Ramsey Campbell - Nazareth Hill

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Amy, una niña de ocho años, la llamaba la casa de las arañas porque la daba escalofríos, hasta que su padre la reprendió por ser tan tonta: no había nada de lo que asustarse, solo era una mansión con vistas al pueblo. Pero cuando su padre la aúpa hasta una ventana para que pueda mirar dentro, lo que ve difícilmente calma sus miedos.
Ramsey Campbell cuenta con más premios en el ámbito de las novelas de terror que ningún otro autor en el mundo.

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– Se están acercando. Están en todos los lugares a los que miras. Quieren que estés bien solo para que nadie pueda ayudarte. No te dejarán salir a menos que yo esté contigo. Abre la puerta mientras todavía puedes, antes de que lleguen al salón.

Su padre había dejado de rezar. Hubo un chirrido de madera contra madera, como si él hubiese apartado un banco en el que hubiera estado sentado. No debía tener miedo de seguir provocándolo.

– Se están acercando, millones de ellas, todas las arañas de la casa araña. Puedo sentirlas, esperando. Te están dando solo una oportunidad para dejarme salir, y si no lo haces, te…

No sabía qué más podía decir, qué pesadillas podía invocar para él, pero no parecía haber necesidad. Mientras estaba hablando escuchó como irrumpía él en el salón y, mientras se quedaba sin palabras, sintió cómo abría el cerrojo tan violentamente que la fuerza del movimiento se trasladó hasta su mano por el pomo de la puerta.

Mientras la puerta se tambaleaba frente a ella, sostenida a duras penas por una sola bisagra, Amy soltó el pomo y se preparó para esquivar a su padre. Al instante se dio cuenta de que debería haber dado un tirón a la puerta para desequilibrarla y asegurarse de que él no podía volver a cerrarla, pero ya era tarde para eso. Su padre se abalanzó sobre ella y le dio una rápida bofetada en pleno rostro.

Se hubiera hecho a un lado de no haber estado paralizada momentáneamente por la visión del objeto que había en su mano: las grandes tijeras que había sacado del cajón cuyo chirrido de madera había escuchado.

– Perdóname -dijo, pero no le estaba hablando a ella; sus ojos estaban tan vacíos como la muerte. Quizá su última plegaria había sido un intento por contenerse. Amy abrió la boca para gritar socorro, olvidando que nadie podría oírla, y retrocedió, pero él fue más rápido. Las tijeras se hundieron en su boca.

Sintió que las hojas se cerraban sobre su lengua, encontrándose al fin con un esfuerzo considerable. Vio cómo su padre arrancaba un objeto rojizo de su boca y lo arrojaba al salón. Oswald se volvió de inmediato, como si ya no albergase el menor interés por ella, y cerró la puerta con fuerza tras de sí. Debió de haber observado que algo fallaba en la hoja, porque después de haber echado el cerrojo, la sacudió violentamente. Al parecer satisfecho, se apartó y Amy escuchó cómo arrojaba las tijeras en el cajón.

No podía haberlas usado de verdad, trató de decirse a sí misma. Su padre no podía haberle hecho eso a ella, su padre no. Pero de pronto sintió la boca invadida por una herida demasiado grande para ella, y que al mismo tiempo le robaba parte de sí misma. El sabor metálico de las tijeras se estaba intensificando, llenando su boca hasta que fue incapaz de fingir que no era el sabor de la sangre. La hizo marearse, lo mismo que la conmoción, tras la cual el dolor empezó a manifestarse. Cuando trató de aullarle su cólera y su incredulidad, nada salió de su boca salvo una gárgara inarticulada y ahogada, un salivazo sanguinolento que golpeó la puerta con un chapoteo audible.

Tenía que ver lo peor. Se revolvió inmediatamente sobre sí misma, a pesar de que el mareo amenazaba con aflojarle las piernas, hasta que estuvo frente al espejo. Sus manos eran herramientas torpes a las que no estaba acostumbrada, y que estaba utilizando en la oscuridad para tratar de encontrar una cerilla y sacarla de la caja. Su capacidad de sentir el resto de su cuerpo le había sido arrebatada por la violación de su boca. Logró enfocar en las manos la poca consciencia que todavía le quedaba y encontró la tira de la caja de cerillas con un dedo distante. La cerilla la rasgó y se prendió, y entonces se vio a sí misma.

Su barbilla y su garganta estaban manchadas de un líquido que, bajo la incierta luz, parecía negro. No podía ver nada más que eso desde el otro lado del cuarto, ni siquiera cuando obligó a su boca a abrirse. Sostuvo la cerilla frente a sí y la siguió en dirección al espejo, mientras sus piernas se tambaleaban contra la cama y solo a duras penas lograban sostenerla. A esas alturas, la luz en la pared situada a su espalda era demasiado escasa como para saber si la superficie había vuelto a ser de ladrillos desnudos, pero no lograba divisar el póster. Parecía estar observándose a sí misma mientras era conducida hacia un lugar estrecho y oscuro por su propio reflejo, la boca presa de un temblor que anticipaba el horror que todavía le quedaba por experimentar. Se detuvo tambaleante frente al espejo y acercó la cerilla a su rostro, mientras trataba de asomar la lengua por el agujero enmarcado por sus clientes sanguinolentos. Cualquier músculo que pudiera quedarle se encogía a causa de la agonía que suponía una respuesta, y lo único que pudo ver en su boca fue sangre. La visión le provocó una nueva oleada de mareo y la sangre se derramó de su boca. Apagó la luz y la oscuridad la abrumó.

Supuso que era en parte por su estado que se sintió caer. La mayoría de su cuerpo se desplomó sobre la cama. Su incapacidad para moverse dejó más espacio para el dolor, y su cuerpo trató de encogerse a su alrededor en un esfuerzo por reducirlo. Entonces sus miembros y sus puños y sus agarrotados pies se relajaron, mientras otra oleada estallaba en su boca y la falta de sangre le hacía desvanecerse. En su último momento de consciencia recordó que todavía tenía una voz, aunque no pudiese oírla con sus oídos.

– Déjame salir -dijo con ella, y supo al instante que no se estaba dirigiendo a su padre-. No me importa lo que tengas que hacer para liberarme -prometió mientras era aceptada por la oscuridad.

27. La casa araña

Había un problema con la puerta. Al cerrarla Oswald, empezó a inclinarse hacia dentro. Tuvo que sujetar el pomo con las dos manos al mismo tiempo que las tijeras bailaban colgadas de uno de sus pulgares. Mientras colocaba la puerta en su lugar, no pudo evitar echar una mirada a la habitante del cuarto. Entonces la puerta encajó en su marco, a despecho de lo que quisiera que ella hubiese tratado de hacerle, y echó el cerrojo. La probó y estaba firme. Era tan segura como el resto de Nazarill, y el mal que había tras ella había sido silenciado al fin. Entró en la cocina y devolvió las tijeras al cajón.

A pesar de que entornó la mirada mientras la herramienta desaparecía de su vista, no consiguió quitársela por completo de la imaginación. No habían quedado tan mal como podía haber esperado, apenas un poco enrojecidas. No había hecho nada más que lo que había de hacerse, y ahora desterraría el desagradable pero necesario incidente de sus pensamientos, antes de que pudiera volverlo tan loco como ella había hecho consigo misma. Darle vueltas solo serviría para corromperlo, debilitarlo allí donde sus artimañas habían fracasado. Seguramente, su coraje al levantar el arma le había proporcionado la paz. Juntó las manos y cerró los ojos.

– Deja ahora que mi mente descanse en Ti, oh, Señor. Que todos mis pensamientos sean bondadosos.

Pudo reanudar sus plegarias. Ella ya no era capaz de destruir su capacidad de hablar con su señor. Rezaría hasta que el recuerdo del incidente estuviera guardado muy tejos, como una cosa inútil. Después de todo, pensó, ella no tenía demasiadas razones para quejarse; ¿no se había complacido mutilando el cuerpo que Dios le había entregado? Abrió la boca para alzar la voz y creyó sentir el más tenue hormigueo en el rostro.

Mientras sus ojos se abrían bruscamente, la sensación se apagó y se aferró las manos hasta haber recuperado el control de sus pensamientos. Por supuesto, no había terminado de limpiar el apartamento, y los nervios de su cara se lo habían estado recordando. Vaya, había un asqueroso ejemplo de negligencia en el salón: un pedazo de carne rojiza tirada en la alfombra que había frente a la puerta cerrada. Arrancó un pedazo de papel del rollo de cocina que había sobre el fregadero y, después de haber envuelto el trozo de carne en él, no sin un estremecimiento, lo tiró al cubo de basura. La tapa de plástico se cerró con un sonido metálico, permitiéndole olvidar su repugnante contenido mientras se ponía a registrar la habitación en busca de cualquier otra cosa tirada que pudiese perturbar su descanso.

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