Ramsey Campbell - Nazareth Hill
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Ramsey Campbell cuenta con más premios en el ámbito de las novelas de terror que ningún otro autor en el mundo.
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Al principio pensó que, después de todo, no había girado por completo el picaporte. Relajó la mano antes de intentarlo con las dos, con todas sus fuerzas. Esta vez escuchó cómo rozaba el cerrojo contra el metal y sintió la sacudida de la puerta. Llenó los pulmones de aire, haciendo que el cráneo se le antojara frágil como un huevo, y entonces sujetó el pomo con tal fuerza que las palmas de sus manos empezaron a palpitar. Tiró de él tan violentamente como pudo… tanto que, cuando la puerta se negó a ceder, estuvo a punto de soltar el picaporte y caer de espaldas. Se imaginó a su padre sujetando el pomo desde el otro lado, los pies apretados contra el marco, antes de preguntarse si no sería un miembro que había dejado de parecerse a una mano lo que estaba sujetando el pomo al otro lado del eje del picaporte que ella había vuelto a asir. El pensamiento hubiera hecho que se encogiera de no haber recordado que, seguramente, ninguno de los habitantes de las secretas estancias de Nazarill tenía la fuerza necesaria para ello. Soltó la puerta y entonces, como si pretendiera coger al obstáculo por sorpresa, tiró de ella. Esta vez escuchó un sonido tenue y desconocido a través de la ranura que había entre la puerta y su marco: un tintineo constreñido, un crujido metálico. Como si su voz hubiese sido desencadenada por el metal, su padre habló.
No estaba lejos de la puerta, quizá ni siquiera al otro lado del salón. Parecía atontado, como si acabasen de despertarlo de su sueño, pero preparado para estar más despierto.
– Empuja todo lo que quieras-murmuró en voz alta- Agótate. Ese cerrojo te mantendrá ahí dentro, te lo garantizo.
Por un segundo, ella se sintió tan incapaz de moverse como la misma puerta, y entonces empezó a lanzarse con el hombro contra ella, a darle patadas salvajemente, a tirar del pomo, sacudiendo el cuerpo como si se estuviera debatiendo para liberarse de una cadena. Al ver que sus acciones no tenían demasiado sentido, y que de hecho se agotaría si insistía, abrió la mano, se apartó tambaleándose y se sentó dejándose caer una vez que las partes traseras de sus piernas toparon con la cama.
Su padre no tardó en saludar al silencio.
– Confío en que empieces a recuperar el sentido. Debes quedarte ahí hasta que yo esté convencido de que puede liberársete.
– Ven a verlo -susurró Amy, consciente de que era algo que él no podía hacer. La voz de su padre sonaba increíblemente apagada, muy próxima al sueño… seguramente demasiado próxima como para que se diera cuenta de que le había dejado un medio de escape. Si desatornillaba las bisagras de la puerta, la habitación no podría mantenerla encerrada. Permaneció sentada en el borde de la cama mientras buscaba una herramienta a su alrededor.
No había ninguna a la vista: ni entre el desorden que reinaba sobre el suelo ni entre el que cubría la mesa. Podría haber utilizado una percha del armario, de no ser porque las perchas eran tan finas que cualquiera que tratase de utilizar probablemente se doblaría o incluso se partiría antes siquiera de que uno solo de los tornillos se moviera. Estaba empezando a alzar los puños con desesperación mientras atrapaba un chillido entre los dientes, cuando su mirada vagó hasta el bolso que había olvidado en medio de la habitación. Cayo de rodillas a su lado y vació las pocas cosas que contenía sobre el suelo.
¡Si hubiera pensado en recoger las pastillas que Beth le había dado! No obstante, en aquel preciso momento, lo más importante era que tenía el peine de metal. Se inclinó para recogerlo y lo colocó a su lado, bajo una arruga del edredón, y esperó, y luego se obligó a esperar mucho más. No tenía idea de cuánto -muchísimo- tiempo pasó antes de que su paciencia fuera recompensada por un sonido al que le dio la bienvenida con entusiasmo: los ronquidos de su padre.
– Tú sigue durmiendo -susurró-. Hace rato que ha pasado tu hora de acostarte. Duerme y sueña con… -No sabía con qué le gustaría que él estuviera soñando: ciertamente, no con ella; la idea amenazaba con encerrarla una vez más en la pesadilla que había construido a su alrededor. Quizá debería estar soñando con su madre, si eso tenía la capacidad de despertar su viejo yo, pero Amy no quería imaginarse el recuerdo de su madre engullido por el cerebro que su padre tenía ahora. Todo lo que le importaba era que permaneciera dormido mientras ella sacaba los tornillos de la puerta; si necesitaba el sueño tanto como los ojos de ella, que lo tuviera. Se levantó de la cama, asegurándose de que el crujido del edredón no resultaba audible fuera de la habitación. En dos pasos sigilosos llegó hasta la puerta, donde insertó la punta de la empuñadura metálica en el tornillo superior. En cuanto hizo girar el peine, la punta se deslizó de la ranura.
Ya lo había esperado. Colocó el borde de la empuñadura dentro de la ranura y, tras asegurar la improvisada herramienta con una mano, trató de hacerla girar con un golpe del borde de la otra. El tornillo permaneció firme mientras el peine empezaba a doblarse. Lo intentó con el siguiente tornillo y luego con el siguiente, y tuvo que arrodillarse para alcanzar el último, el ángulo de cuya ranura hizo casi el peine tocara el suelo. Ninguno de los tornillos cedió ni tan siquiera un milímetro, pero cada uno de ellos dobló un poco más el peine. Cuando por fin volvió a incorporarse, temblando y secándose el sudor de los rescoldos que eran sus ojos con el revés de la mano libre, el peine estaba doblado como una sonrisa. No se estaba burlando de ella, se dijo, le estaba mostrando cómo proceder. Se sentó en el borde de la cama de nuevo y pisó con fuerza la punta de la empuñadura mientras, con las dos manos, sujetaba el peine y lo doblaba hacia ella. Al instante, antes de lo que ella esperaba, se partió.
La mayor parte de la empuñadura estaba temblando bajo su talón pero, un par de centímetros más o menos sobresalían todavía del peine. Seguramente eso sería lo bastante fuerte. Volvió a acercarse subrepticia a la puerta, alentada por los ronquidos de su padre, y encajó lo que quedaba de la empuñadura en el primero de los tornillos, o al menos creyó que lo había hecho. Necesitó dos intentos, en cada uno de los cuales el metálico muñón resbaló sobre el disco, para convencerse de que su proyecto de destornillador era más grueso que las ranuras.
Al segundo intento, el metal le arañó la mano. Envolvió el peine en su pañuelo e intentó mover el tornillo utilizando el borde del corte, pero no logró que permaneciera alojado en la ranura. Ella persistió y el peine se deslizó sobre el tornillo y arrancó una astilla a la madera. Entonces su padre emitió un sonido más ruidoso, rayano en lo articulado, como si hubiese sentido el peligro y estuviera tratando de despertar. En cuanto estuvo segura de que había vuelto a sumirse por completo en el sueño, reanudó el ataque contra el tornillo con una fuerza tal que hizo que le temblaran las muñecas, mas solo logró arrancarle otra astilla a la madera.
– Hijo de puta -dijo con los dientes casi apretados, antes de darse cuenta del dolor que experimentaría si llegaba a juntarlos. Entonces dejó caer el peine al suelo. No sabía si se había referido a su padre o a su improvisada herramienta o a la totalidad de la vida y a quienquiera que pudiera ser responsable de ella. La tela se abrió para mostrar el peine; estaba a punto de recuperar el pañuelo cuando se percató de que era posible que lo hubiese estado utilizando de manera errónea-. No quería decirlo -murmuró, sin estar muy segura de a quién se estaba dirigiendo, seguramente a alguien que pudiera ayudarla. Recogió de nuevo el pañuelo e insertó el extremo de la púa más alejada de la empuñadura en la ranura del primero de los tornillos.
Encajaba a la perfección. El ángulo, sin embargo, era difícil, puesto que la ranura estaba casi en vertical. Volvió a envolver el peine en su pañuelo y apretó la púa contra la ranura con todas sus fuerzas. Entonces sujetó los nudillos de la mano que estaba empuñando el peine y ejerció toda la fuerza que pudo. Sintió que el metal se doblaba al instante.
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