– Cierra los ojos, Rústico -dijo Junior-. Será mejor así.
Lo primero que pensó Jackie Wettington al entrar en el vestíbulo de la comisaría fue: Oh, Dios bendito, hay sangre por todas partes.
Stacey Moggin estaba apoyada contra la pared, debajo del tablón de anuncios para uso de la comunidad, con su mata de pelo rubio esparcida sobre los ojos blancos, que miraban al techo. Otro policía (no supo decir quién era) estaba tirado boca abajo frente a la mesa de recepción, que había volcado, abierto de piernas como un bailarín imposible. Más allá, en la sala de los agentes, un tercer policía yacía muerto de lado. Ese tenía que ser Wardlaw, uno de los chicos nuevos de la oficina. Tan grande, solo podía ser él. El cartel que había sobre la cafetera había quedado salpicado por la sangre y los sesos del chico. Ahora decía EL C FÉ Y LOS DO N SON GRATIS.
Jackie oyó un tenue ruido tras ella. Se dio la vuelta sin ser consciente de que había levantado el arma hasta que tuvo a Rommie Burpee a tiro. El hombre ni siquiera se dio cuenta de que Jackie lo apuntaba; estaba mirando los cuerpos de los tres policías muertos. El ruido lo había hecho su máscara de Dick Cheney. Se la quitó y la dejó caer al suelo.
– Jesús, ¿qué ha pasado aquí? -preguntó-. ¿Esa es…? Antes de que pudiera terminar, desde el calabozo llegó un grito: -¡Eh, capullo! Te di una buena, ¿verdad? ¡Te di pero bien! Y entonces, por increíble que fuera, una risa. Era muy aguda, maníaca. Por un momento, Jackie y Rommie solo pudieron mirarse uno al otro, incapaces de moverse. Después Rommie dijo: -Creo que es Barbara. -«Bagbaga.»
Ernie Calvert estaba sentado al volante de la furgoneta de la compañía telefónica y aguardaba con el motor encendido junto a un bordillo en el que se podía leer RESERVADO POLICÍA SOLO 10 MINS. Había cerrado el seguro de todas las puertas por miedo a que alguna o varias de las personas que corrían aterrorizadas por Main Street, huyendo del ayuntamiento, se metieran en la furgoneta. Sostenía el rifle que Rommie había dejado detrás del asiento del conductor, aunque no estaba muy seguro de que pudiera dispararle a nadie si intentaban entrar; conocía a aquellas personas, les había vendido alimentos durante años. El terror había deformado sus caras, pero no las había vuelto irreconocibles.
Vio a Henry Morrison corriendo de aquí para allá en el césped de delante del ayuntamiento. Parecía un perro de presa rastreando una pista. Gritaba por su megáfono e intentaba poner un poco de orden en aquel caos. Alguien lo tiró al suelo y Henry, que Dios lo bendiga, volvió a levantarse.
Entonces vio aparecer a otros: Georgie Frederick, Marty Arsenault, ese chico… Searles (lo reconoció por el vendaje que llevaba en la cabeza), los dos hermanos Bowie, Roger Killian y un par de novatos más. Freddy Denton bajaba con decisión los anchos escalones del ayuntamiento con el arma empuñada. Ernie no veía a Randolph; cualquiera que no supiera cómo eran las cosas por allí habría esperado ver al jefe de la policía al mando de la brigada de pacificación, la cual también estaba a punto de rendirse al caos.
Sin embargo, Ernie sí sabía cómo eran las cosas por allí. Peter Randolph siempre había sido un mal bicho inútil y fanfarrón, y no verlo en aquel desastre garrafal no le sorprendió en absoluto. Tampoco le preocupó. Lo que le preocupaba era que de la comisaría no salía nadie, y se habían oído más disparos. Habían sonado amortiguados, como si se hubieran producido en el sótano, donde tenían a los prisioneros.
Ernie, que no era mucho de oraciones, se puso a rezar. Para que nadie de los que huían del ayuntamiento se fijara en el viejo que esperaba sentado al volante de la furgoneta en marcha. Para que Jackie y Rommie salieran sanos y salvos, con o sin Barbara y Everett. Se le ocurrió entonces que también podía, simplemente, marcharse de allí con la furgoneta, y le sorprendió lo tentadora que resultaba la idea.
Le sonó el móvil.
Por un momento se quedó sentado sin saber muy bien qué estaba oyendo, después se lo sacó del cinturón tirando de él. Al abrirlo, leyó JOANIE en la pantalla. Pero no era su nuera; era Norrie.
– ¡Abuelo! ¿Estás bien?
– Bien -dijo él mirando el caos que tenía delante.
– ¿Los habéis sacado ya?
– Lo están haciendo ahora mismo, cielo -dijo, y esperó que fuera verdad-. No puedo hablar. ¿Estáis a salvo? ¿Estáis en… en el sitio?
– ¡Sí! ¡Abuelo, de noche brilla! ¡El cinturón de radiación! ¡Y los coches también, pero luego han dejado de brillar! ¡Julia dice que cree que no es peligroso! ¡Dice que cree que es falso, para espantar a la gente!
Será mejor que no contemos con eso, pensó Ernie.
Llegaron otros dos disparos amortiguados, sordos, desde el interior de la comisaría. En el calabozo había muerto alguien; tenía que ser eso.
– Norrie, ahora no puedo hablar.
– ¿Todo saldrá bien, abuelo?
– Sí, sí. Te quiero, Norrie.
Cerró el teléfono. Brilla, pensó, y se preguntó si llegaría a ver ese brillo. Black Ridge estaba cerca (en un pueblo pequeño, todo está cerca), pero en ese preciso instante parecía lejísimos. Miró fijamente hacia las puertas de la comisaría, intentando obligar a sus amigos a salir y, al ver que no lo hacían, bajó de la furgoneta. No podía quedarse ahí fuera sentado durante más tiempo. Tenía que entrar y ver qué estaba pasando.
Barbie vio cómo Junior levantaba el arma. Oyó a Junior decirle a Rusty que cerrara los ojos. Gritó sin pensar, sin tener idea de lo que iba a decir hasta que las palabras le salieron de la boca.
– ¡Eh, capullo! Te di una buena, ¿verdad? ¡Te di pero bien! -La risa que soltó a continuación sonó como la risa de un chiflado que ha dejado de tomarse la medicación.
O sea que así es como me río cuando estoy a punto de morir, pensó Barbie. Tendré que recordarlo. Lo cual le hizo reír más aún.
Junior se volvió hacia él. El lado derecho de su cara mostraba sorpresa; el izquierdo estaba paralizado en una mueca adusta. A Barbie le recordó a algún supervillano sobre el que había leído de joven, pero no recordaba cuál. Seguramente alguno de los enemigos de Batman, esos eran siempre los más espeluznantes. Después recordó que cuando su hermano pequeño, Wendell, quería decir «villanos», siempre le salía «billones». Eso le hizo reír más que nunca.
Podría haber formas peores de acabar , pensó mientras sacaba las dos manos por entre los barrotes y levantaba los dos dedos corazón. ¿Te acuerdas de Stubb en Moby Dick? «No sé lo que me espera, pero iré hacia ello riendo.»
Junior vio que Barbie le estaba dedicando un gesto grosero con el dedo corazón (en estéreo) y se olvidó completamente de Rusty. Avanzó por el corto pasillo empuñando la pistola por delante de él. Barbie estaba muy alerta, pero no se fiaba de sí mismo. Seguramente la gente que creía oír en el piso de arriba -moviéndose y hablando- no eran más que imaginaciones suyas. Aun así, cada cual tenía que interpretar su melodía hasta el final. Como mínimo, podría conseguirle a Rusty unas cuantas respiraciones y algo más de tiempo.
– Eso es, capullo -dijo-. ¿Te acuerdas de la paliza que te di aquella noche en el Dipper's? Llorabas como una zorrita.
– No lloré. -Sonó como el exótico plato especial de un menú chino.
La cara de Junior era un poema. La sangre que derramaba su ojo izquierdo goteaba por una mejilla con sombra de barba. A Barbie se le ocurrió que a lo mejor ahí tenía una oportunidad. Quizá no muy buena, pero una oportunidad mala era mejor que una inexistente. Empezó a caminar de un lado para otro delante de su camastro y su retrete, al principio despacio, pero cada vez más deprisa. Ahora ya sabes lo que siente un pato mecánico en una galería de tiro, pensó. Esto también tendré que recordarlo.
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