Patricia pensó que Dudley Smith podría haber hablado con Shell sobre lo de causar controversias en el colegio. Quizá el encontrar algo en común podría haberles ayudado a salvar sus diferencias. Sintió como si Dudley merodeara por sus pensamientos. Se deshizo de él pinchando sobre la entrada de Tulip Bandela. Estaba comenzando a escribirle un correo electrónico cuando el teléfono sonó.
– ¿Es la reportera? He olvidado su nombre.
– Patricia Martingala.
– Mary Garrett -dijo la madre de Shell-. Tenía su número en el teléfono. Antes fui cortante con usted.
– Por favor, no se preocupe por eso, señora Garrett. Cualquiera entendería su situación. ¿Me llama solo por eso?
– No. Me dejó pensando y llamé al bar donde Shell actuó anoche. Hable con ellos.
Patricia estaba ansiosa por saber por qué.
– ¿Sí?
– Tengo algo para usted.
Quizá no vacilaba para conseguir causar algún efecto, pero fue lo que le pareció a Patricia.
– Le diré lo que creo que debe hacer con ello -dijo la señora Garrett.
– ¿Por qué tienes ese aspecto, Dudley? ¿Has matado a alguien?
Al principio solo vio una luz que le daba en los ojos. Conoció a Vera por la voz, pero no supo decir cuánta gente se había parado para mirarlo. Entonces el borde del tejado de un bloque de tiendas ocultó el sol y pudo verla fuera de la puerta cerrada del centro de trabajo a la distancia de un ataúd. No había nadie más que ella pendiente de él.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó lo bastante alto para que ella lo oyera.
Su cara llena de pecas dibujó una sonrisa que coqueteaba con una disculpa.
– Confía en mí, una mujer que ve que has estado haciendo algo este fin de semana. No te habrás buscado una novia, ¿verdad?
La diversión llegó a sus labios y no vio ninguna razón para no dejarla salir.
– Estás en lo cierto, salí con una chica.
– ¿De verdad? No te estarás inventando una de tus historias…
No había comprendido aquella decepción, parecida a la incredulidad, hasta que se dio cuenta de que Colette se unía a ellos.
– Ese no es el género que escribo -dijo.
– Tenemos la esperanza de que llegue a serlo, ¿verdad, Colette? Nos encantaría que nuestro Dudley escribiese una historia romántica, bonita y sensiblera.
– No les hagas caso.
Había llegado Trevor, que se frotaba la raya del pelo como si quisiera dejarla más brillante o alejarla más de la frente.
– Escribe lo que tengas que escribir si con eso consigues un trabajo mejor -dijo.
Colette agitó la cabeza para quitarse la morena melena de la cara y dijo:
– Yo no dije que no debiera hacerlo.
– Ni esta entrometida tampoco.
Vera esperó en vano a que alguien contradijera la descripción que había hecho de sí misma y prosiguió:
– No queremos cambiarte, Dudley. Lo único que te decía era que parecías contento contigo mismo.
Tenía un buen motivo y nadie podría sospecharlo. Se había percatado de un cartel que había en un puesto de periódicos y que decía: Comediante local aparece muerta en el río. Varios de sus compañeros viajeros habían estado leyendo el periódico en el tren así que pudo observar que decían que había bebido antes de sufrir el accidente. No había duda de que el estado en que estaba no solo la había hecho tomar la ruta equivocada durante la tormenta sino que también la había dejado incapaz de escapar del vehículo antes de que las olas alcanzaran la puerta y esta la golpeara dejándola inconsciente. Dudley sonreía porque Vera le había dado una excusa al decir:
– Espero que nos traigas tu historia para que la leamos.
– Todo el mundo podrá verla cuando la publiquen.
– ¿No nos vas a dejar echar un vistazo gratis ni siquiera a tus amigos?
– No le quitéis sus derechos de autor -dijo Trevor.
Dudley consiguió no admitir que no esperaba ninguno. Hasta aquel momento no se le había ocurrido que su madre le había urgido tanto que aquel detalle del contrato también se le había pasado por alto. Luchaba por controlar su rabia cuando Colette dijo:
– Me compraré un ejemplar si me dices qué tengo que comprar.
– Ahí tienes, Dudley -dijo Vera-. Ahora di que no es tu amiga.
– Nunca he dicho lo contrario -replicó, a la vez que se giraba completamente hacia Colette-. Saldrá esta semana. La Voz del Mersey.
– ¿No es esa…?
¿Le habría reconocido alguien por detrás? Se dio la vuelta con mucho brío y descubrió que la responsable de la interrupción era la señora Wimbourne.
– ¿Aún no te has ocupado de eso? -dijo, empezando a fruncir el ceño.
Aquel movimiento le había despertado el dolor de la entrepierna.
– ¿Cómo? -preguntó entre dientes.
– Por favor, no me pongas cara de asco.
Hasta que no selló los labios por completo, ella no continuó.
– Se suponía que debías contactar con los editores.
¿Estaba intentando ponerle en ridículo delante de sus compañeros? Pensó desesperadamente en la forma de hacerla callar cuando de pronto se dio cuenta de que estaban siendo testigos de lo poco razonable que ella estaba siendo.
– ¿Qué se supone que debo decir de nuevo?
– Estoy bastante segura de que ya lo sabes.
Probablemente su pausa estaba destinada a forzarlo a confesar.
– Tenías que decirles que quizá tengan que continuar sin ti -dijo finalmente.
– ¿Eso es bastante ruin, no? -protestó Trevor.
– No estaba abriendo debate, Trevor. Nadie está seguro cien por cien en su trabajo hoy en día, ni siquiera yo. Si yo estuviese en tu lugar, no haría nada que hiciese mi situación aún menos segura.
Dudley no tenía claro en qué medida aquello iba dirigido a él. Mientras ella sacaba las llaves de su bolso gris metálico y abría la puerta, Trevor dijo a sus espaldas:
– Un poco ruin.
Intentó hacerle una reverencia después de hacérsela a Vera y a Colette, pero ella chasqueó los dedos para que se diera prisa en cruzar la puerta. Iba en cabeza llegando a la fila de sillas de plástico cuando dijo:
– Aún no hemos escuchado tu respuesta, Dudley. Pensé que tenías que informar a alguien.
– Lo haré hoy. La semana pasada él estaba de vacaciones.
Ella cerró la puerta con tanto vigor que hizo sonar la ventana, después cerró el bolso con un golpe, para después elevar el tono de su voz:
– ¿Me estás diciendo que no has intentado informar a esta gente de cómo están las cosas?
– No hay por qué. Les he vendido mi historia, no puedo evitar que la saquen.
– Vaya, ¿de verdad estás tan indefenso?
Antes de que pudiera advertirla de que era cualquier cosa menos eso, siguió:
– Me sorprende que quieras darle esa impresión a Colette.
– No quiero darle nada.
Vera le hizo un mohín de reproche sobre las cabinas mientras Colette se marchaba rápidamente a la sala de personal.
– Ten en cuenta lo que te he dicho -dijo la señora Wimbourne-. Estoy segura de que quienquiera que sea con quien tengas que hablar atenderá a razones si le dices que estás poniendo en peligro tu trabajo.
– Aún no sabe si va a ser así. No me puedo creer que pueda serlo.
Se sentía como si ella estuviese decidida a robarle todos sus méritos y después vio cómo podía transferirle parte de la impotencia que le estaba haciendo sentir.
– Entonces, ¿asumirá la responsabilidad? -preguntó.
– Más bien creo que debería ser tuya, pero ¿sobre qué?
– Del dinero que pedirán. Ya han imprimido mi historia. Les costará mucho dejarlo ahora.
– No me digas que te lo reclamarían a ti.
– Lo dice en el contrato, si les impido que publiquen la historia.
Ya que parecía que se estaba creyendo la mentira, añadió:
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