Ramsey Campbell - Nazareth Hill

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Amy, una niña de ocho años, la llamaba la casa de las arañas porque la daba escalofríos, hasta que su padre la reprendió por ser tan tonta: no había nada de lo que asustarse, solo era una mansión con vistas al pueblo. Pero cuando su padre la aúpa hasta una ventana para que pueda mirar dentro, lo que ve difícilmente calma sus miedos.
Ramsey Campbell cuenta con más premios en el ámbito de las novelas de terror que ningún otro autor en el mundo.

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– Tu madre está loca y tú estás muerta. Vas a quedarte aquí, en Nazarill.

Amy no supo si el grito que respondió a aquellas palabras era suyo, pues sonaba mucho más lejano, apagado y distinto a cualquier sonido que hubiese querido que saliera de su boca. Una luz se apoderó de sus ojos y, mientras parpadeaba enloquecida para recuperar la vista, vio su dormitorio, a su padre que entraba a trompicones al tiempo que intentaba abrocharse la bata y, detrás de él, a su madre.

– Va, ya está, ya está -la arrulló su padre, con la voz que ella conocía-. Estamos aquí. ¿Estabas soñando?

– Sí-gañó Amy-. No me gusta. Era feo. Era horrible. -Su lengua volvía a funcionar, estaba en casa, con sus padres cogiéndole las manos con las manos a las que ella estaba acostumbrando. Tanto ellos como el cuarto no tardaron en parecer lo bastante sólidos como para persuadirla de que solo había sido un sueño pero, por el momento, se aferraba a una decisión con más fuerza que a sus padres. Ocurriera lo que ocurriese, jamás en su vida volvería a acercarse a Nazarill.

1. Lo nuevo por lo viejo

Hedz no Fedz era la más pequeña de las tiendas de aquel extremo del Paseo del Mercado, pero su escaparate ofertaba más artículos que los de sus vecinos, Empeño con Tesón y Caridad Mundial, juntos. El aviso de la esquina inferior derecha de la ventana, ESTAS PIPAS SON SOLO DE ADORNO, no conseguía tapar la vista. Alguien, o el viento, había tirado el letrero portátil que alertaba a los clientes del mercado de la existencia de la tienda. Amy desdobló la señal (HEDZ NO FEDZ: TODO LEGAL) todo lo que daba de sí la cadena y la plantó en la acera, antes de echarse su bolso mexicano de lona al hombro y entrar en la tienda.

Los móviles de cascabeles anunciaron su llegada, pero Martie apenas se molestó en levantar la vista y continuó pegando etiquetas con precios en el contenido de una caja que tenía sobre el mostrador.

– ¿Qué clase de pipa es esa? -preguntó Amy, por encima de los compases de una voz grabada que la animaba a «pasar sin llamar».

– Eléctrica. Se aprieta aquí y no hace falta chupar.

– Qué competitiva.

– Justo a tiempo para Navidad. -Martie apretó una etiqueta con un pulgar regordete-. A ver si así descubrimos dónde se esconde el dinero. Ya que estás ahí de pie con esas piernas tan largas que tienes, ¿por qué no me haces un poco de hueco en el escaparate?

Amy soltó la bolsa en el suelo y se produjo un golpeteo de libros sobre los tablones desnudos, los cuales siempre le parecían sucios de la tierra acumulados durante los años que la tienda había sido una frutería. Tuvo que retirar collares de cuentas, colgantes de amonites, incensarios, pegatinas holográficas y cristales recogidos en cajitas acolchadas antes de dar con un hueco de su agrado, entre una talla africana y un libro de filosofía oriental, para la pipa nueva. Salió para ver qué tal llamaba la atención desde la calle y regresó a tiempo de escuchar el traqueteo de una puerta metálica que se cerraba en otra tienda de la plaza del mercado.

– Yo la compraría.

– Seguro que te iban a mirar de modo raro en casa.

– Ya lo hacen. -Amy se metió la boquilla en el agujero izquierdo de la nariz.

– De lo contrario, te llevarías una decepción, ¿a que sí? Recuerdo que yo me sentía igual cuando todavía andaba intentando decidir quién era. -Martie miró más allá de Amy y frunció el ceño-. De todos modos, siempre hay miradas sin las que podría pasar.

Amy se giró y no vio más que una coronilla, una mata de pelo aún más corto que el de Martie, una cabeza agachada como si fuese a embestir la ventana. El guardia de seguridad de la plaza del mercado se enderezó, dejó de escrutar la pipa eléctrica y entró en la tienda, poniéndose la gorra y tirando de la visera hacia sus ojos, tan pequeños como suspicaces. El tintineo del móvil resultó apenas audible por culpa del siseo del transmisor que pendía del cinto del hombre.

– ¿Podemos echarte una mano en algo? -preguntó Martie.

– Que corra el aire. -Dedicó un momento a hurgar entre los discos compactos hasta que los primeros de cada hilera se hubieron inclinado hacia delante, momento en el que apuntó al amplio y sereno rostro de Martie con el suyo, huesudo y abigarrado, tan barbilampiño que parecía depilado-. No me gustaría tener que preguntar dónde han estado metidas esas manos delante de esta señorita.

– O sea, que prefieres esperar hasta que estemos a solas.

– Entonces sí que descubriría si eres una puntillosa o qué, enseguida, además. -El guardia enseñó los dientes superiores con un chasquido, antes de afanarse en componer un ceño compungido que meció la visera de su gorra y dirigirse a Amy-. No me diga que no encuentra aquí nada de su gusto.

Su interés, tanto si era genuino como fingido, le revolvió el estómago.

– Pues sí. Mi amiga Martie.

– ¿Dónde? -dijo el guardia, antes de señalar a Martie con la suela de una bota-. Ah, esa. Diminutivo de Martin, ¿verdad?

– Martha -respondió Amy, furiosa consigo misma por haberse dejado provocar y contestar-, y tú lo sabes, Shaun Pickles.

– ¿Cómo va a saberlo nadie, sin acercarse más de lo que debería una persona decente? Si fueses mía, no permitiría que trabajases aquí los sábados.

– No creas que vas a recibir ofertas como esa todos los días, Amy.

– No podría soportarlo -dijo Amy, lo cual no era bastante-. Ya que tanto te preocupas, ¿por qué no le dices a tu hermana Denise que deje el trabajo en el estanco? -le preguntó al guardia.

– Porque ella tiene dieciséis años y es legal.

– Yo también -dijo Amy, añadiendo el «casi» para sus adentros.

– Entonces debes de ser lo único que pueda llamarse así aquí dentro.

– Lo que te excluye. -Amy se sentía como si acabara de regresar al patio del colegio de primaria de Partington, apuntándose tantos dialécticos de tan baja estofa que resultaba imposible enorgullecerse de ellos-. ¿No tendrías que ir a comprobar si está todo cerrado para pasar la noche?

– Ya haré mis rondas, no tengas miedo. Por eso he venido, para avisarte de que si quieres pasar por el precinto para ir a casa, más vale que te vayas despidiendo de ella. Si quieres cruzar ahora, esperaré para cerrarlo.

– Gracias, no te preocupes. No osaría interrumpir tu ronda.

– Si no te vienes pronto conmigo, tendrás que ir…

– ¿Tú no te das cuenta de lo pelmazo que eres? -Ni siquiera aquello parecía suficiente para disuadirlo. Amy estaba preguntándose cómo de brusca tendría que ponerse cuando se escuchó de nuevo el repiqueteo de las campanitas-. Hola, Rob -saludó, con tanto entusiasmo que su novio compuso cejas, párpados y barbilla en punta, como un mimo que fingiera sorpresa-. Rescátame.

– De… ah. -Rob se tiró del pendiente que llevaba en la oreja y le dedicó al guardia un parpadeo de aquellas pestañas que eran la envidia de Amy-. Recuerdo cuando nos conocimos.

– Como todos los culpables.

– Mi primera semana en la escuela, eso fue -le dijo Rob a Martie, que profirió un bufido burlesco-. Me acorraló contra una esquina y me preguntó qué clase de nombre era Robin. «¿Es el pipiolo que va con Batman, no?» y, para cambiar un poquito, «¿A que te gusta Batman?» y pum, pum, pum en las costillas. Y cuando le dije que claro que sí que lo era, va y tampoco aquello le puso de buen humor.

El transmisor que llevaba Shaun al cinto siseó y él le puso la mano encima como si fuese un pistolero.

– Bueno -dijo, con voz tensa-, pues aquí me tienes.

– Ya, aquí nos tenemos los dos. Qué patético, ¿no?

– ¿Piensas hacer algo al respecto?

– Pues mira, a lo mejor le cuento a mis amigas cómo solíamos llamarte en el colegio.

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