Judy estaba tumbada de costado, con una mano bajo la mejilla, y tenía una respiración larga y pausada. Jannie era otra historia. No paraba de dar vueltas, de mover las sábanas con los pies y de murmurar. Rusty pasó por encima de la perra y se sentó junto a su cama, bajo el último póster de un grupo musical de chicos.
Estaba soñando. Y a juzgar por su expresión de preocupación estaba teniendo una pesadilla. Sus murmullos parecían una especie de protesta o queja. Rusty intentó averiguar qué decía, pero antes de que pudiera entender algo, su hija calló.
Audrey volvió a gemir.
Rusty le puso bien el camisón a Jan, la tapó con la colcha y le apartó el pelo de la frente. La niña movía los ojos muy rápido de un lado a otro bajo los párpados cerrados, pero Rusty no apreció ningún temblor en las extremidades, no movía los dedos ni se relamía los labios. Estaba casi seguro de que estaba en fase de sueño REM y que no se trataba de un ataque. Lo que planteaba una pregunta interesante: ¿los perros también podían oler las pesadillas?
Se inclinó sobre Jan y le dio un beso en la mejilla. Al hacerlo, ella abrió los ojos, pero Rusty no tenía muy claro que lo estuviera viendo. Quizá era un síntoma de petit mal, pero le parecía poco probable, ya que en tal caso Audi habría empezado a aullar, de eso estaba seguro.
– Vuelve a dormirte, cielo -dijo él.
– Tiene una pelota de béisbol dorada, papá.
– Lo sé, cielo, duérmete.
– Es una pelota mala.
– No. Es buena. Las pelotas de béisbol son buenas, sobre todo las doradas.
– Ah -dijo ella.
– Vuélvete a dormir.
– Vale, papá. -Se dio la vuelta y cerró los ojos. Tardó un instante en encontrar la postura, pero luego se quedó quieta. Audrey, que había estado todo el rato tumbada en el suelo con la cabeza levantada, observándolos, apoyó el morro en la pata y también se durmió.
Rusty se quedó un rato sentado, escuchando la respiración de sus hijas, diciéndose a sí mismo que no había nada de lo que asustarse, que la gente hablaba mucho en sueños. Se dijo a sí mismo que todo estaba bien, que solo tenía que mirar al perro que dormía en el suelo en caso de que tuviera alguna duda, pero resultaba difícil ser optimista en mitad de la noche. Cuando aún faltaban varias horas para el amanecer, los pensamientos asumían forma corpórea y echaban a caminar. En mitad de la noche los pensamientos se convertían en zombis.
Al final decidió que no le apetecía el pastel de naranja y arándanos. Lo que quería era acurrucarse junto al cuerpo cálido de su mujer dormida. Pero antes de salir de la habitación, acarició la sedosa cabeza de Audrey.
– Estate atenta -susurró.
Audi abrió un instante los ojos y lo miró.
Rusty pensó: Golden retriever. Y acto seguido, la conexión perfecta: Una pelota de béisbol dorada. Una pelota de béisbol mala.
Esa noche, a pesar de la intimidad femenina recién descubierta por la niña, Rusty dejó su puerta abierta.
Lester Coggins estaba sentado en el porche de Rennie cuando Big Jim regresó. Coggins leía su Biblia con una linterna. La devoción del reverendo no inspiró a Big Jim, cuyo humor, de por sí malo, no hizo sino empeorar.
– Que Dios te bendiga, Jim -dijo Coggins mientras se levantaba. Cuando Big Jim le ofreció la mano, Coggins se la cogió con un gesto ferviente y se la estrechó.
– Que te bendiga a ti también -respondió Rennie, animosamente.
Coggins le estrechó la mano con fuerza una vez más y la soltó.
– Jim, he venido a verte porque he tenido una revelación. Anoche pedí tener una (sí, estaba atribulado), y esta tarde he obtenido la respuesta. Dios me ha hablado: de forma escrita y mediante ese chico.
– ¿El hijo de los Dinsmore?
Coggins se besó las manos juntas y luego las alzó al cielo.
– El mismo. Rory Dinsmore. Que Dios lo tenga en su gloria toda la eternidad.
– Ahora mismo está cenando con Jesús -añadió Big Jim automáticamente. Estaba observando al reverendo bajo la luz de su linterna, y lo que vio no le gustó. A pesar de que la noche empezaba a refrescar rápidamente, al reverendo Coggins le brillaba la piel a causa del sudor. Tenía los ojos muy abiertos, prácticamente solo se le veía el blanco. Y el pelo rizado muy alborotado. Parecía un tipo al que empezaba a patinarle el cambio de marchas y que podía quedarse tirado en la cuneta en cualquier momento.
Big Jim pensó: Esto no pinta bien.
– Sí -dijo Coggins-. No me cabe la menor duda. Estará disfrutando de un buen banquete… Envuelto en los brazos eternos…
Big Jim pensó que debía de resultar difícil hacer ambas cosas a la vez, pero prefirió guardar silencio.
– Sin embargo, su muerte tenía una razón, Jim. Eso es lo que he venido a decirte.
– Cuéntamelo dentro -dijo Big Jim, y antes de que el reverendo pudiera replicar, le preguntó-: ¿Has visto a mi hijo?
– ¿A Junior? No.
– ¿Cuánto tiempo llevas aquí? -Big Jim parpadeó bajo la luz del recibidor y bendijo al generador mientras lo hacía.
– Una hora. Quizá un poco menos. Sentado en los escalones… leyendo… rezando… meditando.
Rennie se preguntó si alguien lo había visto, pero prefirió no saberlo. Coggins ya estaba alterado, y una pregunta como esa podría alterarlo aún más.
– Vamos a mi estudio -dijo, y lo condujo por la casa, con la cabeza agachada, avanzando lentamente y a pasos grandes. Visto por detrás, parecía un oso vestido con ropa humana, un animal viejo y lento pero aún peligroso.
Además del cuadro del Sermón en la montaña, que ocultaba una caja fuerte detrás, las paredes del despacho de Big Jim estaban llenas de placas que ensalzaban sus distintos servicios a la comunidad.
También había una fotografía enmarcada en la que aparecía él mismo estrechándole la mano a Sarah Palin y otra en la que le daba la mano al Gran Número 3, Dale Earnhardt, en un acto organizado por este para recaudar fondos para alguna causa infantil en el Crash-A-Rama anual de Oxford Plains. Había incluso una fotografía en la que Big Jim le estrechaba la mano a Tiger Woods, que le pareció un negro muy simpático.
En el escritorio tenía una pelota de béisbol bañada en oro sobre un soporte de metacrilato. Debajo (también en metacrilato) había una dedicatoria que decía: «¡A Jim Rennie, como agradecimiento por tu ayuda para organizar el Torneo Benéfico de Softball de Western Maine de 2007!». Estaba firmada por Bill Lee, el Astronauta.
Mientras se sentaba al escritorio en su silla de respaldo alto, Big Jim cogió la pelota del soporte y empezó a pasársela de una mano a otra. Era una buena idea juguetear con una pelota como esa, sobre todo porque estaba un poco alterado: era bonita y pesada, y las costuras doradas se ajustaban a la perfección a las palmas de sus manos. En ocasiones Big Jim se preguntaba qué sentiría si tuviera una pelota de oro macizo. Tal vez intentaría conseguir una cuando hubiera acabado todo el asunto de la Cúpula.
Coggins se sentó al otro lado del escritorio, en la silla del cliente. En la silla del suplicante. Que era el lugar donde Big Jim quería que estuviera. El reverendo movía los ojos de un lado a otro, como un hombre que estuviera viendo un partido de tenis. O tal vez el péndulo de un hipnotizador.
– ¿De qué va todo esto, Lester? Cuéntamelo. Pero ve al grano, ¿de acuerdo? Necesito dormir. Mañana tengo una agenda apretada.
– ¿Quieres rezar conmigo antes, Jim?
Rennie sonrió. Le lanzó una sonrisa aterradora, aunque algo contenida. Por lo menos de momento.
– ¿Por qué no me cuentas lo que te ha ocurrido? Antes de arrodillarme me gusta saber por qué voy a rezar.
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