Joseph Gelinek - Morir a los 27

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“John Winston, cantante y líder de The Walrus, aparece muerto con cuatro disparos en la suite de su hotel después de un concierto. La policía pronto descubre que Winston ha fallecido a una edad considerada maldita en el mundo de la música pop. Jimi Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison son algunos de los ilustres miembros del macabro club de los 27. A pesar de su imagen de apóstol de la paz, Winston tenía numerosos enemigos. Entre ellos, el irlandés Ronan O’Rahilly, “Mr. Download”, el más famoso pirata informático que mediante holografías, ha conseguido piratear el último bastión que les quedaba a los músicos: los conciertos en directo. Además, la investigación da un vuelco inesperado: Markk David Champman, el asesino de John Lennon que lleva recluido en prisión más de treinta años, asegura estar detrás de la muerte de Winston. Empresas discográficas sin escrúpulos seductoras groupies caza estrellas, fans enloquecidos… la novela muestra la cara más oscura del negocio del rock”.

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– Tengo entendido que algunos pueden valer una fortuna, ¿no? -comentó Perdomo.

– Pero yo no los colecciono por eso, sugarpie -le aclaró ella-, sino porque los vinilos hacen mucha compañía, y yo, como puedes ver, por no tener, no tengo ni perro.

– Entiendo -dijo Perdomo tratando de imaginar la clase de animal que le pegaría tener en su casa a Amanda. Llegó a la conclusión de que una boa constrictor era más adecuada a su personalidad que un chucho.

– El vinilo está vivo -dijo la reportera accionando el brazo del tocadiscos y poniendo a cero el volumen del equipo-. ¿Oyes? -Le animó a que se acercara-. He bajado por completo el volumen y aun así, se escucha la música.

Perdomo aguzó el oído y pudo efectivamente escuchar, como a través de un lejano teléfono, el basso ostinato de Money, el legendario tema de Pink Floyd.

– Y además -continuó Amanda-, estos discos me acompañan porque requieren más cuidados que un bebé. Hay que limpiarlos, quitarles la electricidad estática, vigilar que no se queden fuera de la funda para que no se rayen, tratar de que no pasen calor, de que no se aplasten. Es mejor que tener un acuario en casa. Son como los peces de ciudad, que cantaba Ana Belén.

– Tienes aún pocos ejemplares -observó Perdomo.

– Pero está a punto de llegarme un pedido muy notable que recogeré la semana que viene en La Vitrola, la mejor tienda de vinilos de Madrid. Si te portas bien, te dejaré acompañarme.

En ese momento sonó el teléfono fijo de Amanda y ésta atendió la llamada, en presencia del policía. La conversación fue muy breve y se desarrolló en inglés. Perdomo tuvo ocasión de comprobar que su anfitriona lo hablaba casi sin acento. Cuando colgó el auricular, Amanda se quedó mirando a Perdomo con una cara que no dejaba lugar a dudas: había noticias frescas.

– Tal como te prometí, he conseguido la entrevista en la que Chapman reivindica el asesinato de Winston. ¿Cuánto estarías dispuesto a pagarme por verla?.

28 Come taste the band

Perdomo había ordenado a Villanueva que, mientras él investigaba la pista Chapman en casa de Amanda, fuera interrogando a los tres integrantes de The Walrus que quedaban con vida. El subinspector telefoneó al hotel en el que estaban alojados los músicos, pero en recepción le dijeron que ninguno de los tres se encontraba en su habitación.

– ¿Puede mirar si alguno de ellos está en el bar del hotel o en la sala de internet?

– El señor Moon ya le puedo asegurar que no -respondió el conserje con voz malhumorada-. Anoche causó destrozos en el cuarto de baño de su habitación por un importe de tres mil euros y no sólo ha dejado de ser huésped del hotel sino que le hemos declarado persona non grata en todos los establecimientos de la cadena.

– ¿Y los otros dos músicos?

– No tengo ni idea de dónde pueden estar… espere, no sé qué me dice el botones.

Villanueva notó un vacío al otro lado de la línea y dedujo que el conserje había tapado el auricular con la mano mientras hablaba con el empleado. Al cabo de unos segundos, volvió a escuchar de fondo el bullicio del lobby y la voz de su interlocutor, bastante más animado por el hecho de poder ser de ayuda a la policía.

– Me dice el botones que el señor Bruce ha preguntado antes de salir (no hará ni veinte minutos) por los horarios del Museo del Prado. Cierran a las ocho, así que si va usted allí ahora no hay duda de que lo encontrará.

– ¿Está seguro de que no ha dejado ningún número de móvil? El Museo del Prado es muy grande.

– Dará con él muy fácilmente, subinspector. En mi vida he visto a un tipo vestido de manera más estrafalaria. ¡Y mire que pasa gente rara por aquí al cabo del año!

Quince minutos más tarde, Villanueva llegaba al Museo del Prado y se dirigió inmediatamente a la sala 27, donde se expone el que tal vez sea el cuadro más famoso de toda la pinacoteca: Las Meninas, de Velázquez. Quedaba sólo una hora para el cierre y el subinspector dedujo que el bajista intentaría aprovechar el escaso tiempo del que disponía concentrándose en el cuadro más importante de la colección permanente. Para su sorpresa, no logró dar con él ni allí ni frente a ninguna de las otras grandes obras maestras del Prado, como El caballero de la mano en el pecho, el Autorretrato de Durero o el Retrato ecuestre de Carlos V. Probó en la cafetería, donde no encontró más que turistas orientales, y luego se dirigió a la tienda del museo, en la que uno podía adquirir desde ceras infantiles con motivos de El jardín de las delicias hasta costosos facsímiles con bocetos de Rubens o de Goya. Desesperado, Villanueva solicitó por fin la ayuda de una de las vigilantes y le dio la descripción física de Bruce que le habían facilitado en el hotel. La mujer le indicó que mirara en la sala 8, donde se exponían Las alegorías de los sentidos, una serie de tablas en las que colaboraron Jan Brueghel el Viejo y Pedro Pablo Rubens. La pista resultó ser correcta porque, extasiado frente al óleo de El sentido del oído, Villanueva localizó por fin al bajista, un tipo pelirrojo, de estatura mediana, que vestía como un dandi. Había acudido al museo embutido en un traje verde pistacho entallado, con chaleco del mismo color, que al subinspector le recordó el empleado por Elton John en algunos conciertos. Tenía la piel tan blanca que parecía un mimo, pero esa palidez no le daba un aspecto enfermizo, sino histriónico. Era imposible no verle la cara y no pensar en el show business. Villanueva se acercó al músico, le mostró la placa y le informó de que él era uno de los dos detectives que estaban investigando el asesinato de John Winston.

– ¿Hay alguna pista? -preguntó el músico, en un inglés con fuerte acento escocés que a Villanueva le costaba entender.

– Ninguna todavía -mintió el policía-. Oiga, esto está lleno de gente y tengo que hacerle un montón de preguntas. ¿Qué le parece si vamos a un sitio más tranquilo?

Bruce le dijo que le acompañaría a donde hiciera falta, a cambio de que le concediera diez minutos de propina en la pinacoteca, para poder ver un par de cuadros más, también relacionados con la música.

– John -aclaró- dibujaba francamente bien y le prometí que le acompañaría hoy al Prado, a ver todos los cuadros relacionados con la música que hay en este museo. La verdad es que, después de lo que ha ocurrido, malditas las ganas que tenía de salir del hotel, pero he hecho un esfuerzo, porque en cierta forma siento que se lo debía a John.

– ¿Tiene usted alguna idea de quién o por qué le han asesinado? -preguntó Villanueva, incapaz de esperar a que Bruce terminara su visita al museo para empezar el interrogatorio.

El bajista pareció no haber escuchado la pregunta, porque en lugar de contestar, señaló hacia la parte izquierda del cuadro.

– ¿Sabe qué es ese instrumento? -Villanueva hizo un gesto negativo con la cabeza-. Lo podemos considerar el bajo eléctrico del siglo XVI, la viola da gamba. Se tocaba con arco, ¿lo ve? -Su dedo estuvo a punto de entrar en contacto con el lienzo-. Yo a veces, en los conciertos, también toco el bajo con arco. Ya sabe, como hacía Jimmy Page con la guitarra.

Al ver que Bruce estaba absorto en la pintura, el subinspector se ofreció a esperarle en la cafetería, pero el músico le rogó que se quedara.

– Me gustan los detectives -dijo-. ¿Será porque fue un escocés como yo el que creó al más grande de todos ellos? Me refiero a Sherlock Holmes, naturalmente. -Hizo un gesto con la mano, como para indicar que la visita proseguía-. John me dijo que no podíamos perdernos el Tiziano, Venus recreándose en el amor y la música -añadió.

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