Ramsey Campbell - Nazareth Hill

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Amy, una niña de ocho años, la llamaba la casa de las arañas porque la daba escalofríos, hasta que su padre la reprendió por ser tan tonta: no había nada de lo que asustarse, solo era una mansión con vistas al pueblo. Pero cuando su padre la aúpa hasta una ventana para que pueda mirar dentro, lo que ve difícilmente calma sus miedos.
Ramsey Campbell cuenta con más premios en el ámbito de las novelas de terror que ningún otro autor en el mundo.

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«Vengan a bailar conmigo, tanto viejos como niños, lejos del árbol y de su abrigo.

Hay canciones que cantar, hay prodigios que observar, os digo.

Vengan a bailar conmigo, a la luz de la luna, tanto niños como ancianos.

Tendrán alas en los hombros y rocío en los zapatos».

«Bailemos hasta la luna, madre Hepzibah, huyamos.

Vendrán por la mañana para clavarte sus agujas».

«Deja que vengan a mi casucha, quienes quiera que sean.

Ya sé a lo que puedo jugar con ellos», responde Hepzibah.

«Ya han venido, madre Hepzibah, el alba los ha acercado.

Tu gato se ha ahogado, como que tus amigos han volado».

«Buenos días, maese Matthew, pues ya veo que sois vos»,

dice Hepzibah, «¿no querrás bailar conmigo un paso a dos?»

«Que venga con nosotros, camaradas, acérquenla al roble.

Hasta que se le rompa el cuello, va a dedicarnos un baile».

«No se baila sin pareja, y quiero que Matthew sea mi compañero.

Deja que pase un año y volveremos a vernos.

Volveré para buscarte, dondequiera que habites»,

dice la vieja Hepzibah la Loca, «y bailaremos por los aires».

Amy había llegado al pie de la página izquierda cuando oyó que su padre la llamaba. Cerró el libro con un dedo dentro. Debía de haberse quedado traspuesta en algún momento, porque su taza con el lema Salvad a los Niños había aparecido al lado del lomo iluminado. Se había formado una capa de nata arrugada sobre la superficie del chocolate. No se acordaba de que se lo hubieran traído. Engulló el líquido apenas templado en el momento que su padre levantaba la voz.

– ¿Amy? A cenar.

– Ya voy. Es que estaba buscando… -Dejó el libro boca abajo, abierto por las páginas que estaba leyendo, y apagó las luces del cuarto.

Su padre salía de la cocina en dirección al salón para recoger el plato de cordero que había dejado en la ventanilla para servir. Su madre estaba sirviendo refrescos. Ambos se limitaron a dedicarle sendas sonrisas hasta que su padre hubo celebrado su ritual dominical de trinchar la carne y servir la guarnición de verduras, momento en el que preguntó:

– ¿Qué tal está la convaleciente?

– Bien, creo. -Amy tuvo la impresión de que lo decía para que él se sintiera mejor-. Me parece que ha sido el catarro. No estaba asustada de verdad. Ahora ya no tengo miedo.

– Eso es lo principal -convino su padre, y arqueó la más gris de sus cejas en dirección a su esposa-. Estaremos de acuerdo en eso, ¿no?

– Si Amy lo dice, será verdad, porque ella es la única que puede saberlo.

Amy no estaba segura de lo que sabía; se sentía como si no pudiera concentrarse en la conversación, ni en ella misma, así que se concentró en la masticación del primer bocado de cordero; tuvo la desacostumbrada certeza de que era carne. No conseguía tragar el pedazo, que no paraba de crecer. Sus esfuerzos debieron reflejarse en su rostro, porque su padre no tardó en intervenir.

– ¿He perdido el toque con el asado?

– Es que me parece que no tengo mucha hambre, papá.

– Supongo que se podrá resucitar, pero ya no es lo mismo. ¿No te tienta un poco de helado?

Si aquello pretendía conseguir que Amy confesara que tenía más hambre de lo que estaba dispuesta a admitir, no funcionó; negó con la cabeza.

– ¿Quieres acostarte en condiciones? -sugirió su madre. -Por favor, sí.

– Entonces, deprisa -dijo su padre-. Por esta vez, nos ocuparemos nosotros de lavar los platos. Cuando hayamos terminado, subiremos a ver cómo estás.

Ojala Amy lo supiera. Parte del bocado de cordero se había alojado debajo de su lengua, y corrió al cuarto de baño para deshacerse de él antes de atacar su dentadura con el cepillo cargado de pasta. Se lavó la cara y se desenredó el cabello, enmarañado por culpa de la niebla. Ya en su cuarto, se puso el pijama y se acurrucó bajo el grueso edredón de invierno, sobre el que giró El cuerno de la abundancia de un niño para terminar de leer el verso. Mas las páginas por las que estaba abierto el libro albergaban un poema acerca de una vieja lavandera que frotaba la ropa con tanta fuerza que había excavado un agujero hasta aparecer en la otra cara del planeta.

Amy miró la página anterior, luego la siguiente. Ambas contenían historias que ya conocía, como la de la lavandera. Hojeó el libro hada delante y atrás en busca de Hepzibah la Loca, frotando todas las esquinas con dos dedos por si el verso se hubiera quedado atrapado entre dos páginas pegadas, hasta que intervino su madre.

– No quiero que te desveles si estás tan cansada, Amy. Tu padre está a punto de acabar con los platos y luego sube para echar un vistazo.

Amy supuso que aquello le daría tiempo de sobra para encontrar a Hepzibah la Loca, pero su madre le quitó el libro de las manos y lo devolvió a la balda.

– Eres igual que yo -murmuró-. Mi madre siempre decía que no eran capaces de cerrarme los párpados hasta que no había llegado al final del libro que estuviese leyendo.

Se sentó en la cama y cogió la barbilla de Amy con delicadeza, mientras le acariciaba la frente con la otra mano.

– Eso no va a poder ser hasta dentro de mucho, mucho, muchísimo tiempo. Lo que quiero decir es que a ti y a mí nos encantan los libros. ¿Quieres que te cuente una de las historias con las que solía dormirme mi madre?

– Por favor, sí, mamá.

– A ver, que me acuerde de alguna. -Siguió acariciando la frente de Amy como si esta fuese una lámpara de la que pudiera aparecer un cuento, hasta que dijo-: ya sabes que tienes que tienes que ser tolerante con tu padre de vez en cuando. Tiene un trabajo muy difícil, en el que tiene que tratar con personas y no solo con libros.

– Ya lo sé. Es mi papá.

– Cierto, todos nos conocemos de arriba abajo. Ojalá siempre sea así. -Cogió las manos de Amy entre las suyas y la envolvió con su mirada azul oscuro. Dejó que sus amplios labios rosados se relajaran para esbozar la sonrisa que era para Amy igual que un beso mientras dormía-. Érase una vez una princesa llamada Amy, camino de cumplir los nueve años…

Amy escuchó el cuento acerca de la princesa y el castillo encantado, donde cada habitación albergaba a un príncipe que no acababa de ser lo bastante bueno para ella. Descubrió que uno de ellos era calvo cuando se quitó la peluca junto con la corona, otro se dejó un diente en un pastel que le dio a probar, un tercero se emocionó tanto ensalzando su belleza que se le salió el ojo de cristal… Amy se rió con cada uno de ellos, aunque cada carcajada la transportaba más y más adentro del país de los sueños. Ella quería quedarse despierta hasta que su padre subiera para darle las buenas noches, quizá incluso tuviese ocasión de rastrear El cuerno de la abundancia de un niño antes de quedarse dormida.

Debió de quedarse traspuesta, porque se había perdido el final de la historia. Su madre se había callado y ya no sujetaba las manos de Amy; de hecho, ya no estaba en el cuarto. Ahora llegaba el padre de Amy, su silueta se recortaba contra una luz como no la había visto antes en la casa y, de repente, sin saber por qué, Amy quiso llamar a gritos a su madre y salir corriendo del cuarto. Su boca se abrió como una herida y descubrió que no podía moverse. La luz se convirtió en un destello y vio dónde se encontraba. No era la cama en la que se había acostado, ni reconocía la habitación.

Cuatro sombreros colgaban alineados en la pared de su izquierda; a su lado, tres collares de cuentas negras adornaban una mesilla con espejo. Eso fue todo lo que tuvo tiempo de ver antes de que las llamas detrás de su padre, en el umbral, restallaran con tanta fuerza que su reflejo en el espejo le iluminó el rostro. Aquellos ojos parecían más brillantes y más peligrosos que las llamas, su mueca enseñaba los dientes y también las encías, pero su voz era fría como el hielo.

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