Joseph Wambaugh - El caballero azul

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El caballero azul era una narración en primera persona. Bumper Morgan es un policía de la calle a punto de jubilarse. No quiere dejarlo. Tiene cincuenta y tantos. Está con una mujer espléndida. La perspectiva de un amor eterno mano a mano lo desconcierta. Está enganchado al placer mundano y a veces apasionante del trabajo policial. En el fondo del corazón, tiene miedo. El trabajo en su territorio de ronda le permite vivir en un nivel distanciado y circunscrito. Reina benévolamente en su pequeño reino. Da y recibe afecto de una forma compartimentada que nunca pone a prueba su vulnerabilidad. Le asusta amar a pecho descubierto. Sus últimos días en el cuerpo van pasando. Aumenta el rechazo a dejarlo. Interceden acontecimientos violentos. Sirven para salvarlo y condenarlo, y le procuran el único destino lógico posible". James Ellroy comentando el libro Hollywood Station del mismo autorsis.
Joseph Wambaugh fue durante catorce años miembro del Departamento de Policia de Los Ángeles, del que se retiró con el grado de sargento. Neoyorquino de nacimiento, es uno de los nombres de referencia del Procedural, una corriente dentro de la novela negra que incide sobre el tratamiento literario del "procedimiento" que se emplea en la policía para la resolución de los delitos. Es autor de más de quince novelas, entre las que destacan "Los Nuevos Centuriones", "El Caballero azul", "Los chicos del coro" (no confundir con la producción francesa del mismo título), "La Estrella Delta" o "Hollywood Station" (todas ellas adaptadas al cine y la televisión), con Campo de cebollas, deja la ficción para adentrase en terrenos de la crónica y consigue un éxito editorial de primer orden y su mejor obra. Actualmente reside en California y es "Gran Maestro" de los escritores de misterio de America.

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Hollywood no presentaba mal aspecto para ser un jueves por la noche. Los bulevares Sunset y Hollywood aparecían atestados de vehículos, en su mayor parte ocupados por gente joven, adolescentes que se habían adueñado prácticamente de Hollywood. Éste había perdido todo su encanto de los años cuarenta y principios de los cincuenta. Ahora es una ciudad de chiquillos, y exceptuando el millón de hippies, de afeminados y de muchachos que cumplen el servicio militar, es lo único que puede verse por el Strip y demás calles. Resulta por ello un lugar muy deprimente. Los clubs son en su mayoría casas de juego y tugurios psicodélicos. Pero aún quedan sitios donde se puede ir, algunos lugares excelentes donde comer bastante arreglado.

Había conocido a Yasser Hafiz y a los otros unos diez o doce años antes, cuando hacía la ronda por la calle Main. Una noche, a eso de las dos, vi a un timador que acompañaba a un tipo por la escalera de la parte de atrás del Hotel Marlow, un mísero tugurio de la calle Main frecuentado por prostitutas, afeminados y timadores. Yo estaba solo porque mi compañero, un simulacro de policía llamado Syd Bacon, se hallaba en una habitación de hotel haciéndole el amor a una bailarina de trasero prominente con la que salía. Tenía que haberse reunido conmigo para seguir la ronda a la una y media, pero todavía no había aparecido.

Rodeé apresuradamente el hotel, subí por la otra escalera y me oculté detrás del mostrador de recepción vacío, y cuando el timador y su víctima se acercaron por el pasillo hacia el lugar donde me encontraba yo, me oculté en un pequeño cuarto que había junto al mostrador. Estuve a punto de ser descubierto porque los dos compañeros del timador salieron de una habitación del otro lado del pasillo, dos puertas más allá.

Susurraron algo y uno de ellos bajó por la escalera principal para vigilar la calle mientras el otro se colocaba detrás del mostrador, encendía la lámpara y fingía estar leyendo el periódico que llevaba consigo. Eran negros, naturalmente. El timo a los blancos lo practicaban siempre los negros, aunque últimamente he tenido ocasión de ver a algunos blancos que lo practican en las personas de otros blancos.

– Oye, hermano -dijo el timador que se encontraba en compañía del blanco.

Yo había dejado abierta una pequeña rendija y vi que el blanco era un joven bien vestido que parecía haberse embriagado y se tambaleaba mientras intentaba apartarse de los ojos un mechón de su abundante cabello negro. Debía haber perdido la corbata en algún sitio y llevaba la camisa blanca desabrochada manchada de bebida alcohólica.

– ¿Que hay, amigo? -dijo el falso recepcionista posando el periódico.

– ¿Está Alice esta noche? -dijo el primero, que actuaba de alcahuete.

Era el más corpulento de los dos, un tipo de piel muy oscura, alto y bastante joven.

– Sí, esta noche echa chispas -dijo el otro. También era joven-. ¡Aún no se ha acostado con ningún hombre y esta perra es una ninfómana!

– Desde luego -dijo el alcahuete-. Desde luego.

– Vamos, estoy dispuesto -dijo el blanco, y yo noté que tenía acento del Medio Oeste.

– Espere un momento, hombre -dijo su compañero-. Esa puta es estupenda, pero es una ladrona tremenda. Será mejor que le deje la cartera al recepcionista.

– Sí, puedo guardarla en la caja fuerte -dijo con aire aburrido el que se encontraba detrás del mostrador-. Nunca se sabe si esa puta le convencerá para que se quede con ella toda la noche y robarle después cuando caiga dormido.

– Muy bien, hermano -dijo el alcahuete.

El blanco se encogió de hombros y sacó la cartera, dejándola encima del mostrador.

– Será mejor que deje también el reloj y el anillo -le advirtió el recepcionista.

– Gracias -dijo el blanco, asintiendo y obedeciendo al recepcionista que sacó de debajo del mostrador el sobre que había dejado previamente para los objetos de valor.

– ¿Puede darme ahora los cinco dólares? -preguntó el primer hombre-. El recepcionista le cobrará los cinco de Alice y los tres de la habitación.

– Muy bien -repuso el blanco, contando dificultosamente trece dólares para los dos hombres.

– Ahora vaya usted por allí a la habitación número dos-treinta-siete -dijo el recepcionista señalándole la habitación de la que había salido el primero de ellos-. Llamaré a la habitación de Alice y vendrá dentro de cinco minutos. Y será mejor que se prepare usted porque se mueve como una fiera.

El blanco sonrió nerviosamente y avanzó tambaleándose por el pasillo, abriendo la puerta y desapareciendo en el interior de la habitación.

– ¿Listo, hermano? -preguntó sonriendo el recepcionista.

– Vamos -repuso el más alto, mientras el falso recepcionista apagaba la lámpara.

Yo había salido del cuarto sin que ellos me vieran y ahora me encontraba junto al mostrador, apuntando con la Smith al ojo derecho del recepcionista, sin que notara mi presencia.

– ¿Quieren habitación para esta noche, caballeros? -pregunté-. Nuestras habitaciones no son muy lujosas, pero son limpias y podemos ofrecerles dos comidas buenas al día.

El alcahuete fue quien primero se recuperó de la sorpresa. Estaba intentando decidir si le convenía echar a correr o probar alguna otra cosa más arriesgada. Los timadores no llevan armas de fuego encima, pero suelen llevar cuchillos o tremendas navajas. Le apunté al ojo para calmar sus agitados pensamientos.

– Quédate quieto o nombra a tu beneficiario -le dije.

– Oiga, oficial, ¿qué pasa? -preguntó el recepcionista dejando al descubierto al sonreír muchos dientes de oro-. ¿De dónde ha venido?

– He bajado por la chimenea. ¡Ahora iros hacia la pared y levantad las manos!

– Mierda, eso es una estafa, no hemos hecho nada -dijo el alcahuete.

– Cochina mierda -murmuró el recepcionista.

Esto sucedía en la época en que todavía creíamos en los cacheos junto a la pared, antes de que tantos policías recibieran un disparo o un golpe por parte de los tipos que abandonaban tal posición. Yo la había dejado algunos años antes de que el Departamento lo hiciera y prefería colocar a los sospechosos de rodillas o bien boca abajo. Pero por aquel entonces aún practicaba el cacheo contra la pared.

– ¡Atrasa las piernas, recepcionista! -le grité al más bajo, que quería pasarse de listo y se inclinaba un poco hacia adelante. Se limitó a mover los pies escasos centímetros y yo le propiné un puntapié detrás de la rodilla izquierda; él gritó e hizo lo que le ordenaba. El grito hizo salir al blanco.

– ¿Pasa algo? -preguntó el blanco, que iba a medio vestir y se esforzaba por aparentar que estaba sereno.

– Le estoy salvando de un timo, estúpido -le contesté-. Póngase la ropa y venga aquí. -Se quedó plantado mirándolo todo boquiabierto. Entonces le grité-: ¡Que se vista, estúpido!

Yo seguía apuntando con el arma a los dos timadores que se encontraban junto a la pared y sostenía en la mano derecha las esposas con las que me proponía esposarles juntos. Taladraba con los ojos a la miserable víctima que se estaba disponiendo a hacerme más preguntas tontas. No vi ni oí al tercer timador, un muchacho de aspecto impresionante que subió cautelosamente por la escalera principal al escuchar el jaleo. Si hubiera sido un timador experimentado en lugar de un muchacho, hubiera abandonado a los otros dos y se hubiera marchado. Pero, puesto que no era experimentado, fue fiel a sus dos compañeros y en el instante en que yo me disponía a propinar un puntapié al blanco para que se moviera, me cayeron cien kilos sobre la espalda y caí al suelo pugnando por conservar el arma y la vida.

– ¡Coge el arma, Tyrone! -le gritó el recepcionista al muchacho-. ¡Coge el arma !

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