Joseph Wambaugh - El caballero azul

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El caballero azul era una narración en primera persona. Bumper Morgan es un policía de la calle a punto de jubilarse. No quiere dejarlo. Tiene cincuenta y tantos. Está con una mujer espléndida. La perspectiva de un amor eterno mano a mano lo desconcierta. Está enganchado al placer mundano y a veces apasionante del trabajo policial. En el fondo del corazón, tiene miedo. El trabajo en su territorio de ronda le permite vivir en un nivel distanciado y circunscrito. Reina benévolamente en su pequeño reino. Da y recibe afecto de una forma compartimentada que nunca pone a prueba su vulnerabilidad. Le asusta amar a pecho descubierto. Sus últimos días en el cuerpo van pasando. Aumenta el rechazo a dejarlo. Interceden acontecimientos violentos. Sirven para salvarlo y condenarlo, y le procuran el único destino lógico posible". James Ellroy comentando el libro Hollywood Station del mismo autorsis.
Joseph Wambaugh fue durante catorce años miembro del Departamento de Policia de Los Ángeles, del que se retiró con el grado de sargento. Neoyorquino de nacimiento, es uno de los nombres de referencia del Procedural, una corriente dentro de la novela negra que incide sobre el tratamiento literario del "procedimiento" que se emplea en la policía para la resolución de los delitos. Es autor de más de quince novelas, entre las que destacan "Los Nuevos Centuriones", "El Caballero azul", "Los chicos del coro" (no confundir con la producción francesa del mismo título), "La Estrella Delta" o "Hollywood Station" (todas ellas adaptadas al cine y la televisión), con Campo de cebollas, deja la ficción para adentrase en terrenos de la crónica y consigue un éxito editorial de primer orden y su mejor obra. Actualmente reside en California y es "Gran Maestro" de los escritores de misterio de America.

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Si no me retirara, me las tendría que pagar todas juntas porque cuando uno ya lleva veinte años de servicio no es necesario andarse con cuidado. Me refiero a que da igual que te metas en un lío porque nadie te quitará la pensión sea cual sea el motivo, aunque te despidan. Por consiguiente, si me quedara seguiría acosando. Que se fueran al diablo los abogados y que se fuera al diablo la comisión de policía. Caería sobre el Dragón con todo mi peso. Y mientras lo pensaba, me miré los zapatos del número trece triple E. Eran zapatos de oficial de ronda, abotinados, con cordones y ojetes, que sostenían bien el tobillo, zapatos toscos y redondos, zapatos de oficial de ronda. Hace algunos años se hicieron francamente populares entre los jóvenes negros y casi volvieron a ponerse de moda. Les llamaban «comodidades de viejo» y eran suaves y cómodos, pero creo que más feos que el infierno para la mayoría de la gente. Seguramente los llevaré siempre. He hundido mis viejas comodidades en demasiados traseros que se lo merecían para que ahora me separe de ellas.

Al final, Marvin se cansó de mirar a los dos luchadores y de fingir que no me había visto.

– ¿Qué quieres, Morgan? -me preguntó.

Hasta en la oscuridad pude ver que se ponía colorado y que se le estremecía el grueso mentón.

– Me preguntaba cuánta escoria debía haber hoy por aquí -contesté en voz alta, lo cual provocó que cuatro o cinco de los clientes levantaran los ojos.

En estos tiempos se nos puede castigar por hacer observaciones brutales de esta clase, aunque aquellos cerdos se morirían de risa si yo me mostraba cortés y civilizado.

La lesbiana era la única mujer auténtica del local. En un antro así hace falta comprobar las «tuberías» de la gente para ver si es algo interior o exterior. Los dos que iban vestidos de mujer eran hombres; los otros eran buscadores de afeminados y cuentistas. Reconocí a un astuto corredor de apuestas llamado Harold Wagner. Uno de los buscadores de afeminados era un joven de unos veintidós años. Era lo suficientemente joven como para ofenderse todavía por mi observación, sobre todo teniendo en cuenta que se encontraba al lado del afeminado que vestía un mini rojo y que probablemente le pertenecía. Murmuró algo por lo bajo y Marvin le dijo que se calmara, porque no quería darme ocasión de practicar otra detención en su casa. El muchacho daba la sensación de estar muy drogado, como es la costumbre de casi todo el mundo en esta época.

– ¿Es tu nuevo compañero, Roxie? -le pregunté al afeminado del vestido rojo, cuyo verdadero nombre sabía que era John Jeffrey Alton.

– Sí -contestó el afeminado con voz de falsete, y le indicó al muchacho con un gesto que callara la boca. Me llevaría unos cinco centímetros de estatura, era ancho de espaldas, probablemente se acostaba con Roxie y ambos se repartían el fruto de sus ganancias. Roxie se acuesta con el que busca a un afeminado «mujer» y el muchacho con el que quiere a un «hombre». Siempre me dan lástima los afeminados mujer porque andan buscando con desmedido frenesí. A veces procuro extraerles alguna información, pero por lo general les dejo en paz.

Me molestaba enormemente pensar que nadie acosaría al Dragón cuando yo me hubiera ido. Ahora todos me miraban furiosos, sobre todo Marvin, con sus miserables ojos grises y su boca de cuchillo.

Un joven, demasiado joven para ser prudente, se inclinó hacia adelante en su asiento, emitió un par de gruñidos y dijo:

– Huelo a cerdo.

No le había visto nunca. Parecía un universitario que visitara los barrios bajos por curiosidad. Quizás en una cervecería universitaria no le hubiera hecho maldito el caso, pero aquí, en el Dragón Rosa, los policías de la ronda dominan a base de fuerza y terror. Si dejaban de tenerme miedo ya estaba listo y la calle sería una selva, cosa que ya es de todos modos, pero por lo menos uno puede ahora salir en busca de alguna que otra cobra o perro rabioso. Me imaginaba que si no fuera por los tipos como yo, no habría siquiera caminos por los que discurrir a través del tupido bosque.

Volvió a gruñir como un cerdo, ya más confiado porque no le había hecho caso.

– En serio que huelo a cerdo.

– ¿Y qué es lo que más les gusta a los cerdos? -le pregunté yo sonriendo y guardando la porra en la anilla-. A los cerdos les gusta comer basura y aquí veo un buen montón.

Sin dejar de sonreír, di un puntapié a las patas de la silla y el muchacho se cayó derramando sobre Roxie el contenido de un vaso de cerveza. Éste olvidó su voz de falsete y gritó: «¡Rata de mierda!», con excelente voz de barítono al deslizársele la cerveza por el escote.

Agarré al muchacho con una llave de muñeca antes de que pudiera darse cuenta y me dirigí con él caminando de espaldas hacia la puerta, pero no con excesiva rapidez, no fuera caso que alguien estuviera dispuesto a atizarme.

– ¡Bastardo! -gritó Marvin-. Has atacado a un cliente mío. ¡Bastardo! Llamaré a mi abogado.

– Ya puedes hacerlo, Marvin -contesté mientras el muchacho de elevada estatura caminaba de puntillas hacia la puerta dado que el impulso hacia arriba al que le obligaba la llave de muñeca le levantaba en alto. Tenía las ropas impregnadas de olor a droga, pero la euforia en modo alguno contribuía a disminuir el dolor de la llave de muñeca. Cuando se agarra a uno que va bien cargado no se le puede forzar mucho, porque no reacciona al dolor y se le puede romper la muñeca al intentar reducirle. Este tipo sin embargo lo notaba y se mostró dócil sin dejar de quejarse mientras salíamos a la calle. Marvin salió de detrás de la barra y nos siguió hasta la puerta.

– ¡Hay testigos! -gritó con voz estentórea-. ¡Esta vez hay testigos de tu sucia y cochina detención de un cliente mío! ¿De qué se le acusa? ¿De qué le vas a acusar?

– Está borracho, Marvin -repuse yo sonriendo y sosteniendo la llave de muñeca con una sola mano, no fuera caso que Marvin se hubiera enfadado en serio. Me sentía excitado, muy excitado, a punto de echarme a volar.

– Es una mentira. Está sereno. Está tan sereno como tú.

– Pero, Marvin -dije yo-, está borracho y salta a la vista y no puede cuidar de sí mismo. Tengo que detenerle en su propio beneficio. Tiene que haber estado borracho para decirme lo que me ha dicho, ¿no te parece? Y si no te andas con cuidado, a lo mejor pienso que quieres entrometerte en la detención. No querrás entrometerte en la detención, ¿verdad, Marvin?

– Ya te agarraremos, Morgan -murmuró Marvin, vencido-. Cualquier día te daremos tu merecido y te quitaremos el empleo.

– Si los sinvergüenzas como vosotros pudieran conseguir un empleo como el mío yo no lo querría -contesté ya más tranquilo porque todo había terminado.

El muchacho no estaba tan cargado como parecía una vez le hube sacado a la calle y al aire fresco de Los Ángeles.

– No estoy borracho -estuvo repitiendo mientras le acompañaba a la «Casa de Cristal», sacudiéndose un mechón de cabello rubio de la cara puesto que le había esposado las manos a la espalda.

La «Casa de Cristal» es como llama la gente de la calle al edificio central de la policía por la cantidad de ventanas que tiene.

– Con tus palabras te has metido en la cárcel, muchacho -le contesté mientras encendía un puro.

– Usted no puede meter en la cárcel a un hombre que está sereno por haberle llamado cerdo -dijo el muchacho y por su forma de hablar y por su aspecto, me imaginé que era un estudiante perteneciente a la alta clase media que se mezclaba con los sinvergüenzas de los barrios bajos por capricho y también porque en el fondo él también era un barriobajero.

– Hay más gente que acaba en la cárcel por hablar que por otra cosa -le contesté.

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