve introducción, la voz increíblemente bien modulada y rica en armónicos del cantante recién asesinado fue desgranando una letra de la que Perdomo sólo pudo entender fragmentos. En ella se repetía, obsesivamente, un estribillo en griego antiguo:
Kata ton daimona estoy
Kata ton daimona eatoy.
Cuando la canción estaba a punto de terminar, Amanda regresó enfundada en unos vaqueros y una camiseta de Madonna y extrajo por fin la musaka del horno, que olía, tal como ella misma había pronosticado, a manjar de restaurante de cinco tenedores. En un abrir y cerrar de ojos, la periodista sacó unos salvamanteles de un cajón, dispuso los cubiertos sobre la mesa y le entregó a Perdomo una botella de vino griego para que fuera abriéndola.
– ¿Te has enterado de lo que dice la canción? Es maravillosa.
– No demasiado -reconoció el inspector-. He oído que menciona a varios filósofos griegos y romanos, como Zenón y Catón, y que está narrada en segunda persona. Tú hiciste esto, tú hiciste lo otro… ¿a quién se refiere?
– Está dedicada a Jim Morrison -le explicó Amanda-, pero la letra destila una mala uva muy lennoniana. La canción está construida para que parezca una loa a Jim, cuando en realidad es una crítica salvaje a su modo de vida. En cierta forma me recuerda a otra canción de temática muy distinta, pero elaborada de manera muy similar: Every breath you take, de Pólice.
– Ésa la sé hasta tararear, le encantaba a mi mujer -dijo Perdomo, entusiasmado por haber reconocido el tema.
– Sting -continuó Amanda- se las arregló para que al principio la canción pareciera la típica balada de amor, en la que se sueltan topicazos del tipo «me gusta tu pelo, adoro tus labios», todas esas chuminadas que los letristas malos se creen obligados a meter en las canciones. Pero a medida que el tema va avanzando, te das cuenta de que hay algo mucho más sórdido y siniestro por debajo: el que canta no es un enamorado, es un acosador sexual, un merodeador.
– ¿En serio? Pues yo siempre la había considerado una balada romántica.
– Tú y la humanidad entera -se mofó Amanda-. ¡Se toca hasta en las bodas! Y Sting, como es lógico, se troncha de risa cuando se lo cuentan. Compuso este tema cuando se estaba divorciando de su hoy ex mujer y está llena de malas intenciones. Kata ton es muy parecida en el planteamiento. Uno la empieza a escuchar y parece la canción de un fan incondicional de Morrison. Y a medida que vas prestando atención, el supuesto fan empieza a destilar una ironía rayana en el sarcasmo.
– De modo que John Winston, que acaba de ser asesinado a la fatídica edad de veintisiete años, tiene una canción dedicada a uno de los cinco grandes del club. Me gustaría saber algo más sobre la canción. ¿Por qué salen filósofos de la antigüedad?
– Kata ton daimona eaytoy es una especie de lema de los estoicos, igual que el «conócete a ti mismo» lo era de los socráticos. Los estoicos preconizaban un modelo de vida basado en el autocontrol y en el dominio de las emociones y las bajas pasiones. Su vía para la consecución de la felicidad pasaba por no desear cosas que no estuvieran al alcance de nuestra mano y por vivir centrados en el presente, sin miedo al mañana ni nostalgia del pasado. No imagino nada más alejado del modelo estoico que la vida de excesos y desenfreno de Jim Morrison. Por eso Winston dice en la canción:
You should read Cato all over again
If peace of mind do you want to attain.
»o sea:
deberías leer otra vez a Catón
si lo que quieres es lograr la paz de espíritu.
– ¿Winston despreciaba a Morrison? -preguntó el inspector.
Читать дальше