Ramsey Campbell - Nazareth Hill

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Amy, una niña de ocho años, la llamaba la casa de las arañas porque la daba escalofríos, hasta que su padre la reprendió por ser tan tonta: no había nada de lo que asustarse, solo era una mansión con vistas al pueblo. Pero cuando su padre la aúpa hasta una ventana para que pueda mirar dentro, lo que ve difícilmente calma sus miedos.
Ramsey Campbell cuenta con más premios en el ámbito de las novelas de terror que ningún otro autor en el mundo.

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¡Si se le hubiera ocurrido coger las cerillas mientras estaba registrando el armario! Sus espinillas chocaron con fuerza contra la esquina de la cama y agitó los brazos en el aire para no perder el equilibrio. Durante un momento de pánico tuvo la impresión de que iba a tocar unas paredes más cercanas de lo que deberían estar. Podía sentir su cama, se encontraba en la habitación en la que había crecido y no en la celda que había visto en el espejo. Se deslizó hacia la derecha, siguiendo el rodapié en dirección al armario.

En cuanto se interrumpió su contacto con la cama se sintió perdida en la oscuridad. Sus pies empezaban a encontrarse con objetos en el suelo. Algunos eran blandos como la carne sin huesos para mantenerla firme, mientras que otros eran duros como huesos pelados. Eran sus cosas, no dejaba de repetirse a pesar de que algunos de ellos parecían apartarse en cuanto ella los tocaba. Alargó una mano en la dirección en la que debía de encontrarse el armario, aunque no pudo evitar cerrar el puño y dio otro vacilante paso lateral. Al instante su puño chocó, más ruidosamente de lo que hubiera deseado, con la puerta del armario.

Pasó la mano sobre su plana superficie para localizar el frío picaporte, luego encontró el gemelo con la otra y tiró de los dos. Sintió que las puertas se abrían a ambos lados de ella, como una inhalación, mientras se agachaba hacia una oscuridad que apretó contra ella los olores de la ropa y la madera. Agitó las manos frente a sí y una tocó un brazo inerte y blando. No pertenecía al abrigo que estaba tratando de localizar, pero sí a uno cercano. Sus dedos se deslizaron sobre una serie de mangas que se agitaron ante su contacto, y tuvo tiempo de preguntarse qué haría si se encontraba con algo parecido a un brazo dentro de una de ellas. En ese preciso instante, un objeto sólido y más grande que un botón entró en contacto con las yemas de sus dedos. Era de hecho la caja de cerillas, que apretó entre las uñas con todas las fuerzas (para asegurarse de que no la dejaría caer, no por miedo a que se la arrebatasen), y, tras haberla extraído del bolsillo, la cogió con la otra mano. Cerró la puerta con el codo y estaba volviendo a poner la tapa de la caja de cerillas en la palma de su mano cuando titubeó. ¿Estaba segura de que quería ver la habitación en la que estaba encerrada… la habitación que de pronto parecía haberse vuelto húmeda y fría.

No ver sería todavía peor. Cogió una cerilla, la sacó de la caja y la apretó contra la banda rugosa. Al notar que empezaba a doblarse se dio cuenta de que, a menos que la frotara con fuerza; podría estropearla, así que la pasó por la banda. Chisporroteó, pero no llegó a encenderse.

– No me hagas esto -susurró ella-, eres todo lo que me queda -y volvió a frotar el extremo de la cabeza sobre la tira. Esta vez la cerilla se encendió.

La triste llama era tan inestable que por fuerza tenía que estar acusando la humedad que Amy podía oler en el aire. Su luz no se extendía demasiado; la mayor parte del brillo se concentraba en un manchón de la puerta del armario. Se volvió tan rápidamente como le permitía la cerilla y la levantó sobre su cabeza.

El atestado suelo empezó a balancearse como un mar de tinieblas. Formas sombrías se asomaron tras los muebles, retrocedieron y volvieron a aparecer para ocultar las parpadeantes paredes. La luz era tan inestable que solo el motivo del papel de la pared la persuadió de que los muros no estaban desnudos y cubiertos de humedad, y ese mismo motivo podría haber sido una mancha de humedad repetida de no ser porque era demasiado regular. Por fin pudo ver lo bastante como para encontrar el camino hasta la cama, guardado por cuatro rostros sombríos que parecían estar flotando sobre el neblinoso aire, pero la luz le mostraba también que su caja de cerillas estaba mucho menos que medio llena y que solo le quedaban siete cerillas. No se sentiría a salvo tendida sobre la cama; iba a sentarse en el borde con la presencia de los rostros en la pared, para asegurarse de que la habitación no había cambiado. Tenía las cerillas restantes en la mano si le era absolutamente necesario ver para creer. Caminó alrededor de la cama, pasando sobre objetos amontonados que le lanzaron dentelladas a los pies con sus sombras. Había llegado a la esquina del colchón cuando la llama le quemó el pulgar y el índice. Sacudió la cerilla y esta se apagó, y en ese preciso instante vislumbró un rostro que se alzaba para contemplarla entre las sombras de la habitación.

Estuvo a punto de dejar caer las cerillas. Por un instante no supo en qué dirección estaba mirando o dónde podía estar el intruso: ¿Caminaba sigilosamente a su espalda o se erguía frente a ella, esperando a que encendiera una cerilla e iluminara su cara? Entonces distinguió la difusa silueta de la puerta a su izquierda y se obligó a volverse hacia las profundidades de la habitación mientras trataba de encender una cerilla, que estuvo a punto de romper e inutilizar. Después de clavar una uña en su raíz, la sacó de la caja y arrastró la cabeza a lo largo de la tira rugosa.

Las sombras se alzaron para saludarla. Algunas de ellas reptaron por el suelo mientras otras más grandes asentían desde detrás de los muebles. Aparte de ellas, el único movimiento parecía ser el de la oscuridad agolpándose en las paredes. Amy estaba tratando de persuadirse de que debía de haberse imaginado lo que había vislumbrado, de que si no controlaba su imaginación estaba perdida, cuando su mirada se vio atraída hacia el lugar que menos deseaba contemplar: el espejo.

Su póster no se encontraba en él. Ladrillos desnudos, menos iluminados si cabe que las paredes que la rodeaban pero cubiertos visiblemente de humedad. ¿No había también un objeto en la base del espejo, la parte alta de un bulto marrón y redondeado, coronado por algunas hebras de telaraña o cabello? Se lo quedó mirando presa del pánico, deseando que desapareciera de su vista o que por lo menos no se moviera. La cerilla se consumió hasta llegar a sus dedos y la dejó caer con un grito. Mientras la caída la apagaba, vio que el bulto descolorido se erguía para mirarla desde el borde del espejo, o más bien para mostrarle la ausencia de sus ojos.

Se dio cuenta de que estaba aplastando las cerillas en su puño hasta volverlas inútiles. Tuvo que abrirlo con la otra mano antes de poder localizar otra cerilla, la cogió entre su índice y su pulgar temblorosos, la levantó y la frotó contra la cada vez más gastada tira. La habitación y sus sombras oscilaron mientras la llama se encendía, pero todo lo que Amy podía ver era la cabeza de la figura que se acurrucaba bajo el espejo.

Esta vez, una mayor parte de la marchita y desconchada cabeza resultaba visible. Amy se dio cuenta de que estaba esperando a que la luz se extinguiera para erguirse un poco más, como si estuviera llevando a cabo una versión demente de algún juego infantil. ¿Qué podría hacer una vez que se hubiese quedado sin cerillas? No debía arriesgarse a averiguarlo, no debía arriesgarse a utilizar la última. La llama titubeó frente al pensamiento del mismo modo que lo hacía su mano, y, aunque ni siquiera se había consumido hasta la mitad del tallo, se apagó. Su extinción fue la señal para que su acompañante levantara la cabeza y le mostrara los agujeros que hacían las veces de ojos, así como gran parte de lo que había debajo de ellos, a lo que no merecía la pena llamar cara.

Amy dejó caer la humeante cerilla y se precipitó sobre la puerta. Su mano libre se aferró al picaporte y empezó a sacudir la hoja en su marco. Ahora no quería enfurecer a su padre, sino convencerlo.

– Por favor, enciende la luz -exclamó-. Seré buena. Por favor, déjame salir o enciende la luz.

Su piel había empezado a hormiguear de manera desagradable, y un repulsivo hedor a alfombra chamuscada se había sumado al cada vez más intenso olor a humedad que reinaba en la habitación. Los oídos habían empezado a dolerle junto con la mandíbula y la frente, mientras trataba de oír lo que hada su padre y rezaba para que nada se escuchara dentro de la habitación.

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