– No puedes entrar aquí, Junior -dijo Stacey.
– Claro que puedo. -«Claro» sonó «Caaa'o». Tenía todo un lado de la boca entumecido. ¡La intoxicación por talio! ¡Barbie!-. Estoy en el cuerpo. -«'stoy 'nel c'erbo.»
– Estás borracho, eso es lo que estás. ¿Qué está pasando ahí fuera? -Pero, entonces, quizá al decidir que Junior no sería capaz de ofrecerle una respuesta coherente, la muy zorra le dio un empujón en mitad del pecho. Hizo que se tambaleara sobre la pierna mala y casi lo tiró al suelo-. Márchate, Junior. -Miró atrás por encima del hombro y pronunció las últimas palabras que diría en este mundo-. Quédate donde estás, Wardlaw. Nadie va a bajar ahí.
Cuando se volvió con la intención de obligar a Junior a salir de la comisaría, se encontró mirando la boca de una Beretta de las de la policía. Le dio tiempo a pensar una sola cosa más ( Oh, no, no será capaz … ), y entonces un guante de boxeo indoloro le golpeó entre los pechos y la empujó. Vio la cara de asombro de Rupe Libby del revés cuando la cabeza se le inclinó hacia atrás. Después ya no vio nada.
– ¡No, Junior! ¿Te has vuelto loco? -gritó Rupe mientras intentaba sacar la pistola-. ¡Wardlaw, cúbreme!
Pero Mickey Wardlaw se quedó allí de pie, mirándolos como pasmado mientras Junior le metía cinco balas en el cuerpo al primo de Piper Libby. Tenía la mano izquierda entumecida, pero la derecha todavía le funcionaba bien; ni siquiera necesitaba apuntar demasiado con un blanco inmóvil a solo dos metros. Los primeros dos tiros se hundieron en la barriga de Rupe y lo lanzaron contra el escritorio de Stacey Moggin, que volcó. El chico se puso en pie, doblado, aferrándose el estómago. El tercer disparo de Junior no acertó, pero los dos siguientes entraron por la parte superior de la cabeza de Rupe, que cayó en una grotesca postura de ballet, las piernas separadas, y la cabeza (lo que quedaba de ella) descansando sobre el suelo, como si realizara una última gran reverencia.
Junior entró en la sala de los agentes cojeando y sosteniendo la Beretta humeante ante sí. No recordaba exactamente cuántas balas había gastado; creía que siete. Ocho, quizá. O tropecientos cincuenta… ¿Quién podía saberlo con exactitud? Volvía a dolerle la cabeza.
Mickey Wardlaw levantó una mano. Su rostro mostraba una gran sonrisa asustada y conciliadora.
– Yo no te daré problemas, hermano -dijo-. Haz lo que tengas que hacer. -Y le hizo la señal de la paz.
– Eso haré -dijo Junior-. Hermano.
Disparó a Mickey. El grandullón cayó al suelo, y la señal de la paz enmarcó el agujero de su cabeza que hasta hacía poco había contenido un ojo. El otro ojo levantó la mirada para contemplar a Junior con la estúpida humildad de una oveja que mira el redil donde la van a esquilar. Junior le disparó otra vez, solo para asegurarse. Después miró alrededor. Por lo visto, tenía todo aquel sitio para él solo.
– Vale -dijo-. Vale.
Fue hacia la escalera, después regresó junto al cadáver de Stacey Moggin. Comprobó que llevaba una Beretta Taurus como la de él y le sacó el cargador a la suya. Lo reemplazó con uno lleno del cinturón de la agente.
Junior se volvió, se tambaleó, cayó apoyándose en una rodilla y volvió a levantarse. La mancha negra del lado izquierdo de su campo visual era ya tan grande como una tapa de alcantarilla, y eso le hizo pensar que debía de tener el ojo izquierdo bastante jodido. Bueno, no pasaba nada; de todas formas, si necesitaba más de un ojo para disparar a un hombre encerrado en una celda, es que no valía un pimiento de chorlito. Cruzó la sala de agentes, resbaló con la sangre del difunto Mickey Wardlaw y casi se cayó otra vez, pero logró agarrarse a tiempo. La cabeza le martilleaba, pero él lo agradeció. Me mantiene despierto, pensó.
– Hola, Baaarbie -gritó hacia el final de la escalera-. Sé lo que me has hecho y voy a por ti. Si tienes alguna oración que rezar, más te vale que sea corta.
Rusty vio las piernas que bajaban cojeando la escalera metálica. Percibió el olor a pólvora de los disparos, y también a sangre, y comprendió con claridad que le había llegado la hora de morir. El hombre que cojeaba había ido a buscar a Barbie, pero estaba casi seguro de que no se dejaría por el camino a cierto asistente médico encerrado entre barrotes. Nunca volvería a ver a Linda ni a las pequeñas J.
Entonces apareció el pecho de Junior, después el cuello, luego la cabeza. Rusty le vio la boca, que tenía el lado izquierdo caído y como paralizado en una expresión lasciva, y el ojo izquierdo, que derramaba lágrimas de sangre, y pensó: Está muy ido. Es un milagro que todavía se tenga en pie, y una lástima que no haya esperado solo un poco más. Un poco más y no habría sido capaz ni de cruzar la calle.
Tenuemente, como en otro mundo, oyó una voz que llegaba desde el ayuntamiento, amplificada por un megáfono:
– ¡NO CORRAN! ¡QUE NO CUNDA EL PÁNICO! ¡YA NO HAY PELIGRO! ¡SOY EL AGENTE HENRY MORRISON Y, REPITO, YA NO HAY PELIGRO!
Junior resbaló, pero ya había llegado al último escalón, así que en lugar de caerse y partirse el cuello, solo se quedó arrodillado. Así descansó unos momentos, en la misma pose que un boxeador profesional esperando la obligada cuenta hasta ocho para retomar el combate. Rusty albergaba una sensación de afecto por todo lo que lo rodeaba muy cercana y nítida. Este valiosísimo mundo, que de pronto se había vuelto etéreo e inaprensible, ya no era más que una simple gasa que lo separaba de lo que fuera que había después. Si es que después había algo.
Cáete del todo, pensó, hablándole a Junior. Cáete de cara. Desmáyate, hijo de puta.
Pero Junior consiguió ponerse en pie con gran esfuerzo, miró la pistola que apretaba en una mano, fijamente, como si nunca antes hubiera visto nada parecido, y después dirigió la mirada hacia el pasillo y la celda del fondo, donde Barbie aferraba los barrotes con ambas manos y le devolvía la mirada.
– Baaarbie -dijo Junior en un susurro cantarín, y empezó a andar.
Rusty se hizo atrás; pensó que a lo mejor Junior no lo veía al pasar por delante y que a lo mejor se pegaba un tiro después de terminar con Barbie. Sabía que eran ideas de cobarde, pero también sabía que eran realistas. No podía hacer nada por su compañero de calabozo, pero a lo mejor lograría sobrevivir.
Y podría haber funcionado si hubiera estado en una de las celdas del lado izquierdo del pasillo, porque ese era el lado ciego de Junior. Sin embargo, lo habían encerrado en una de las de la derecha, y Junior lo vio moverse. Se detuvo y volvió la mirada hacia él. Su cara medio paralizada reflejaba una mezcla de malicia y desconcierto.
– Rústico -dijo-. ¿Así te llamas? ¿O era Berrick? No me acuerdo.
Rusty quería suplicar que le perdonara la vida, pero tenía la lengua pegada al paladar superior. Además, ¿de qué serviría suplicar? El chico ya estaba levantando la pistola. Junior iba a matarlo. No había poder en la Tierra capaz de detenerlo.
La mente de Rusty, como último recurso, buscó una huida que muchas otras mentes habían encontrado en sus últimos momentos de conciencia: antes de que el interruptor se accionara, antes de que se abriera la trampilla, antes de que la pistola que encañonaba la sien escupiera fuego. Esto es un sueño, pensó. Todo esto. La Cúpula, la locura del campo de Dinsmore, los disturbios de la comida; también este chico. Cuando apriete el gatillo, el sueño terminará y despertaré en mi cama una mañana fresca y clara de otoño. Me volveré hacia Linda y le diré: «¡Qué pesadilla he tenido, no te lo vas a creer!»,
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