Ramsey Campbell - Nazareth Hill
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Ramsey Campbell cuenta con más premios en el ámbito de las novelas de terror que ningún otro autor en el mundo.
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Vino desde su espalda, de donde menos la hubiese esperado. Atizó las llamas a su alrededor para abrazar hasta el último centímetro de su cuerpo que todavía no estuviese ardiendo. Sus piernas dieron un último paso tambaleante y dejaron de ser capaces de sostenerlo. Cayó a pocos metros de distancia de la puerta de Amy. Escuchó el ruido de su cuerpo al chocar contra la alfombra, pero no sintió el impacto; quizá no le quedaba nada con lo que sentir… aunque eso no era cierto, porque sintió un dolor impotente al ver cómo avanzaban las llamas desde la cocina en dirección a la puerta de Amy. Entonces el fuego recorrió crepitando los paneles de la pared que había sobre él, y supo que el combustible de ese fuego era su propio cuerpo.
28. Más allá de la colina
Mientras Amy iba recuperando la consciencia, parecía incapaz de ver o respirar. Una sustancia más pesada y más sólida que la oscuridad la estaba llenando hasta el cerebro. Si volvía a apagar su percepción, estaría encantada. Estar despierta no suponía más que dolor y una sensación de reclusión y pérdida. No tenía sentido tratar de permanecer alerta por si alguien la salvaba, porque nadie iba a hacerlo. Ahora comprendía por qué había hecho tan pocos amigos: la gente en la que uno confiaba desaparecía cuando más se los necesitaba, como había hecho su madre o, en otro sentido, su padre. Al comprender esto pudo olvidarlo, junto con todo lo demás. Ni el ver ni el respirar le parecían buenas razones para combatir la oscuridad, y una vez que dejase de hacerlo no las echaría de menos. Pensar era la razón más débil de todas, especialmente cuando había una multitud de sueños esperando a ser soñados y que no requerían de ella nada más que la relajación. Era hora de que regresase a las tinieblas.
Solo que una presencia situada a una distancia indeterminada de su consciencia no parecía dispuesta a dejar que lo hiciera. Una profunda falta de sensaciones se había apoderado de su cuerpo, anulando incluso el dolor que hubiera debido estar sufriendo, así que dudaba que el elemento problemático fuera parte de ella, a no ser que fuera la misma ausencia. Quizá era esa oscuridad que era más que oscuridad… que, ahora que su percepción la examinaba de mala gana, era mucho más parecida al humo. ¿Cómo podía haber pasado por alto su acritud? Ya no podía soportar la inconsciencia, así que se levantó de la cama.
En un primer momento fue incapaz de localizar el suelo. Quizá, no pudo evitar pensar, había menos suelo que encontrar. La idea de que podía dar un paso y caer a un vacío tan absoluto como su visión estuvo a punto de hacerla retroceder. Pero imaginar lo peor podía ser menos soportable que conocerlo. Además, ahora estaba logrando abrirse camino en la dirección en la que su instinto le decía que se encontraba la puerta, aunque no podía sentir nada bajó sus pies. Igualmente sus ojos podrían haber sido reemplazados por la oscuridad; le era imposible saber si estaba viendo el contorno difuso de la puerta o si aquello era una impresión que su mente se sentía obligada a proporcionarle. Pero la puerta se encontraba de hecho donde ella la había emplazado, y lo único raro era que el bloque de cenizas en el que aparentemente se había convertido se desperdigó, revelando el salón… revelando que el salón apenas se encontraba ya allí.
Una de las pinturas yacía a los pies de la pared opuesta, el rostro tras el cristal tan chamuscado que resultaba imposible de reconocer. Presumiblemente, lo único que quedaba de los paneles era el hollín que cubría los ladrillos. Podía ver el interior de la caverna ennegrecida que había sido el dormitorio de su padre; ya no tenía puerta ni cristales en la ventana. La mayor parte de su suelo, al igual que le ocurría al del salón, se había consumido, dejando tan solo unas pocas vigas y algunos tablones carbonizados aquí y allá que, a juzgar por su aspectos consistían fundamentalmente en cenizas. A través de los espacios abiertos entre ellos pudo ver las profundidades de Nazarill. Por un momento pensó que al menos el tejado había sobrevivido, y entonces una estrella brilló en medio de la negrura, cuarteada que había sobre su cabeza.
Así que el incendio de su pesadilla había tenido lugar sin que ella fuera consciente siquiera. Y no solo el incendio, sino la marcha de los bomberos, que aparentemente la habían abandonado en las ruinas. En cualquier caso, el desastre parecía haber ahuyentado a. su padre; no la importaba que no la hubiera salvado, solo que hubiera desaparecido. Reinaba el silencio en Nazarill, a excepción: del susurro de las cenizas en un viento que azotaba la negra piel de las paredes, y entonces escuchó cómo un pedazo de tejado se deslizaba sobre los ladrillos en los que descansaba y caía, en una estrepitosa serie de rebotes, hasta llegar a los cimientos.
Aunque hubiera estado tentada de esperar a que la encontraran -su cuarto la había protegido, después de todo; asumió que la falta de ventilación había mantenido a raya el fuego-, ahora se sentía demasiado vulnerable. ¿Qué podía hacer? Pedir ayuda había demostrado ser inútil en el pasado, y ahora carecía de voz. Sea como fuere, cuando consideraba las luces de Partington, tal como se veían desde el agujero chamuscado en el que había estado la ventana, no le parecían menos distantes e indiferentes que las estrellas del cielo. Nadie la ayudaría salvo ella misma, pero cuando bajó la mirada hacia el suelo y comprobó lo poco que quedaba de él, no estuvo segura de que eso fuera a ser suficiente. La perspectiva de los negros agujeros que mediaban entre los restos de los tablones sostenidos por vigas consumidas hacía que incluso el lugar que ocupaba, en el umbral de la puerta, se le antojara cada vez más precario. Pero si se decidía a abandonarlo no estaba en modo alguno segura de que pudiera distinguir espacios firmes en el suelo en medio de la cambiante y humeante oscuridad. Lo difícil de su situación amenazaba con reducirla hasta un punto en el que solo habría espacio para su pánico, pero no podía dejar que tal cosa pasara.
– Ayuda -dijo su mente.
La súplica estaba dirigida solo a ella misma y, sin embargo, no se sintió del todo sorprendida cuando le llegó una respuesta desde el exterior. Hubo un crujido de madera al otro extremo del salón, y la puerta se entreabrió ligeramente mientras una forma pequeña y tenue entraba en el apartamento. Habilidosa como un acróbata, corrió hasta Amy sobre los restos del suelo y se sentó sobre los cuartos traseros. Antes de que ella pudiera distinguir su rostro en la oscuridad, dio la vuelta y empezó a rehacer el camino seguido con más lentitud, en dirección al pasillo. Aproximadamente un metro más allá se detuvo y volvió la mancha envuelta en sombras que era su cabeza hacia ella. Quería que lo siguiera, y le estaba mostrando el camino.
Podía ser un gato; tenía más o menos el tamaño de un gato. La oscuridad le permitió tomarlo por la astuta mascota de alguien, extraviada en el edificio, que la estaba guiando como hacían las mascotas astutas en historias que había leído hacía mucho tiempo. Y aunque fuera lo que ella sospechaba que podía ser, era lo único que tenía, y había acudido cuando ella la había llamado. Mientras la imprecisa cabeza se balanceaba y la llamaba con gestos, abandonó su refugio y pisó la primera de las pasaderas que eran todo lo que quedaban del suelo.
Titubeó sobre la expuesta y chamuscada viga y un vacío de tres pisos se elevó hacia ella para arrastrarla hacia abajo. Entonces recobró el equilibrio y avanzó inmediatamente hasta: el siguiente punto firme. Recordó que en las historias el truco; estaba en no mirar nunca abajo, así que mantuvo su atención en el siguiente paso que tenía que dar. Era como aprender a caminar de nuevo, pero más estimulante. Su guía debía de están muy segura de ella, porque se había vuelto y le estaba mostrando los siguientes pasos de su ruta. Amy no podía estar menos segura de sí de lo que él parecía estar, y en menos que canta un gallo se dio cuenta de que había llegado al final del salón.
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