– ¡Déjeme! -gritó. Se le veían muy hinchadas las verdosas bolsas que tenía bajo los ojos-. ¡Suélteme, maldito mono!
Y entonces no sé si le solté o si le empujé. Sinceramente no lo sé, pero en realidad da lo mismo porque, dado que se echaba hacia atrás para apartarse de mí sosteniendo aquella enorme caja como si fuera el oro del rey Midas, yo sabía exactamente lo que iba a suceder si de repente hacía lo que él estaba pidiendo.
Por lo tanto no sé muy bien si le empujé o bien si me limité a soltarle, pero, tal como ya he dicho, el resultado hubiera sido el mismo y en aquellos momentos era lo único que tenía sentido, lo único que yo podía hacer para que tuviera sentido. Jamás vestiría un uniforme azul, jamás, si yo hacía lo que él me pedía. El corazón me latía como las alas de aquellas palomas y yo le solté y dejé colgando junto a los costados mis manos sangrantes.
Entonces él cayó hacia atrás y el peso de la caja contra su pecho hizo que cayera de cabeza, rodando ruidosamente por la escalera de hierro como si se soltara un ancla. Gritaba y la caja se había abierto y los marcadores y los papeles volaban y surcaban el aire y caían. Sonaba como la cadena de un ancla que fuera bajando. En el descansillo de abajo, donde quedó detenido, vi su dentadura postiza en el primer peldaño y no se había roto, y vi sus gafas en el descansillo, rotas, y la caja de cartón encima suyo, de tal manera que apenas podía verse al hombrecillo que se encontraba doblado debajo. Se quedó quieto un instante y después empezó a gimotear y finalmente sus sollozos se parecieron al arrullo de una paloma.
– ¿Qué ha sucedido, Bumper? -me preguntó Charlie bajando sin resuello por la escalera de incendios.
– ¿Tienes todas las pruebas necesarias, Charlie?
– ¡Dios mío! ¿Qué ha sucedido?
– Ha caído.
– ¿Está muerto?
– No creo, Charlie. Está haciendo mucho ruido.
– Será mejor que avise una ambulancia -dijo Charlie-. Y será mejor que te quedes aquí.
– Eso pensaba hacer -dije, y me quedé descansando apoyado contra la barandilla durante cinco minutos observando a Fishman. Durante este espacio de tiempo Nick y Charlie bajaron, le desdoblaron y le limpiaron la cara y la calva en la que se observaban enormes laceraciones.
Charlie y yo dejamos allí a los demás y seguimos a la silbante ambulancia que conducía a Fishman al Central Receiving Hospital.
– ¿Es muy grave el corte de la pierna? -me preguntó Charlie al ver la sangre, que adquiere una coloración purpúrea de vino cuando empapa el uniforme azul de un policía.
– No es grave, Charlie -repuse frotándome los cortes de la mano.
– La cara no la tienes mal. Sólo un corte pequeño encima del ojo.
– Estoy bien.
– Había un cuarto al otro lado del despacho clandestino -dijo Charlie-. Encontramos allí un horno de gas. Estaba encendido y hubieran llegado hasta él si tú no hubieras penetrado por la ventana. Te agradezco que lo hicieras, Bumper. Así nos lo guardaste todo para nosotros.
– Me alegro de haberos servido de ayuda.
– ¿Intentó Fishman forcejear contigo o algo así?
– Forcejeó un poco. Y cayó.
– Espero que se muera el muy cerdo. Pienso en lo que significa para la organización y lo que es, y espero que el muy cerdo se muera, ¿Sabes?, llegué a pensar por un instante que tú le habías empujado.
– Se cayó él, Charlie.
– Ya estamos, vamos a que te limpien -dijo Charlie aparcando en el lado de la calle Sexta del Central Receiving en el momento en que un médico subía a la ambulancia que trasladaba a Fishman. Descendió momentos después y les indicó que se fueran al Hospital General, que dispone de mejores medios quirúrgicos.
– ¿Cómo está, doctor? -preguntó Charlie mientras franqueábamos la entrada de la sección de urgencias.
– Nada bien -repuso el médico.
– ¿Cree que morirá? -preguntó Charlie.
– No lo sé. Si no muere, es posible que llegue a desear haber muerto.
El corte de mi pierna requirió unos cuantos puntos, pero las heridas de las manos y la cara no eran graves y fue suficiente con limpiarlas y aplicarles un antiséptico. Ya eran casi las siete cuando terminé de redactar los informes en los que describía cómo se había soltado Fishman de mi presa y cómo me había herido yo.
Cuando me marché, Charlie estaba dictando su informe de arresto a una mecanógrafa.
– Bueno, ahora me voy, Charlie -dije, y él dejó de dictar, se levantó y me acompañó un rato por el pasillo. Pareció durante unos instantes que iba a estrecharme la mano.
– Gracias por todo, Bumper. Es la mejor detención que he practicado desde que trabajo en represión del vicio. Hemos conseguido más datos de lo que jamás hubiera podido soñar.
– Gracias por haberme permitido colaborar, Charlie.
– Lo empezaste tú .
– No sé cómo estará Fishman -dije, experimentando un agudo dolor y advirtiendo que se estaba formando una burbuja. Ingerí dos pastillas.
– Fuzzy llamó hace media hora. No ha podido averiguar mucho. Te diré una cosa: apuesto a que Red Scalotta tendrá que buscarse otro contable y asesor comercial. Apuesto a que a Fishman le va a costar sumar números de dos dígitos después de esto.
– Bueno, a lo mejor ha dado buen resultado.
– ¿Buen resultado? Mucho más que esto. Por primera vez en muchos años me parece que hay un poco de justicia en este mundo y aunque a uno le tomen el pelo y se lo restrieguen por la cara y se burlen de la ley, bueno, presiento por primera vez que en ello intervienen otras manos y que estas manos son las que hacen justicia. Me parece que ha sido la mano de Dios la que ha empujado a este hombre escaleras abajo.
– La mano de Dios, ¿eh? Sí, bueno, hasta luego, Charlie. Piénsalo así, amigo.
– Hasta la vista, Bumper -dijo Charlie Bronski con su rostro cuadrado iluminado de alegría, con los ojos contraídos y mostrando sus dientes quebrados.
Cuando entré, el vestuario estaba vacío y al sentarme en el banco para desabrocharme los zapatones, comprendí de repente lo mal parado que había salido. No por los cortes que me había hecho con el cristal, esto no era nada. Lo malo era el hombro sobre el que me había caído en aquella calleja, y los brazos y la espalda que me dolían de haber estado colgado de aquella escalera de incendios cuando no pude hacer lo que cualquier policía joven puede hacer: levantarme quince centímetros en el aire. Y tenía las manos escoriadas y ampolladas de haber permanecido colgando y de agarrarme a aquella pared de hormigón en mi intento de trepar. Hasta el trasero lo tenía dolorido, y los músculos de ambas nalgas, de tanto dar puntapiés a aquella puerta reforzada con acero y rebotar como una pelota de tenis. Me dolía todo.
Quince minutos más tarde ya me había enfundado en mi chaqueta y pantalones deportivos y peinado lo mejor que pude, lo cual equivalía a arreglar un poco lo que parece un sistema de alambrado mal hecho, me había calzado los zapatos y salía del aparcamiento en mi Ford. Los dolores producidos por los gases habían desaparecido y no tenía indigestión. Entonces pensé de nuevo en Aaron Fishman, doblado, con la cabeza torcida debajo de su menudo cuerpo canijo y con la gran caja de cartón encima. Pero dejé estas tonterías inmediatamente y me dije: no, no, no vas a fastidiarme el sueño, porque no importa que yo te hiciera caer. Yo no había sido más que el instrumento de una fuerza de este mundo que a su debido tiempo se descarga sobre casi todas las personas, buenas o malas, ricas o pobres, y que por lo general suele hacerlo cuando menos preparado está uno para sobrellevarla.
Ahora ya había oscurecido y la noche primaveral y la fresca brisa, incluso la neblina, todo me sabía bien. Bajé los cristales de las ventanillas para aspirar el aire y avancé por la autopista de Hollywood pensando en lo agradable que me iba a resultar encontrarme en el Harén de Abd con un grupo de alegres árabes.
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