Joseph Gelinek - Morir a los 27

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Morir a los 27: краткое содержание, описание и аннотация

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“John Winston, cantante y líder de The Walrus, aparece muerto con cuatro disparos en la suite de su hotel después de un concierto. La policía pronto descubre que Winston ha fallecido a una edad considerada maldita en el mundo de la música pop. Jimi Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison son algunos de los ilustres miembros del macabro club de los 27. A pesar de su imagen de apóstol de la paz, Winston tenía numerosos enemigos. Entre ellos, el irlandés Ronan O’Rahilly, “Mr. Download”, el más famoso pirata informático que mediante holografías, ha conseguido piratear el último bastión que les quedaba a los músicos: los conciertos en directo. Además, la investigación da un vuelco inesperado: Markk David Champman, el asesino de John Lennon que lleva recluido en prisión más de treinta años, asegura estar detrás de la muerte de Winston. Empresas discográficas sin escrúpulos seductoras groupies caza estrellas, fans enloquecidos… la novela muestra la cara más oscura del negocio del rock”.

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– ¿Tú sigues con tanto apetito como siempre?

– ¿Por qué me lo preguntas? -dijo coqueta la forense-. ¿Es que tienes pensado invitarme a cenar?

– No es por eso. Uno de los camareros del hotel asegura que Winston pidió un sandwich mixto al servicio de habitaciones poco antes de que lo mataran. ¿Tú crees que resulta creíble que Winston siguiera con hambre después de haberse metido entre pecho y espalda un banquete como éste?.

21 With a little help from my friends

Cinco minutos después de que Perdomo abandonara el Instituto Anatómico Forense, recibió una llamada telefónica de Tania.

– ¿Por qué no hemos hablado de nuestro café? -le preguntó la mujer, extrañada de que, al finalizar la autopsia, el policía no hubiera hecho ninguna alusión a la posibilidad de tener un encuentro amistoso, para recordar los viejos tiempos.

– ¿No te ibas a Barcelona? -dijo Perdomo.

– Sí, pero regreso mañana. ¿Quieres que quedemos a almorzar?

Perdomo se mantuvo en silencio, lo que cayó como una losa al otro lado de la línea.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Tania-. ¿Hay algún problema?

– Ninguno en absoluto. Pero tal vez no sea buena idea que nos veamos. -¿Y eso?

Perdomo volvió a dar la callada por respuesta. No sólo no le apetecía ya volver a ver a Tania, sino que ni siquiera deseaba tener que explicarle a su antigua novia por qué había cambiado de opinión. Eso provocó que la forense se viera forzada a imaginar lo que a Perdomo le pasaba por la cabeza.

– ¿Es por algo que he dicho o que he hecho durante la autopsia? Nunca te gustó demasiado mi humor negro. Pero no puedo evitarlo: mi padre lo era.

– ¿Tu padre era qué?

– Negro. Olvídalo, era un chiste malo, y por lo que veo, no lo has pillado.

– Tania, nos vamos a tener que ver de todas maneras, porque eres la forense del caso -dijo Perdomo.

– Pero tú sabes que hay formas y formas de verse -protestó la mujer-. Cuando me llamaste hace un par de semanas, pensé que querías tener conmigo un encuentro más personal. Pero déjalo, no nos compliquemos la existencia, que bastante difícil es ya de por sí la vida como para que encima nosotros la enredemos más.

Perdomo se dio cuenta de que Tania estaba a punto de colgar y no le gustó la idea.

– Espera -dijo-. Tienes derecho a saber por qué he cambiado de opinión.

– No es necesario, Raúl, me hago cargo: debes de tener una novia muy celosa, de esas que abducen a sus parejas, y cuando le has comentado que te ibas a tomar un café con una ex, te ha puesto mala cara y no quieres que se enfade.

– En este momento no sé si estoy en pareja, Tania -le aclaró Perdomo.

– Si no lo sabes tú, ¿quién lo sabe entonces?

– Probablemente, sólo lo sepa ella, que me mandó a la mierda el otro día después de decirle yo que había invadido mi espacio. Lo cierto es que no sé si sólo hemos discutido o hemos roto definitivamente.

– ¿No la has llamado para preguntárselo?

– Sí, y no me coge el teléfono. Y así llevamos meses.

– ¿Qué quieres decir?

– Tengo una relación guadianesca con mi chica, una trombonista en la Orquesta Nacional.

– ¿Cómo se llama? -preguntó la forense, cuya curiosidad aumentaba por momentos.

– Elena.

– ¡Hmmm!

– ¿Hmmm, qué?

– No me gusta.

– ¡Si no la conoces!

– Me refiero al nombre, Elena -aclaró Tania-. La guerra de Troya empezó por una Elena, es nombre de mujer conflictiva.

– Y también de mujer hermosa -le recordó Perdomo.

Escuchó cómo Tania reía al otro lado del teléfono antes de que ésta preguntase:

– ¿Ah, sí? ¿Es guapa? ¿Más que yo?

– Dejemos el tema -dijo el inspector. Se ponía nervioso cada vez que Tania empezaba a coquetear con él tan descaradamente.

– Dime al menos qué es eso de relación guadianesca. Estoy muy adaptada al castellano que se habla aquí, pero reconozco que hay palabros que se me escapan.

– «Guadianesco» quiere decir que viene y va, que aparece y desaparece, como el río Guadiana.

– Ah, yo las llamo «relaciones yo-yo». Como la que tenían los Burton, ¿no?

– Sí, claro, aunque desde entonces ha habido unas cuantas más -le recordó Perdomo, extrañado de que Tania hubiera citado un ejemplo tan antiguo-. Tommy Lee y Pamela Anderson, Ben Affleck y Jennifer López, Orlando Bloom y Kate Bosworth, Leonardo DiCaprio y Giselle Bundchen…

– ¡Qué informado estás! -exclamó Tania-. ¡Ni que leyeras la prensa del corazón!

– Un inspector de homicidios tiene que saber de todo -dijo Perdomo, dándose importancia.

– Pero ¿y todo esto qué tiene que ver con el hecho de que no podamos tomarnos ni un café? -objetó la mujer.

Perdomo suspiró. Había luchado por no abordar el tema, y menos aún por teléfono, pero sentía que le debía una explicación a su antigua novia y se lanzó a la piscina.

– Me robaste, Tania. Eso es lo que pasa.

Perdomo había sacado por fin a colación el episodio que había puesto término a la relación entre ambos. Una amiga de la infancia de Tania, llamada Yasmina, que estudiaba en la Escuela Latinoamericana de Medicina, le había pedido ayuda económica para poder abandonar Cuba. A Tania, que por entonces era una recién llegada a España y no tenía los medios para socorrerla, no se le ocurrió otra cosa que sustraer dinero de la cartera de Perdomo por un importe equivalente a seiscientos dólares, que era la cantidad que necesitaba su amiga. Cuando el inspector se dio cuenta del hurto, ni siquiera intentó recuperar su dinero, pero no volvió a dirigirle la palabra a Tania, ni quiso volver a verla.

– Te devolví hasta el último céntimo, Raúl -recordó la forense-. Se lo hice llegar a Villanueva, dado que tú te negaste a saber nada más de mí. ¿Es que no te lo entregó?

– Sí, estáte tranquila -refunfuñó Perdomo-. Me lo entregó.

– ¿Y no te explicó también que, con tu generoso donativo, mi amiga no sólo fue capaz de salir de La Habana sino que además lo hizo de forma segura y no en esas balsas espeluznantes que tantas vidas se cobran al año en mi país?

Perdomo se había enojado tanto en su día por el hecho de que Tania le sustrajera dinero sin permiso que ni siquiera quiso averiguar qué uso le había dado la forense.

– ¿El dinero, mi dinero, era para ayudar a una amiga? -preguntó sorprendido-. ¿Y por qué no me lo pediste, en vez de quitármelo de la cartera?

– Porque no me podía permitir que me dijeras que no -dijo Tania con franqueza.

Su respuesta indignó a Perdomo.

– ¿Ah, no? -exclamó-. Me pregunto si esa filosofía la aplicas en todas las facetas de tu vida, ¿sabes? Si el hombre del que te separaste te hubiera dicho que no quería tener hijos ¿qué hubieras hecho? ¿Quedarte encinta de todas maneras? ¿Contra su voluntad?

– ¿Qué carajo tendrá que ver mi hija con lo que estamos hablando? -protestó la mujer-. ¡Estás mezclando churras con merinas, Raúl!

– ¿Y tú crees -preguntó Perdomo, cada vez más irritado- que si en su día me hubieras contado todo esto, yo no te hubiera ayudado?

Tania se sintió incómoda y prefirió permanecer en silencio.

– ¿Sigues ahí? -anunció Perdomo.

– Sí, pero creo que voy a colgar -respondió la forense con voz dolida-. A veces tienes la virtud de hacerme sentir la hez de la tierra. Cómo es posible que aún estés enojado por algo que ocurrió hace diez años?

– No estoy enojado, Tania. Es sólo que hasta que no entiendo las cosas, soy como Humphrey Bogart en Casablanca.

– ¿De qué hablas? -preguntó la mujer.

– ¿No te acuerdas de Casablanca? Bogart se tira años sin saber por qué Bergman le abandonó en París y eso lo tiene completamente mortificado. Hasta que ella no se lo explica, en su reencuentro marroquí, él ni siquiera es capaz de escuchar El tiempo pasará, la canción que los unía. A mí me acaba de ocurrir algo parecido.

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