Stephen King - La Cúpula

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La cúpula. Un día de octubre la pequeña ciudad americana de Chester´s Mill se encuentra totalmente aislada por una cúpula transparente e impenetrable. Nadie sabe de dónde ha salido ni por qué está allí. Sólo saben que poco a poco se agotarán las provisiones y hasta el oxígeno que respiran. Es una soleada mañana de otoño en la pequeña ciudad de Chester´s Mill. Claudette Sanders disfruta de su clase de vuelo y Dale Barbara, Barbie para los amigos, hace autostop en las afueras. Ninguno de los dos llegará a su destino. De repente, una barrera invisible ha caído sobre la ciudad como una burbuja cristalina e inquebrantable. Al descender, ha cortado por la mitad a una marmota y ha amputado la mano a un jardinero. El avión que pilotaba Claudette ha chocado contra la cúpula y se ha precipitado al suelo envuelto en llamas. Dale Barbara, veterano de la guerra de Irak, ha de regresar a Chester´s Mill, el lugar que tanto deseaba abandonar. El ejército pone a Barbie al cargo de la situación pero Big Jim Rennie, el hombre que tiene un pie en todos los negocios sucios de la ciudad, no está de acuerdo: la cúpula podría ser la respuesta a sus plegarias. A medida que la comida, la electricidad y el agua escasean, los niños comienzan a tener premoniciones escalofriantes. El tiempo se acaba para aquellos que viven bajo la cúpula. ¿Podrán averiguar qué ha creado tan terrorífica prisión antes de que sea demasiado tarde? Una historia apocalíptica e hipnótica. Totalmente fascinante. Lo mejor de Stephen King.

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Sammy se bajó la camiseta con tanta fuerza que estuvo a punto de rasgarse el cuello. Luego se puso en pie como buenamente pudo, mientras los haces de luz recorrían su cuerpo.

– Sé una buena anfitriona e invítanos a pasar -dijo Frankie mientras entraba por la puerta-. Muchas gracias. -Iluminó la salita con su linterna-. Menuda pocilga.

– ¡Una pocilga para una cerda! -gritó Georgia, y todos se echaron a reír de nuevo-. ¡Si yo fuera Phil, volvería del bosque solo para darte una paliza! -Levantó el puño y Carter Thibodeau hizo chocar el suyo contra el de ella.

– ¿Aún está escondido en la emisora de radio? -preguntó Mel-. ¿Colocándose? ¿Con sus paranoias sobre Jesús?

– No sé a qué te… -Ya no estaba enfadada, solo asustada. Ese era el modo inconexo en que hablaba la gente en las pesadillas que podía tener uno si fumaba hierba mezclada con PCP-. ¡Phil se ha ido!

Los cuatro se miraron y se rieron. El estúpido nyuck-nyuck-nyuck de Searles destacaba entre los demás.

– ¡Se ha ido! ¡Se ha largado! -gritó Frankie.

– ¡Y a quién cojones le extraña! -replicó Carter, y ambos entrechocaron sus puños.

Georgia cogió unos cuantos libros que Sammy tenía en la estantería y los hojeó.

– ¿Nora Roberts? ¿Sandra Brown? ¿Stephenie Meyer? ¿Lees esto? ¿No sabes que Harry Potter es el puto amo? -Estiró los brazos y dejó caer los libros al suelo.

El bebé aún no se había despertado. Era un milagro.

– ¿Si os vendo costo os iréis? -preguntó Sammy.

– Claro -respondió Frankie.

– Y date prisa -dijo Carter-. Mañana nos toca empezar turno pronto. Hay que planear la eee-va-cua-ción. Así que mueve ese culo gordo que tienes.

– Esperad aquí.

Se fue a la cocina; abrió el congelador -estaba caliente, todo se había derretido y, por algún motivo, eso hizo que le entraran ganas de llorar- y cogió una de las bolsas con droga que guardaba ahí. Quedaban tres más.

Cuando iba a volverse, alguien la agarró y le quitó la bolsa de la mano.

– Déjame ver otra vez esas braguitas rosa -le dijo Mel al oído-. A ver si llevas escrita la palabra DOMINGO en el culo. -Le levantó la camiseta hasta la cintura-. No, ya me lo imaginaba.

– ¡Basta ya! ¡Para!

Mel se rió: nyuck, nyuck, nyuck.

La luz de una linterna la cegó, pero reconoció la estrecha cabeza que se ocultaba tras ella: Frankie DeLesseps.

– Hoy has sido muy borde conmigo -dijo-. Además, me has dado un bofetón y me has hecho daño en la mano. Y lo único que hice fue esto. -Estiró un brazo y le agarró un pecho de nuevo.

Sammy intentó apartarse. El rayo de luz que le enfocaba la cara subió momentáneamente hacia el techo y descendió rápidamente. Sintió una punzada de dolor en la cabeza. La había golpeado con la linterna.

– ¡Ay! ¡Ay, me has hecho daño! ¡PARA YA!

– Y una mierda, eso no te ha hecho daño. Tienes suerte de que no te detenga por tráfico de drogas. Si no quieres que te dé otra hostia quédate quieta.

– Este costo apesta -dijo Mel con naturalidad. Aún estaba detrás de ella y no le había bajado la camiseta.

– Como ella -añadió Georgia.

– Tengo que confiscarte la hierba, puta -dijo Carter-. Lo siento.

Frankie le estaba sobando el pecho.

– Estate quieta. -Le pellizcó el pezón-. Estate quieta de una vez -le ordenó con voz ronca y respiración agitada.

Sammy sabía qué iba a pasar. Cerró los ojos. Que no se despierte el bebé , pensó. Y que no hagan nada más. O algo peor.

– Venga -lo animó Georgia-. Enséñale lo que se ha perdido desde que se fue Phil.

Frankie señaló la sala de estar con la linterna.

– Ponte en el sofá. Y ábrete de piernas.

– ¿No quieres leerle los derechos antes? -preguntó Mel, y se rió: nyuck, nyuck, nyuck.

Sammy pensó que como oyera esa risa una vez más le estallaría la cabeza. Pero se dirigió hacia el sofá, con la cabeza gacha y los hombros caídos.

Carter la agarró, le hizo darse la vuelta y se iluminó la cara, que se convirtió en una máscara de trasgo.

– ¿Soltarás prenda sobre esto, Sammy?

– N-n-no.

La máscara de trasgo asintió.

– Haces bien. Porque, de todos modos, nadie te creería. Salvo nosotros, claro, y entonces tendríamos que volver y darte una paliza de las buenas.

Frankie la tiró en el sofá de un empujón.

– Tíratela -dijo Georgia, excitada, mientras enfocaba a Sammy con la linterna-. ¡Tírate a esa zorra!

Los tres muchachos se la tiraron. Frankie fue el primero.

– Tienes que aprender a mantener la boca cerrada excepto cuando estás de rodillas -le susurró mientras la embestía.

Carter fue el siguiente. Mientras la montaba, Little Walter se despertó y empezó a llorar.

– ¡Cállate, mocoso, o tendré que leerte los derechos! -gritó Mel Searles, y luego se rió.

Nyuck, nyuck, nyuck.

11

Era casi medianoche.

Linda Everett estaba sumida en un profundo sueño en su mitad de la cama; había sido un día agotador, al día siguiente tenía una reunión a primera hora (para preparar la eee-va-cua-ción), y ni siquiera sus preocupaciones por Janelle pudieron mantenerla despierta. No llegaba lo que se dice a roncar, sino que emitía un suave cuip-cuip-cuip.

Rusty también había tenido un día agotador, pero no podía dormir, aunque no estaba preocupado por Jan. Creía que estaría bien, al menos durante un tiempo. Podía mantener sus ataques a raya si no empeoraban. Si se quedaba sin Zarontin en la farmacia del hospital, podría conseguir más en la de Sanders.

Pero no dejaba de pensar en el doctor Haskell. Y en Rory Dinsmore, por supuesto. Rusty no podía dejar de ver la cuenca ensangrentada y desgarrada en la que había estado alojado el ojo. No podía dejar de oír a Ron Haskell diciéndole a Ginny: «No me hagas perder al paciente… ¡La paciencia, quiero decir, joder!».

Salvo que al final sí que lo había perdido.

Empezó a dar vueltas en la cama, intentando dejar atrás esos recuerdos, que fueron sustituidos por el murmullo de Rory «Es Halloween», que a su vez quedó tapado por la voz de su propia hija: «¡Es culpa de la Gran Calabaza! ¡Tienes que parar a la Gran Calabaza!».

Su hija había tenido un ataque. El hijo de los Dinsmore había recibido el impacto de una bala rebotada en el ojo, y el de un fragmento de bala en el cerebro. ¿Qué le decía eso a él?

No me dice nada. ¿Qué dijo el escocés de Perdidos? ¿«No hay que confundir una coincidencia con el destino»?

Quizá había sido eso. Quizá sí. Pero hacía ya mucho tiempo de Perdidos. El escocés podría haber dicho «No hay que confundir el destino con una coincidencia».

Se dio la vuelta hacia el otro lado y esta vez vio el titular en negrita del Democrat: ¡VAN A ESTALLAR EXPLOSIVOS EN LA BARRERA!

Era inútil. Era imposible que se quedara dormido, y lo peor que podía hacer en una situación como esa era empezar a fustigarse para alcanzar el país de los sueños.

Abajo quedaba un pedazo del famoso pastel de naranja y arándanos de Linda; lo había visto en la encimera al entrar. Rusty decidió que se comería un trozo en la mesa de la cocina y que hojearía el último número de American Family Physician. Si un artículo sobre la tos convulsa no lograba que le entrara sueño, nada lo lograría.

Se levantó. Un hombretón vestido con la ropa de trabajo azul que acostumbraba a usar como pijama. Salió sin hacer ruido para no despertar a Linda.

En mitad de la escalera, se detuvo y ladeó la cabeza.

Audrey estaba gimiendo, sin hacer apenas ruido. En la habitación de las niñas. Rusty bajó y abrió la puerta. El golden retriever, una sombra tenue entre las camas de las niñas, se volvió para mirarlo y emitió otro de esos gemidos.

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