Joseph Wambaugh - El caballero azul

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El caballero azul era una narración en primera persona. Bumper Morgan es un policía de la calle a punto de jubilarse. No quiere dejarlo. Tiene cincuenta y tantos. Está con una mujer espléndida. La perspectiva de un amor eterno mano a mano lo desconcierta. Está enganchado al placer mundano y a veces apasionante del trabajo policial. En el fondo del corazón, tiene miedo. El trabajo en su territorio de ronda le permite vivir en un nivel distanciado y circunscrito. Reina benévolamente en su pequeño reino. Da y recibe afecto de una forma compartimentada que nunca pone a prueba su vulnerabilidad. Le asusta amar a pecho descubierto. Sus últimos días en el cuerpo van pasando. Aumenta el rechazo a dejarlo. Interceden acontecimientos violentos. Sirven para salvarlo y condenarlo, y le procuran el único destino lógico posible". James Ellroy comentando el libro Hollywood Station del mismo autorsis.
Joseph Wambaugh fue durante catorce años miembro del Departamento de Policia de Los Ángeles, del que se retiró con el grado de sargento. Neoyorquino de nacimiento, es uno de los nombres de referencia del Procedural, una corriente dentro de la novela negra que incide sobre el tratamiento literario del "procedimiento" que se emplea en la policía para la resolución de los delitos. Es autor de más de quince novelas, entre las que destacan "Los Nuevos Centuriones", "El Caballero azul", "Los chicos del coro" (no confundir con la producción francesa del mismo título), "La Estrella Delta" o "Hollywood Station" (todas ellas adaptadas al cine y la televisión), con Campo de cebollas, deja la ficción para adentrase en terrenos de la crónica y consigue un éxito editorial de primer orden y su mejor obra. Actualmente reside en California y es "Gran Maestro" de los escritores de misterio de America.

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– Tengo una buena información, Bumper.

Y entonces Sam me confesó que Caputo procedía de la misma sucia ciudad de Pennsylvania de la que él era oriundo, que sus familias respectivas se conocían desde que ambos eran niños y que incluso eran parientes lejanos. Después, Sam dio la vuelta, retrocedió con el coche hasta la calle Sexta y se detuvo en la esquina.

– Entra, Angie -dijo Sam, mientras Caputo se acercaba al coche con sonrisa amistosa.

– ¿Vas a detenerme, Sam? -preguntó Caputo, ensanchando la sonrisa.

Apenas pude creer que tuviera la misma edad que Sam. Su ondulado cabello negro no presentaba ni una sola cana, su hermoso perfil era suave y su traje gris era impecable. Me volví cuando Caputo me tendió la mano sonriendo.

– Me llamo Angie -dijo, mientras me estrechaba la mano-. ¿Adonde vamos?

– Tengo entendido que fuiste tú quien trabajó al viejo -repuso Sam con voz mucho más suave que antes.

– Debes estar bromeando, Sam. Tengo otras cosas que hacer. Por esta vez tus ayudantes no han dado con el tipo.

– Te he estado buscando.

– ¿Para qué, Sam?, ¿qué quieres?, ¿es que vas a detenerme?

– No puedo detenerte. No te he podido detener en todo el tiempo que te conozco a pesar de que hubiera vendido mi alma a cambio.

– Este sujeto es gracioso -dijo Caputo, riéndose al tiempo que encendía un cigarrillo-. Puedo estar seguro de que el viejo Sam me hablará por lo menos una vez al mes para decirme lo mucho que se alegraría de poder enviarme a la cárcel. Es gracioso. ¿Qué sabes de la gente de Aliquippa, Sam? ¿Cómo están Liz y Dolly? ¿Cómo están los niños de Dolly?

– Antes de eso, jamás habías lastimado a nadie que yo conociera personalmente -dijo Sam con su extraña y suave voz-. Al viejo le conocía muy bien, ¿sabes?

– ¿Es uno de tus informadores, Sam? -preguntó Caputo-. Lástima. No es fácil encontrar delatores en estos tiempos.

– Un viejo así… Es posible que sus huesos no curen.

– Muy bien, será una pena. Ahora, dime a dónde vamos. ¿Es una especie de inspección? Quiero saberlo.

– Aquí es donde vamos. Ya hemos llegado -contestó Sam, conduciendo el coche por debajo de la rampa y saliendo a la solitaria, oscura y polvorienta carretera que se encontraba junto a la nueva autopista en construcción.

– ¿Que mierda pasa? -preguntó Caputo, ahora sin sonreír.

– Quédate en el coche, Bumper -dijo Sam-. Quiero hablar a solas con Angie…

– Ten cuidado, fratello -dijo Caputo-. No soy un tipo al que puedas asustar. Ten cuidado.

– A mí no me llames fratello -susurró Sam-. Tú eres hermano de un perro. Pegas a los viejos. Pegas a las mujeres y vives a costa de ellas. Vives a costa de la sangre de los débiles.

– Ya te arreglaré las cuentas, estúpido sabueso -dijo Caputo, al tiempo que yo saltaba del coche al escuchar el golpe sordo del gran puño de Sam y el grito de asombro de Caputo.

Sam sostenía a Caputo por el cuello y pude ver la sangre mientras Sam le golpeaba la cara. Caputo trató de girarse de espaldas, procurando resguardarse de los golpes del pesado puño que se retiraba lentamente y volvía a descargar con rapidez y fuerza. Ahora Caputo apenas resistía y no gritó cuando Sam extrajo la pesada Smith y Wesson de dieciséis centímetros de cañón, se arrodilló sobre sus brazos y metió el arma en la boca de Caputo, entre los dientes. Éste pugnaba por levantar la cabeza del suelo mientras la boca del arma penetraba en su garganta, pero Sam le introdujo dentro todo el cañón al tiempo que murmuraba en italiano. Después, Sam se levantó y Caputo se dobló sobre el estómago al tiempo que escupía un tejido pulposo y ensangrentado.

Sam y yo nos marchamos sin hablar. Sam respiraba con dificultad y de vez en cuando abría la ventanilla para escupir. Cuando al final decidió hablar, Sam me dijo:

– No tienes por qué preocuparte, Bumper. Angie tendrá la boca cerrada. Ni siquiera la abrió cuando le golpeé, ¿no es cierto?

– No estoy preocupado.

– No dirá nada -prosiguió Sam-. Y las cosas andarán mejor en la calle. No se reirán de nosotros, ni serán tan atrevidos. Estarán asustados. Y Angie jamás volverá a ser respetado. Por la calle todo andará mejor…

– Tengo miedo de que te mate, Sam.

– No lo hará. Me tendrá terror. Tendrá miedo de que yo le mate a él. Y lo haré si intenta algo.

– Por el amor de Dios, Sam, no merece la pena complicarse tanto la vida con estos cerdos.

– Mira, Bumper, he trabajado apuestas en el departamento de represión del vicio y aquí en la Central. He detenido a corredores de apuestas y a tunantes organizados durante más de ocho años. Trabajé seis meses enteros para detener a un solo corredor de apuestas. ¡Seis meses! Inicié la investigación y logré reunir toda una serie de pruebas que ningún abogado de banda pudiera echarme por tierra, registré despachos en los que me apoderé de documentos que demostraran, demostraran, que el tipo era millonario gracias a las apuestas. Y conseguí que les declararan culpables y vi que se les imponían multas constantes, pero nunca vi que ningún corredor de apuestas fuera a parar a una prisión del Estado, a pesar de tratarse de un delito importante. Al final me dije: ¡que trabaje otro las apuestas!, y volví al uniforme. Pero Angie es distinto. Le conozco. Le conozco de toda la vida y vive por Serrano, en los apartamentos. Es mi barrio. Utilizo los servicios de la lavandería del viejo. Desde luego que él era mi informador, pero a mí me gustaba. Jamás le pagué un céntimo. Él se limitaba a contarme cosas. El viejo tiene una hija que es maestra. Después de lo que he hecho, los corredores de apuestas tendrán miedo algún tiempo. Nos respetarán durante unos meses.

Tuve que mostrarme de acuerdo con todo lo que Sam decía, pero jamás había visto lastimar de aquella manera a un tipo, y menos por parte de un policía. Me molestaba. Me sentía preocupado por nosotros, por Sam y por mí, por lo que sucedería si Caputo se quejara ante el Departamento.

Pero Sam tenía razón: Caputo mantuvo la boca cerrada y tengo que reconocer que jamás lamenté lo que Sam había hecho. Cuando todo terminó sentí algo que al principio no supe lo que era hasta que una noche en la cama lo descubrí. Era la sensación de que algo estaba bien. Por una vez en nuestra profesión vi que un intocable había sido tocado. Noté que se me saciaba un poco la sed y jamás me remordió lo que Sam había hecho.

Pero ahora Sam había muerto y yo estaba a punto de retirarme y seguro de que en la división no habría muchos uniformes azules que pudieran echar el guante a un corredor de apuestas. Hice un viraje y regresé donde se encontraba Zoot Lafferty, que aún permanecía de pie enfundado en su traje verde guisante. Aparqué el blanco-y-negro junto al bordillo, salí, y muy lentamente, con la sudorosa camisa de mi uniforme pegada a la espalda, me acerqué a Zoot, que levantó la puerta del compartimiento de paquetes del buzón azul y rojo y metió el brazo dentro. Yo me detuve a unos cinco metros de distancia y me lo quede mirando.

– Hola, Morgan -dijo él, con una falsa sonrisa torcida, dando a entender que ojalá se hubiera escabullido antes. Era un tipo pálido y nervioso, de unos cuarenta y cinco años, con una calva pecosa.

– Hola, Zoot -contesté, guardándome de nuevo la porra en la anilla y midiendo la distancia que nos separaba.

– Una vez ya te divertiste deteniéndome, Morgan. ¿Por qué no vuelves a tu ronda y te quitas de mi vista? Me desplacé aquí a Figueroa para alejarme de ti y de tu maldita ronda, ¿qué más quieres?

– ¿Cuántas operaciones tienes escritas, Zoot? -le pregunté, acercándome-. Te sentaría como un tiro tener que soltarlo en el buzón, ¿verdad?

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