Stephen King - La Cúpula

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La cúpula. Un día de octubre la pequeña ciudad americana de Chester´s Mill se encuentra totalmente aislada por una cúpula transparente e impenetrable. Nadie sabe de dónde ha salido ni por qué está allí. Sólo saben que poco a poco se agotarán las provisiones y hasta el oxígeno que respiran. Es una soleada mañana de otoño en la pequeña ciudad de Chester´s Mill. Claudette Sanders disfruta de su clase de vuelo y Dale Barbara, Barbie para los amigos, hace autostop en las afueras. Ninguno de los dos llegará a su destino. De repente, una barrera invisible ha caído sobre la ciudad como una burbuja cristalina e inquebrantable. Al descender, ha cortado por la mitad a una marmota y ha amputado la mano a un jardinero. El avión que pilotaba Claudette ha chocado contra la cúpula y se ha precipitado al suelo envuelto en llamas. Dale Barbara, veterano de la guerra de Irak, ha de regresar a Chester´s Mill, el lugar que tanto deseaba abandonar. El ejército pone a Barbie al cargo de la situación pero Big Jim Rennie, el hombre que tiene un pie en todos los negocios sucios de la ciudad, no está de acuerdo: la cúpula podría ser la respuesta a sus plegarias. A medida que la comida, la electricidad y el agua escasean, los niños comienzan a tener premoniciones escalofriantes. El tiempo se acaba para aquellos que viven bajo la cúpula. ¿Podrán averiguar qué ha creado tan terrorífica prisión antes de que sea demasiado tarde? Una historia apocalíptica e hipnótica. Totalmente fascinante. Lo mejor de Stephen King.

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La verdad sobre Claudette Sanders era esta: había sido un Jim Rennie más guapo, un Jim Rennie más amable, con el que Andy podía acostarse y a quien podía contarle sus secretos, y la vida sin ella era impensable.

Andy empezó a llorar de nuevo, y fue entonces cuando Big Jim en persona le puso una mano en el hombro y apretó. No lo había oído entrar, pero no se sobresaltó. Casi había esperado esa mano, pues su propietario casi siempre aparecía cuando Andy más lo necesitaba.

– He pensado que te encontraría aquí -dijo Big Jim-. Andy, amigo, yo… lo siento mucho.

Andy se levantó con torpeza, echó los brazos alrededor de la mole de Big Jim y sollozó en su chaqueta.

– ¡Le dije que esas clases eran peligrosas! ¡Le dije que Chuck Thompson era un gilipollas, igual que su padre!

Big Jim le acarició la espalda con mano tranquilizadora.

– Ya lo sé. Pero ahora está en un lugar mejor, Andy. Esta noche ha cenado con Jesucristo; ¡carne asada, guisantes frescos y puré de patata con salsa de carne! Visto así, ¿no es fantástico? Tienes que aferrarte a eso. ¿Crees que deberíamos rezar?

– ¡Sí! -Andy sollozó-. ¡Sí, Big Jim! ¡Reza conmigo!

Los dos se arrodillaron y Big Jim rezó un buen rato y con ganas por el alma de Claudette Sanders. (Por debajo de ellos, en el taller, Stewart Bowie los oyó, miró al techo y comentó: «Ese hombre saca mierda por abajo y por arriba».)

Después de cuatro o cinco minutos de «ahora vemos por un espejo, de forma confusa» y «cuando yo era niño, hablaba como niño» (Andy no acababa de ver la relevancia de este último versículo, pero no le importaba; solo estar allí con Big Jim, arrodillados los dos, ya era reconfortante), Rennie terminó -«AlabadoseaDiosamén»- y ayudó a Andy a ponerse en pie.

Cara a cara y pecho contra pecho, Big Jim agarró a Andy de los brazos y lo miró a los ojos.

– Bueno, socio -dijo. Siempre llamaba «socio» a Andy cuando la situación era grave-. ¿Estás listo para ir a trabajar?

Andy se lo quedó mirando con cara de tonto.

Big Jim asintió como si Andy hubiese exteriorizado una protesta razonable (dadas las circunstancias).

– Sé que es duro. No es justo. Es un momento poco apropiado para pedírtelo. Y estarías en tu derecho… Dios sabe que sí… si arremetieras contra mí como un puñetero. Pero a veces tenemos que anteponer el bienestar de los demás… ¿No es cierto?

– Por el bien del pueblo -dijo Andy. Por primera vez desde que le habían informado de lo de Claudie, veía un resquicio de luz.

Big Jim asintió. Su rostro era solemne, pero le brillaban los ojos. Andy pensó algo extraño: Parece diez años más joven.

– Eso es. Somos custodios, socio. Custodios del bien común. No siempre es fácil, pero nunca es innecesario. He enviado a esa Wettington a buscar a Andrea. Le he dicho que la lleve a la sala de plenos. Esposada, si hace falta. -Big Jim rió-. Estará allí, y Pete Randolph está haciendo una lista con todos los agentes que están disponibles en el pueblo. No son suficientes. Tenemos que hacernos cargo de esto, socio. Si esta situación se prolonga, la autoridad será clave. Así que ¿qué me dices? ¿Puedes arreglarte para mí?

Andy asintió. Pensó que le ayudaría a no pensar en aquello. Aunque no lo consiguiera, tenía que largarse de allí. Mirar el ataúd de Gert Evans estaba empezando a ponerle los pelos de punta. Las lágrimas silenciosas de la viuda del jefe también le habían puesto los pelos de punta. Además, no sería tan duro. Lo único que tenía que hacer era sentarse allí, a la mesa de la sala de plenos, y alzar la mano cuando Big Jim alzara la suya. Andrea Grinnell, que nunca parecía del todo despierta, haría lo mismo. Si había que adoptar medidas de emergencia de algún tipo, Big Jim se ocuparía de que así fuera. Big Jim se encargaría de todo.

– Vamos -repuso Andy.

Big Jim le dio unas palmadas en la espalda, pasó un brazo alrededor de los flacos hombros de Andy y lo sacó del Salón del Recuerdo I. Era un brazo pesado. Rollizo. Pero le hizo bien.

En ningún momento pensó en su hija. En su dolor, Andy Sanders se había olvidado de ella por completo.

2

Julia Shumway caminaba despacio por Commonwealth Street, hogar de los habitantes más acaudalados de la ciudad, en dirección a Main Street. Felizmente divorciada desde hacía diez años, vivía encima de las oficinas del Democrat con Horace, su viejo corgi galés. Le había puesto ese nombre por el gran señor Greeley, que era recordado por una única agudeza -«Vaya al Oeste, joven, vaya al Oeste»-, pero cuyo verdadero mérito, a juicio de Julia, había sido su trabajo como director de periódico. Si Julia pudiera hacer un trabajo la mitad de bueno que el de Greeley en el Tribune de Nueva York, se consideraría una triunfadora.

Desde luego, su Horace siempre la había considerado una triunfadora, lo cual, en opinión de Julia, lo convertía en el perro más guapo sobre la faz de la Tierra. Lo sacaría a pasear en cuanto llegara a casa, y después se haría aún más maravillosa a sus ojos esparciendo unos trocitos del bistec de la noche anterior sobre su pienso. Eso los haría sentirse bien a los dos, y ella quería sentirse bien -por algo, por cualquier cosa- porque estaba preocupada.

No era una sensación nueva. Había vivido en Mills durante sus cuarenta y tres años y, en los últimos diez, cada vez le gustaba menos lo que veía en su pueblo natal. Le preocupaba la inexplicable precariedad del alcantarillado y de la planta de tratamiento de residuos a pesar de todo el dinero que se había destinado a ellos; le preocupaba el cierre inminente de Cloud Top, la estación de esquí del pueblo; le preocupaba que James Rennie estuviera robando de las arcas municipales más aún de lo que ella sospechaba (y sospechaba que llevaba décadas robando una barbaridad). Y, desde luego, le preocupaba ese nuevo asunto, que casi le parecía demasiado inmenso para poder comprenderlo. Cada vez que intentaba abarcarlo en su totalidad, su mente se centraba en algún punto que era minúsculo pero concreto: su creciente incapacidad para efectuar llamadas con el móvil, por ejemplo. Además, ella tampoco había recibido ninguna, lo cual era inquietante. No estaba pensando en los preocupados amigos y familiares de fuera del pueblo que estarían intentando ponerse en contacto con ella; tendría que haber recibido una avalancha de llamadas de otros periódicos: el Sun de Lewiston, el Press Herald de Portland, quizá incluso el New York Times.

¿Todo el mundo en Mills estaba teniendo esos mismos problemas?

Debería acercarse al límite municipal y verlo por sí misma. Si no podía usar el teléfono para darle un toque a Pete Freeman, su mejor fotógrafo, podía hacer algunas fotos ella misma con lo que llamaba su Nikon de Emergencias. Por lo visto habían decretado una especie de zona de cuarentena en el lado de la barrera que daba a Motton y a Tarker's Mills -probablemente también en las demás localidades-, pero seguro que por su lado podría acercarse bastante. Tal vez le advirtieran que no avanzara más, pero si la barrera era tan impermeable como había oído decir, no pasarían de advertencias.

– A palabras necias, oídos sordos -dijo.

Absolutamente cierto. Si hubiera permitido que las palabras la hirieran, Jim Rennie podría haberla mandando a la UCI cuando ella escribió aquel artículo sobre esa auditoría de chiste que les había hecho el estado hacía tres años. Por supuesto, Big Jim había soltado un sinfín de bravatas sobre que iba a denunciar al periódico, pero todo había quedado en palabras; Julia incluso se había planteado brevemente sacar un editorial sobre el tema, más que nada porque tenía un titular fantástico: LA DESAPARECIDA DENUNCIA POR DIFAMACIÓN.

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