Stephen King - La Cúpula

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La cúpula. Un día de octubre la pequeña ciudad americana de Chester´s Mill se encuentra totalmente aislada por una cúpula transparente e impenetrable. Nadie sabe de dónde ha salido ni por qué está allí. Sólo saben que poco a poco se agotarán las provisiones y hasta el oxígeno que respiran. Es una soleada mañana de otoño en la pequeña ciudad de Chester´s Mill. Claudette Sanders disfruta de su clase de vuelo y Dale Barbara, Barbie para los amigos, hace autostop en las afueras. Ninguno de los dos llegará a su destino. De repente, una barrera invisible ha caído sobre la ciudad como una burbuja cristalina e inquebrantable. Al descender, ha cortado por la mitad a una marmota y ha amputado la mano a un jardinero. El avión que pilotaba Claudette ha chocado contra la cúpula y se ha precipitado al suelo envuelto en llamas. Dale Barbara, veterano de la guerra de Irak, ha de regresar a Chester´s Mill, el lugar que tanto deseaba abandonar. El ejército pone a Barbie al cargo de la situación pero Big Jim Rennie, el hombre que tiene un pie en todos los negocios sucios de la ciudad, no está de acuerdo: la cúpula podría ser la respuesta a sus plegarias. A medida que la comida, la electricidad y el agua escasean, los niños comienzan a tener premoniciones escalofriantes. El tiempo se acaba para aquellos que viven bajo la cúpula. ¿Podrán averiguar qué ha creado tan terrorífica prisión antes de que sea demasiado tarde? Una historia apocalíptica e hipnótica. Totalmente fascinante. Lo mejor de Stephen King.

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– Vale -convino Jackie-. El mío solo, a ser posible en vena.

7

El estudio de la WCIK, acristalado y con el techo bajo, también estaba cerrado, pero en los altavoces que había bajo los aleros del edificio sonaba «Good Night, Sweet Jesus», interpretada por el célebre cantante soul Perry Como. Tras el estudio se alzaba imponente la torre de transmisiones, coronada por la luz roja intermitente, apenas visible debido a la deslumbrante luz del sol matutino. Cerca de la torre había otro edificio, parecido a un granero. Linda dedujo que debía de albergar el generador de la emisora y el resto de suministros necesarios para seguir transmitiendo el milagro del amor de Dios hasta el oeste de Maine, el este de New Hampshire y, a buen seguro, los planetas interiores del sistema solar.

Jackie llamó a la puerta y luego la golpeó con fuerza.

– Creo que aquí dentro no hay nadie -dijo Linda… pero el lugar también le transmitía una sensación horrible. Y el aire tenía un olor raro, viciado y enrarecido. Le recordaba el olor de la cocina de su madre incluso después de que la airearan; su madre fumaba como un carretero y creía que lo único que valía la pena comer eran las cosas fritas en una sartén caliente y con abundante manteca.

Jackie sacudió la cabeza.

– Hemos oído a alguien, ¿verdad?

Linda no respondió, porque era cierto. Habían estado escuchando la emisora durante el trayecto desde la casa del pastor, y habían oído la suave voz de un locutor que anunciaba el siguiente disco como: «Otro mensaje del amor de Dios en forma de canción».

En esta ocasión, la búsqueda de la llave les llevó algo más de tiempo, pero Jackie la encontró en un sobre pegado bajo el buzón. En el interior había además un pedazo de papel en el que alguien había garabateado 1 6 9 3.

La llave era un duplicado, y estaba un poco pegajosa, pero tras unos forcejeos abrió la cerradura. En cuanto entraron, oyeron el pitido de la alarma. El teclado estaba en la pared. Cuando Jackie tecleó los números, el ruido cesó. Ahora solo se oía música. Perry Como había dado paso a un tema instrumental; Linda pensó que era sospechosamente parecido al solo de órgano de «In-A-Gadda-Da-Vida». Los altavoces del interior eran mil veces mejores que los de fuera, y la música sonaba más fuerte, como si estuvieran vivos.

¿La gente trabaja en este antro de mojigatería?, se preguntó Linda. ¿Contesta al teléfono? ¿Hace negocios? ¿Cómo pueden?

Ese lugar también tenía algo horrible. Linda estaba convencida de ello. Era algo más que escalofriante; se palpaba el peligro. Cuando vio que Jackie había quitado la correa de su pistola automática reglamentaria, Linda hizo lo mismo. Le gustaba notar el tacto de la culata. Tu vara y tu culata me infunden aliento, pensó.

– ¿Hola? -dijo Jackie-. ¿Reverendo Coggins? ¿Hay alguien?

No hubo respuesta. El mostrador de recepción estaba vacío. A la izquierda había dos puertas cerradas. Enfrente, una ventana abarcaba un lado de la sala principal. Linda vio unas luces que parpadeaban en el interior. Supuso que era el estudio.

Jackie abrió con un pie las puertas cerradas, pero mantuvo una distancia más que prudencial. Tras una de ellas había un despacho. Detrás de la otra había una sala de reuniones equipada con un lujo sorprendente, dominada por un televisor gigante de pantalla plana. Estaba encendido, pero en silencio. Parecía que Anderson Cooper, casi a tamaño natural, estaba realizando uno de sus reportajes en Main Street de Castle's Rock. Los edificios estaban cubiertos de banderas y lazos amarillos. Linda vio una pancarta en la ferretería que decía: LIBERADLOS, y sintió escalofríos por todo el cuerpo. En la parte inferior de la pantalla se podía leer: FUENTES DEL DEPARTAMENTO DE DEFENSA AFIRMAN QUE EL IMPACTO DEL MISIL ES INMINENTE.

– ¿Por qué está encendido el televisor? -preguntó Jackie.

– Porque quienquiera que estuviera aquí, lo dejó así cuando…

Una voz atronadora la interrumpió.

«Esa ha sido la versión de Raymond Howell de "Christ My Lord and Leader".»

Las dos mujeres dieron un respingo.

«Y yo soy Norman Drake, y quiero recordaros tres hechos muy importantes: estáis escuchando Hora de los clásicos en la WCIK, Dios os ama, y envió a su Hijo para que muriera por vosotros en la cruz del calvario. Son las nueve y veinticinco de la mañana y, tal como nos gusta recordaros, la vida es breve. ¿Habéis entregado vuestro corazón al Señor? Volvemos en unos instantes.»

Norman Drake dio paso a un demonio con pico de oro que vendía la Biblia en DVD, y lo mejor era que podías pagarla en mensualidades y devolverla si no quedabas tan contento como un niño con zapatos nuevos. Linda y Jackie se acercaron al cristal del estudio de emisiones y miraron dentro. No estaban ni Norman Drake ni el demonio del pico de oro, pero cuando se acabó el anuncio y regresó el locutor para anunciar la siguiente canción, una luz verde se volvió roja, y una roja se volvió verde. Cuando la música empezó a sonar, otra luz roja cambió al verde.

– ¡Está todo automatizado! -exclamó Jackie-. ¡Todo el maldito sistema!

– Entonces, ¿por qué tenemos la sensación de que hay alguien aquí dentro? Y no me digas que a ti no te pasa.

Jackie no lo negó.

– Porque es raro. El locutor dice hasta la hora. ¡Cariño, este montaje debe de haber costado una fortuna! Esto sí que es el fantasma de la máquina… ¿Cuánto crees que durará?

– Seguramente hasta que se acabe el propano y el generador se pare.

Linda vio otra puerta cerrada y la abrió con el pie, como había hecho Jackie… Salvo que, a diferencia de su compañera, desenfundó la pistola y la mantuvo apuntando hacia abajo, sin quitarle el seguro.

Era un lavabo y estaba vacío. Sin embargo, en la pared había la imagen de un Jesús muy caucásico.

– No soy religiosa -dijo Jackie-, así que vas a tener que explicarme por qué quiere la gente que Jesús los observe mientras cagan.

Linda negó con la cabeza.

– Vámonos de aquí antes de que me dé algo -dijo-. Este lugar es la versión en radio del Mary Celeste.

Jackie miró alrededor, incómoda.

– Bueno, debo admitir que da miedo. -De pronto alzó la voz y soltó un grito-: ¡Eh! ¡Hola! ¿Hay alguien? ¡Última oportunidad! -Linda se sobresaltó y le entraron ganas de decirle a Jackie que no gritara de aquel modo. Porque podía oírla alguien y salir a su encuentro. O algo por el estilo.

Nada. Nadie.

Cuando salieron al exterior, Linda respiró hondo.

– Una vez, cuando era una adolescente, unos cuantos amigos y yo fuimos a Bar Harbor y paramos a comer junto a un acantilado con unas vistas espectaculares. Éramos seis. Era un día despejado y se veía hasta la costa de Irlanda. Cuando acabamos de comer, dije que quería hacer una fotografía. Mis amigos saltaban y hacían el tonto, por lo que yo tuve que ir retrocediendo, para intentar que salieran todos en la foto. De repente, una de las chicas, Arabella, mi mejor amiga por entonces, paró de jugar con otra chica y gritó «¡Quieta, Linda, quieta!». Me detuve y miré atrás. ¿Sabes qué vi?

Jackie negó con la cabeza.

– El océano Atlántico. Había retrocedido hasta el borde del precipicio, en la zona de picnic. Había un cartel de advertencia, pero ninguna valla ni barandilla. Un paso más y me habría caído. Y lo que sentí entonces es lo mismo que siento ahora.

– Lin, está vacío.

– No lo creo. Y me parece que tú tampoco.

– No voy a negar que es un lugar que da escalofríos, pero hemos mirado en todas las salas…

– En el estudio no. Además, la televisión estaba encendida y la música, demasiado alta. Y no creerás que la tienen a ese volumen habitualmente, ¿verdad?

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