– No lo sé.
Frankie no respondió. Cambió de marcha y condujo en silencio.
En cada salida que cruzaban había varios monumentos a la civilización: casas y edificios de apartamentos, iglesias, sinagogas y mezquitas, centros comerciales y tiendas. Los arcos dorados de un restaurante de comida rápida colgaban torcidos. Una bolera había sido reducida a cenizas. Una tienda de mascotas se había convertido en un comedero para los zombis, mientras que un supermercado había sido saqueado hasta quedar vacío. Vieron el cartel de un motel que aseguraba tener habitaciones libres y televisión por cable, y una sala de cine que ofrecía treinta carteles en blanco.
Frankie se revolvió.
– ¿Qué pasará con todo esto?
Martin negó con la cabeza.
– No lo sé.
– Todo ha terminado, ¿verdad? Aunque ahora no sean suficientes, pronto lo serán. Empezarán a cazarnos, a encontrar a los supervivientes. O quizá esperen a que estemos todos muertos.
– Yo no estoy listo para morir -dijo Jim desde el asiento trasero-. Y algo me dice que tú tampoco lo estás.
Siguieron avanzando.
Martin empezó a tararear Rock of ages mientras Jim daba rítmicos golpecitos en sus armas. Frankie permaneció en silencio, perdida en sus pensamientos sobre Aimee y su propio bebé.
«Mi bebé…»
¿Qué clase de vida habría tenido si no fuese una yonqui y una puta? Obviamente, no habría durado mucho en este nuevo mundo, pero quizá habrían podido pasar algo de tiempo juntos, aunque fuese un día. En vez de eso, le fue arrancado de su lado y murió antes de poder experimentar qué era la vida, ni siquiera por un segundo.
Era culpa suya. Había fracasado como madre, como había fracasado en todo lo demás a lo largo de su miserable vida hasta que dejó el caballo y renació.
Se convenció a sí misma de que jamás volvería a fracasar.
Unos veinte minutos después, pasaron ante el cartel de la carretera de Garden State.
– Puedes dejarnos en la entrada -suspiró Jim-. Agradecemos tu ayuda.
– ¡Y una mierda! -exclamó Frankie-. Os voy a llevar hasta el final.
– No tienes por qué hacerlo -dijo Jim-. Tú misma lo has dicho, va a ser peligroso.
– Quiero ayudarte -insistió Frankie-. Necesito ayudarte. Por mí y por mi hijo.
Giró la cabeza hacia él y sus miradas se encontraron.
Le temblaba la voz.
– Perdí a mi hijo, así que quiero ayudarte a encontrar al tuyo.
Jim tragó saliva y asintió.
– Entonces métete por esta entrada.
Cogió su pistola y se la dio a Martin.
– Habremos llegado en un santiamén.
Tomaron la entrada y Frankie aceleró, dirigiéndose a toda velocidad hacia el peaje.
– ¿Alguien tiene suelto? -bromeó Martin.
Frankie revolucionó el motor y señaló hacia adelante.
– ¡Mirad!
Ante ellos, los zombis habían formado una barricada colocando barreras de cemento ante la mayoría de entradas del peaje. En las demás, las criaturas estaban unidas codo con codo hasta formar un muro de carne.
– Nos habrán visto venir desde el puente.
Jim subió a la torreta mientras Frankie aceleraba hacia la amalgama de zombis.
– ¡Jim! -le advirtió-, ¡la ametralladora no tiene munición!
Su respuesta se perdió en la ráfaga del M-16, que reventó varias cabezas e hizo que muchos zombis se desplomasen. Martin asomó por la ventanilla y apuntó con cuidado. Apretó el gatillo de la pistola dos veces, gritó y volvió al interior.
– ¡Nos están disparando!
– ¡Sujetaos! -gritó Frankie mientras pisaba el acelerador a fondo.
Se estrellaron contra el muro de zombis, lanzando a varias criaturas por los aires y aplastando a otras bajo las ruedas. Jim volvió al interior del vehículo en el momento en el que el parachoques delantero se estrellaba contra un zombi. El impacto hizo que la criatura rodase sobre el capó y atravesase el parabrisas hasta asomar la cabeza y parte de los hombros por el cristal, entre Frankie y Martin.
– ¡Mierda!
Frankie se sacudió los cristales de encima e intentó ver a través de las grietas que se extendían por el parabrisas.
El zombi se retorció, lanzando dentelladas hacia Martin.
– Agradezco mucho el viaje, chicos, ¿pero no sabéis que es peligroso recoger autoestopistas?
– Me he fijado en una cosa con respecto a tu especie -le dijo Martin con calma-. Todos tenéis el mismo humor negro. Creo que es porque tenéis miedo. Tenéis miedo de volver al lugar del que provenís e intentáis disimularlo.
La criatura empujó un poco más, ganando unos centímetros y partiendo aún más el cristal.
– ¡Haz algo! -gritó Frankie.
– No te tengo miedo, predicador -gruñó-. Vuestro tiempo ha terminado. Ahora nosotros somos los amos. ¡Los muertos heredarán la tierra!
Martin le metió la pistola en la boca mientras hablaba.
– Pues todavía quedan mansos en ella, así que tendréis que esperar vuestro turno.
Apretó el gatillo y el parabrisas se tiñó de rojo.
Con los disparos todavía resonando a lo lejos, Jim se dio la vuelta para comprobar si los estaban persiguiendo. Una bala rebotó en el techo y se incorporaron a toda velocidad a la carretera, dejando el peaje atrás.
– ¿Dónde estamos? -preguntó Frankie mientras sacaba la cabeza por la ventanilla para evitar un accidente.
– Cerca de West Orange -respondió Jim-. Creo que los hemos perdido por el momento. Frena y nos quitaremos a esa cosa de encima en un minuto.
Frankie giró hacia la mediana y frenó. Los tres bajaron del vehículo y Frankie y Martin montaron guardia mientras Jim agarraba al zombi por los pies y tiraba. Gruñó y puso todas sus fuerzas en el intento, pero el cuerpo estaba firmemente encajado en el parabrisas.
– Martin, échame una mano.
El anciano no respondió.
– ¿Martin?
Jim echó un vistazo y vio a Martin y Frankie mirando a lo lejos. A ambos lados de la carretera se extendía un cementerio hasta donde alcanzaba la vista, y la autopista pasaba justo por el medio. Miles de lápidas se erguían hacia el cielo, rodeadas de edificios y enormes solares desiertos. Algunas tumbas y criptas salpicaban el paisaje, pero había tantas lápidas que resultaban prácticamente invisibles.
– Sí -dijo Jim-, recuerdo este sitio. Cada vez que pasaba por aquí para recoger a Danny o dejarlo en casa se me ponían los pelos de punta. Da miedo, ¿verdad?
– Es increíble -susurró Frankie, asombrada-. Nunca había visto tantas lápidas en un mismo sitio. ¡Es enorme!
Martin susurró tan bajo que no se le oyó.
– ¿Qué has dicho, Martin?
Se quedó mirando aquel mar de mármol y granito.
– Ahora éste es nuestro mundo. Rodeados por la muerte.
– Hasta donde alcanza la vista -asintió Frankie.
– ¿Cuánto tardarán en desmoronarse estos edificios? ¿Cuánto aguantarán las lápidas? ¿Cuánto tiempo durarán los muertos después de que hayamos desaparecido?
Negó con la cabeza, entristecido, y se dirigió a ayudar a Jim. Con mucho esfuerzo, consiguieron sacar el cuerpo del parabrisas y continuaron su camino.
* * *
A medida que el sol se ponía, sus últimos y débiles rayos iluminaron un cartel que se encontraba ante ellos.
BLOOMINGTON – PRÓXIMA SALIDA
Jim empezó a hiperventilar.
– Coge esa salida.
Martin se dio la vuelta, preocupado.
– ¿Estás bien? ¿Te pasa algo?
Jim agarró el asiento con fuerza, jadeando. Sintió náuseas. El pulso se le aceleró y se le enfrió la piel.
– Tengo mucho miedo -susurró-. Martin, tengo muchísimo miedo. No sé qué va a pasar.
Frankie tomó la salida y encendió las luces. Esta vez, el peaje estaba desierto.
– ¿Por dónde?
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