Ramsey Campbell - La historia secreta

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Escritor y editor británico nacido en Merseyside, Liverpool, el 4 de enero de 1946. Es considerado uno de los mayores exponentes del género de terror del siglo XX. Sus primeras historias, aunque situadas en lugares hipotéticos de Gran Bretaña (a instancias de su editor) y no en Estados Unidos, eran claramente lovecraftianas, tendencia que fue abandonando en posteriores relatos y novelas. Dentro del terror ha publicado tanto novelas y cuentos “realistas” como otros en los que aparecen elementos fantásticos en la trama, todo ello con un estilo muy particular y cuidado que le ha hecho merecedor de buenas críticas. Campbell también ha destacado como editor de antologías de terror, y colabora con la BBC en programas de crítica de cine. La obra de Campbell, tanto corta como en formato largo, ha sido galardonada en múltiples ocasiones, siendo uno de los autores del género con más premios en su haber.

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– Mira lo que me haces tener que hacer -murmuró mientras el paquete vaciló irritantemente al pie de la ladera-. No hay peligro, continúa.

Llegaron a una cancela entre los setos que bordeaban los huertos. La puerta estaba sujeta solo con un seguro, pero la palanca estaba rígida por el óxido, por lo que Dudley tuvo que apoyarse sobre él. El seguro cedió con un clic tan fuerte como el de la caída del alambre de una trampa para ratones y la puerta emitió un estridente chirrido al abrirse hacia dentro. Todo aquello podía haber sido diseñado para actuar como alarma, puesto que provocó un grito apagado.

– ¿Qué ha sido eso? ¿Quién anda ahí?

Parecía que el hablante se había despertado en aquel momento y Dudley sintió como si también lo despertaran a él. En cuanto la puerta de uno de los cobertizos se abrió de golpe a unos cuantos cientos de metros, le puso las manos sobre los oídos y forzó al bulto de la cabeza a ponerse fuera de vista detrás del seto. Un hombre tan grande como el cobertizo salió atolondrado, se puso la mano a modo de visera sobre los ojos y miró por la cancela.

– ¿Qué juego es este? -gritó-. ¿Corre que te robo?

Dudley lo agarró más fuerte. Podría haber estado cubriendo los oídos de un niño para impedir que oyera algo inapropiado, precisamente porque el paquete era muy pequeño.

– ¿Parezco un delincuente? -respondió.

– No sé qué aspecto tienes, amigo. Quizá debiera ir a ver.

La grandota figura se alejó del igualmente oscuro cobertizo y Dudley vio que blandía una especie de garrote. Tiró de la cara del paquete, lo puso bocabajo en posición de humillación y le pisó el cuello para mantenerlo callado y quieto.

– No pasa nada -dijo, deseando que el hombre no supiera de dónde venía su voz-. Solo quería encontrar algo de privacidad.

– Nos querías dejar algo de abono, ¿eh? ¿Crees que hemos hecho todo este trabajo para que lo utilices como servicio? Eres un gamberro.

– No sabía dónde estaba.

Aunque Dudley no estaba apretando al paquete excesivamente hacia abajo, este empezó a forcejear con todas sus fuerzas, casi le pegó una patada por detrás antes de que Dudley pudiera retirarse, sujetándolo aún.

– Solo vi el seto -dijo, enfurecido, casi suplicando.

– ¿Eres de los tímidos? Por tu bien, no seas tan tímido.

El hombre dejó caer de golpe el extremo de su arma sobre el poco iluminado camino y se apoyó sobre ella para volver a observar con la mano sobre sus ojos.

– ¿Quién está contigo? ¿Qué estáis haciendo?

– Nada. Por eso necesitábamos el seto -dijo Dudley maldiciendo su delgadez.

– ¿No pueden hablar por sí mismos? Quiero oírlos.

– En este momento no es posible.

En el momento en que el hombre avanzó un paso, arrastrando el garrote con un fuerte ruido por el camino, Dudley sintió como si la oscuridad le estuviese apretando el cerebro, convirtiéndolo en una masa de negrura.

– Están, están un poco enfermos -tartamudeó.

– Drogas, ¿no? ¿O es que no quieren que sepa quiénes son?

– Eso es -dijo Dudley aplastando las manos contra el bulto de la cabeza a la vez que evitaba una patada que casi le alcanza-. No hay por qué, no estamos haciendo nada, ¿verdad?

– Depende de lo que estuvieseis a punto de hacer.

El hombre se apoyó sobre el garrote y su voz se volvió algo enigmática.

– ¿Seguro que no estabais haciendo nada en el seto?

Dudley se contuvo las náuseas.

– De acuerdo, sí -dijo, aunque le pareció asqueroso.

– ¡Sinvergüenzas! ¿No podíais esperar a llegar a casa?

– Yo no soy eso -objetó Dudley, porque aquella idea era aún peor-. Es una chica.

– Entonces deberías ser más romántico, hijo. Cómprale unas flores y llévala a un restaurante decente. Llévala también a bailar y demuéstrale que te importa, después ambos tendréis ganas. Así lo hice yo con mi mujer.

La voz se había vuelto nostálgica, lo que aumentó la repugnancia de Dudley. Tuvo que frenarse y no estrujar la pegajosa cabeza entre sus manos. Evitó otra patada y el hombre dijo:

– Marchaos. Me quedaré observando.

Dudley apenas podía hablar por la repugnancia.

– ¿Qué quiere que hagamos?

– Os estoy diciendo que os esfuméis mientras me siento sentimental. No suelo estarlo muy a menudo. Se acerca nuestro aniversario. Eso es todo.

Dudley vio que la figura agachó la cabeza. Soltó los oídos y agarró al paquete por el hombro para azuzarlo por el seto.

– Vamos -dijo en voz baja, pero lo suficiente fuerte como para traspasar la cinta-. Más rápido. Sigue recto. Por ahora no hay más descansos. Pronto llegaremos.

Cuando llegaron a la esquina del seto, miró hacia atrás. Aunque la figura ya había alzado la cabeza, pensó que apenas podría distinguirlo ni a él ni al paquete. Ahora que lo habían echado de los huertos, las parcelas le parecían tumbas aún más atractivas. El olor a tierra recién cavada le tentaba las fosas nasales y se le hacía la boca agua. Se dio la vuelta con rabia y se dio cuenta de que la ruta que parecía tener más a mano conducía hasta su casa. Entonces pensó que podrían llegar aún más lejos, hasta el cementerio del final de la carretera.

Aunque adormecida, su mente seguía funcionando. Quizá había necesitado la complicación de los huertos, aunque se sintió más inclinado a pensar que su distracción se había debido al esfuerzo de guiar al paquete. ¿Cuántas horas quedarían para el amanecer? ¿De dónde iba a sacar una pala? Tendría que improvisar y seguramente la vida estaba de parte del señor Matagrama. Al tejado de la iglesia del cementerio se le habían caído todas las tejas; quizá pudiera utilizar una como pala.

– Sigue andando -ordenó-. A la derecha -dijo finalmente-. No te pares. Recto, muñeco estúpido.

El sendero terminaba en la carretera que llevaba hasta la suya. Iba cuesta arriba entre las paredes de roca dando paso a las casas que estaban tan en calma como si carecieran de vida alguna. Empujó a su lenta carga a pasar por ellas y apenas podía resistir el impulso de darle patadas a lo largo del camino. A lo mejor se ofendía o quizá se volvía desafiante y no tenía tiempo que perder en sus payasadas. Lo único que le importaba era llevarlo a su tumba lo antes posible. Al menos no tendría que matarlo; enterrarlo resolvería todos sus problemas.

Se puso delante de él en el cruce de la bajada de la carretera principal. Oyó un coche. Pasó sin que se dieran cuenta y dejó tras de sí una quietud que enfatizaba el murmullo de la ciudad. Dirigió al paquete para que caminara por la acera y subiera a la otra que llevaba hasta su casa.

– Estamos cerca -dijo sonriendo.

Ir delante parecía haber animado al paquete, caminaba más deprisa. Ya veía su casa.

Cuando oyó otro coche detrás de él.

Cuando se giró para mirar, vio que merodeaba por el cruce. Imaginó que le estaba pidiendo prestada toda la blancura a la luna, hasta que giró hacia su carretera. Se trataba de un coche de policía.

Solo tuvo un momento para pensar mientras escondía la cara para que no pudieran reconocerlo, con tanta energía que le subió un dolor por el cuello y le estalló en la cabeza. Un momento era suficiente para el señor Matagrama. Cuando el vehículo estuviera a su altura, adelantaría al paquete de nuevo y lo empujaría cuesta abajo por el camino que tenían más cerca. No había tiempo; la puerta estaba a unos cuantos metros. Entonces cogió al paquete entre sus brazos y apretó la boca contra el bulto de la cinta que contenía sus labios.

Retorció las manos entrelazadas intentando expresar su asco. Aún vendados con cinta adhesiva, los labios trataban de moverse, por lo que creyó que querían alcanzar los suyos. Por el rabillo de uno de sus escocidos ojos consiguió ver que el coche de policía había aumentado la velocidad al pasar por su lado y por el de la casa. Cuando las luces de frenado brillaron en el exterior del cementerio, soltó al paquete y se frotó la boca enérgicamente con el dorso de la mano.

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