Joseph Gelinek - Morir a los 27

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Morir a los 27: краткое содержание, описание и аннотация

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“John Winston, cantante y líder de The Walrus, aparece muerto con cuatro disparos en la suite de su hotel después de un concierto. La policía pronto descubre que Winston ha fallecido a una edad considerada maldita en el mundo de la música pop. Jimi Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison son algunos de los ilustres miembros del macabro club de los 27. A pesar de su imagen de apóstol de la paz, Winston tenía numerosos enemigos. Entre ellos, el irlandés Ronan O’Rahilly, “Mr. Download”, el más famoso pirata informático que mediante holografías, ha conseguido piratear el último bastión que les quedaba a los músicos: los conciertos en directo. Además, la investigación da un vuelco inesperado: Markk David Champman, el asesino de John Lennon que lleva recluido en prisión más de treinta años, asegura estar detrás de la muerte de Winston. Empresas discográficas sin escrúpulos seductoras groupies caza estrellas, fans enloquecidos… la novela muestra la cara más oscura del negocio del rock”.

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Luego adoptó un semblante grave y respondió a la pregunta de Villanueva, sobre la que parecía haber estado reflexionando durante todo el tiempo.

– En 1924 -comenzó Bruce- le preguntaron al gran escalador inglés George Mallory por qué quería escalar el Everest. «Porque está ahí», respondió. Creo que con John ha ocurrido lo mismo. Se lo han cargado porque sí, porque estaba ahí. No tenía escolta y cualquier pirado con ganas de asociar para siempre su nombre al de él pudo hacerlo.

– Ha oído las noticias, ¿no? -preguntó Villanueva, pensando que el otro se refería a Chapman.

– No. ¿Qué ha ocurrido?

– Mark David Chapman ha reivindicado el asesinato. Asegura que se desdobló astralmente desde la prisión de Attica para matar a Winston.

Bruce se quedó mirando muy serio al subinspector y luego prorrumpió en una carcajada atronadora y desagradable, como de borracho pendenciero de taberna escocesa.

– Si quiere que le sea sincero, yo tampoco le he concedido mucho crédito -tuvo que admitir el subinspector.

– ¡Le juro que no había escuchado las noticias! Pero lo que me ha contado es tan absurdo -apostilló el bajista- que merecería ser cierto, ¿no cree?

Por la megafonía del museo se escuchó el aviso de que quedaban tan sólo diez minutos para el cierre.

– Apurémonos, o no nos dejarán ver el Tiziano -dijo Bruce que, a pesar de contar con un plano, se extravió un par de veces antes de dar con la sala en la que estaba el cuadro. El óleo representaba a la diosa Venus recostada sobre un diván, mientras escuchaba tocar a un organista. El músico sonrió complacido ante la pintura.

– Ahora que veo al organista -dijo Villanueva-, quisiera que me facilitara los teléfonos móviles de sus otros dos compañeros, pues también necesitamos hablar con ellos. ¿Tiene alguna idea de dónde pueden estar?

– A Tusks lo encontrará en cualquiera de los restaurantes del Madrid de los Austrias donde den bien de comer y de beber. Siempre que viene a Madrid, se mete en un asador y no sale hasta que no se marcha de la ciudad. De Charlie no sé nada, después de lo de anoche.

– ¿Qué hizo exactamente y por qué?

– Voló el váter de la habitación con una de sus bombas caseras. Suele utilizar una botella de Coca-Cola de dos litros a la que añade luego hielo seco o cloro para crear vapor. Hizo tanto mido que parecía que se había hundido el edificio.

Villanueva sacudió la cabeza en un gesto de incredulidad.

– No entiendo qué puede… bueno, sí lo entiendo -se corrigió, acompañando sus palabras con el gesto de empinar el codo.

– No, Charlie le da a todo, pero no es un alcohólico -aclaró el bajista-. Simplemente es que está loco, como Moon the Loon.

– ¿Moon the Loon? ¿Se refiere al batería de los Who?

– Exacto, Keith Moon -dijo el otro, un tanto sorprendido de que un policía español conociera al músico-. No sé si es porque se llamaban igual, pero Keith siempre ha sido su ídolo, desde pequeño. Charlie comenzó a imitarle en todo desde la adolescencia, empezando por sus exhibiciones pirotécnicas. Para la banda es una jodienda, porque ya tenemos vetado el acceso en varias cadenas hoteleras importantes. Por eso no estábamos en el Ritz, con John.

Un vigilante del museo se acercó a ellos para indicarles que iban a cerrar. Villanueva le mostró la placa y el pobre hombre, sobresaltado, hizo un remedo de saludo militar que resultó más cómico que patético.

– Si Moon está loco y usted mismo ha dicho que el asesinato pudo ser obra de un pirado…

– ¿Charlie asesinar a John? Imposible, sentían auténtica devoción el uno por el otro. John era el creador de los temas, pero Charlie los mejoraba, ¿sabe?

– ¿En qué sentido?

– Si John venía con un tema lento, Charlie le hacía ver que la canción sonaría mejor tocada más rápido, o viceversa. Otras veces, cambiaba el compás de las canciones, para dotarlas de mayor sofisticación.

– Entiendo -dijo el subinspector-. Pero si su trabajo era tan decisivo y él sentía que no estaba lo suficientemente reconocido…

La insistencia de Villanueva incomodó a Bruce, que saltó de inmediato en defensa de su colega.

– Si ha venido hasta aquí con la esperanza de verme esparcir basura sobre mis compañeros, está muy confundido. Es un completo disparate pensar que Charlie, Tusks o yo mismo tendríamos interés en acabar con John. Él era el alma de la banda, el compositor de los temas y el cantante. Sin John no hay The Walrus, y nosotros estamos ahora mismo, literalmente, sin empleo. ¡Con el esfuerzo que nos había costado obtener el éxito del que ahora empezábamos a disfrutar!

Villanueva le hizo un gesto con las manos, para que bajara la voz y se tranquilizase. Luego, dio por terminado el interrogatorio.

– Tenía usted razón -dijo-, el cuadro es una maravilla. Y en cuanto a la Venus… bueno, éste era el canon de belleza en aquella época, ¿no es cierto? Ahora una mujer así no sólo no encontraría a nadie que quisiera pintarla, sino que se sentiría en la obligación de ir al gimnasio cuatro veces por semana, para merecer la aprobación social. Venga, será mejor que demos por concluida la visita o los vigilantes nos echarán a los perros. Gracias por los teléfonos, señor Bruce.

29 The voices are back

Mientras tanto, en casa de Amanda, la periodista le explicaba a Perdomo cómo había obtenido la confesión de Chapman.

– La que me ha telefoneado era mi colega de la cadena de televisión ABC, Denise Cook, desde Nueva York -dijo muy excitada-. La entrevista a Chapman, que es grabada, la emitirán entera el domingo, pero ella ha conseguido el fragmento donde reivindica el asesinato de Winston. Dice que me la acaba de enviar a través de una cosa que se llama FTP a mi ordenador. ¿La vemos ahora o después de cenar?

– ¿Estás de broma? -exclamó el policía estupefacto. Pero comprendió al instante que su anfitriona no hablaba en serio cuando la vio dirigirse como una flecha a su despacho, en busca de su ordenador.

Regresó tres segundos más tarde, con un portátil de última generación, en cuyo escritorio debía de haber más de medio centenar de iconos.

– ¡Vaya caos! -exclamó el policía.

– Ya te dije que mi ordenador es en realidad la Moleskine, con éste me peleo un día sí y al otro también. -Abrió el programa de correo y tardó casi un minuto en encontrar el mensaje de su amiga- ¡Aja, ya lo tengo! Pero ¿dónde está el archivo?

Perdomo comprendió que Amanda podría tardar una semana en hallar el vídeo de marras, e incluso llegar a borrarlo por error, de modo que le rogó que se hiciera a un lado y le dejara a él a los mandos del ordenador. El correo de Nueva York venía, en efecto, con un link que llevaba a una página de descargas rápidas donde la amiga periodista había subido el archivo. Pesaba más de cien megas, pero tardó apenas un minuto y medio en bajarlo del servidor donde estaba alojado. El inspector cliqueó dos veces sobre el vídeo y, mientras éste empezaba a abrirse (con la parsimonia que caracteriza todas las aplicaciones de Windows), Amanda dijo:

– Te veo hecho un auténtico hacker, Perdomillo. El policía rió para sus adentros. Él no era ningún genio de la informática, pero comparado con la reportera, debía de parecer el mismísimo Bill Gates.

– Ahí tenemos a la Walters -indicó la periodista en cuanto se vieron las primeras imágenes- y ése del polo rojo es el asesino de Lennon. ¿Quieres que te vaya traduciendo o te las apañas bien con el inglés?

Perdomo negó con la cabeza, al tiempo que le hacía el gesto de silencio con el dedo, ya que Chapman había empezado a decir algo en el vídeo. El asesino convicto y confeso de Lennon -cabeza completamente rasurada- llevaba unas gafas graduadas enormes que le daban un aspecto inquietante, a medio camino entre primero de la clase y personaje de comedia barata de televisión. Hablaba con voz mortecina, hasta el punto de que parecía sedado, y de vez en cuando se humedecía los labios lentamente, con una lengua espesa y viscosa, como de sapo gigantesco.

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