– Ven, siéntate conmigo, Linda -dijo al tiempo que daba unas palmaditas en el asiento de al lado-. ¿Cómo está Rusty?
– No lo sé -respondió Linda. Pasó frente a Andrea y se sentó. Algo que llevaba en esos divertidos bolsillos hizo ruido al chocar con la madera-. No me dejan verlo.
– Esa situación se rectificará -dijo Andrea.
– Sí -convino Linda con gravedad-. Se rectificará. -Después se inclinó hacia delante-. Hola, niños, ¿cómo os llamáis?
– Este es Aidan -dijo Caro-, y esta es…
– Yo me llamo Alice. -La niñita alargó una mano regia: de reina a fiel súbdita-. Yo y Aidan… Aidan y yo… somos Cupuérfanos. Quiere decir «Huérfanos de la Cúpula». Se lo ha inventado Thurston. Sabe hacer trucos de magia, como sacarte monedas de detrás de la oreja y cosas así.
– Vaya, parece que os ha ido la mar de bien -dijo Linda, sonriendo. No le apetecía sonreír; no había estado tan nerviosa en toda su vida. Pero «nerviosa» era una palabra demasiado suave. Estaba cagada de miedo.
A las seis y media, el aparcamiento de detrás del ayuntamiento ya estaba lleno. Después de eso se llenaron las plazas de Main Street, y también las de West y East Street. A las siete menos cuarto, incluso los aparcamientos de correos y del parque de bomberos estaban completos.
Big Jim había previsto la posibilidad de aglomeración, y Al Timmons, ayudado por algunos de los agentes más nuevos, había sacado al césped unos cuantos bancos del Salón de Veteranos. APOYA A NUESTRAS TROPAS, se leía grabado en algunos; ¡JUEGA AL BINGO!, en otros. También habían instalado unos grandes altavoces Yamaha a un lado y otro de la puerta principal.
Casi toda la fuerza policial del pueblo (y todos los agentes experimentados, salvo uno) estaba allí para mantener el orden. Cuando los últimos en llegar protestaron porque tenían que sentarse fuera (o quedarse de pie, cuando hasta los bancos del césped se hubieron llenado), el jefe Randolph les dijo que tendrían que haber llegado antes: si te duermes, te lo pierdes. Además, añadía, hacía una noche muy buena, agradable y calurosa, y más tarde seguramente disfrutarían de otra gran luna rosa.
– Agradable si no te molesta este olor -dijo Joe Boxer. El dentista estaba de un humor de perros desde la confrontación en el hospital a causa de esos gofres que había liberado-. Espero que lo oigamos todo bien a través de esos cacharros. -Señaló los altavoces.
– Lo oirán bien -dijo Randolph-. Los hemos traído del Dipper's. Tommy Anderson dice que son lo último de lo último, y los ha instalado él mismo. Imagínese que esto es un autocine pero sin la película.
– Me imaginaré que es un grano que me ha salido en el culo -exclamó Joe Boxer, luego cruzó las piernas y se frotó con nerviosismo la raya de los pantalones.
Junior los veía llegar desde su escondite en el Puente de la Paz, donde espiaba a través de una rendija entre los tablones. Se quedó pasmado al ver a tanta gente del pueblo en el mismo sitio y al mismo tiempo, y dio gracias por los altavoces. Así podría oírlo todo desde donde estaba, y en cuanto su padre hubiese entrado en materia, él iniciaría su maniobra.
Que Dios asista al que se interponga en mi camino , pensó.
Era imposible no ver la mole barriguda de su padre aun en la creciente penumbra. Además, el ayuntamiento estaba completamente iluminado y la luz de una de las ventanas proyectaba un rectángulo justo donde se encontraba Big Jim, en el límite del abarrotado aparcamiento. Carter Thibodeau estaba junto a él.
Big Jim no tenía la sensación de estar siendo observado; o, mejor dicho, tenía la sensación de que todo el mundo lo observaba, lo cual venía a ser lo mismo. Consultó su reloj y vio que solo eran las siete. Su sentido político, agudizado a lo largo de muchísimos años, le decía que una reunión importante tenía que empezar siempre diez minutos tarde; más no, pero tampoco menos. Lo cual quería decir que era hora de que enfilara hacia la pista de rodaje. Llevaba consigo una carpeta en la que guardaba su discurso, pero en cuanto cogiera carrerilla no lo necesitaría. Sabía lo que iba a decir. Tenía la sensación de haber pronunciado el discurso ya en sueños la noche anterior, no una sino varias veces, y cada vez le había salido mejor.
Dio un codazo a Carter.
– Es hora de poner en marcha el espectáculo.
– Vale. -Carter se acercó corriendo hasta donde estaba Randolph en los escalones del ayuntamiento ( Seguro que cree que se parece al puñetero Julio César, pensó Big Jim), y volvió con el jefe de policía.
– Entraremos por la puerta lateral -dijo Big Jim. Consultó su reloj-. Dentro de cinco… no, de cuatro minutos. Tú irás delante, Peter; yo iré el segundo; Carter, tú detrás de mí. Iremos directos al estrado, ¿de acuerdo? Caminad con firmeza… nada de arrastrar los dichosos pies. Habrá aplausos. Manteneos en posición de «firmes» hasta que empiecen a decaer. Después sentaos. Peter, tú a mi izquierda. Carter, a mi derecha. Yo me adelantaré al atril. Primero rezaremos, luego todo el mundo se pondrá en pie para cantar el himno nacional. Después de eso, hablaré y repasaré el orden del día cagando leches. Votarán que sí a todo. ¿Lo tenéis?
– Estoy nervioso como una colegiala -confesó Randolph.
– Pues no lo estés. Todo va a salir bien.
En eso desde luego se equivocaba.
Mientras Big Jim y su séquito se encaminaban hacia la puerta lateral del ayuntamiento, Rose torcía por el camino de entrada de los McClatchey con la furgoneta de su restaurante. Detrás de ella iba el sencillo Chevrolet sedán que conducía Joanie Calvert.
Claire salió de la casa con una maleta en una mano y una bolsa de lona llena de comida en la otra. Joe y Benny Drake también llevaban maletas, aunque la mayoría de la ropa que había en la de Benny había salido de los cajones de Joe. Benny llevaba otra bolsa de lona, más pequeña, cargada con todo lo que había podido encontrar en la despensa de los McClatchey.
Desde el pie de la cuesta llegó el sonido amplificado de unos aplausos.
– Daos prisa -dijo Rose-. Ya están empezando. Es hora de poner pies en polvorosa. -Lissa Jamieson iba con ella. Deslizó la puerta de la furgoneta para abrirla y empezó a cargar bultos dentro.
– ¿Tenemos lámina de plomo para cubrir las ventanas? -le preguntó Joe a Rose.
– Sí, y también unos trozos de sobra para el coche de Joanie. Llegaremos hasta donde tú digas que es seguro y luego taparemos las ventanillas. Dame esa maleta.
– Esto es una locura, ¿sabes? -dijo Joanie Calvert. Caminó desde su coche hasta la furgoneta del Sweetbriar en una línea bastante recta, lo cual hizo pensar a Rose que solo se había tomado una o dos copas para infundirse valor. Eso era buena señal.
– Seguramente tienes razón -dijo Rose-. ¿Estás preparada?
Joanie suspiró y después pasó un brazo sobre los flacos hombros de su hija.
– ¿Para qué? ¿Para ir de cabeza al desastre? ¿Por qué no? ¿Cuánto tiempo tendremos que quedarnos allí arriba?
– No lo sé -dijo Rose.
Joanie soltó otro suspiro.
– Bueno, al menos no hace frío.
Joe le preguntó a Norrie:
– ¿Dónde está tu abuelo?
– Con Jackie y el señor Burpee en la furgoneta que hemos robado en Coches Rennie. Esperará fuera mientras ellos entran a sacar a Rusty y al señor Barbara. -Le dedicó una sonrisa muerta de miedo-. Será su hombre al volante.
– No hay tonto más tonto que un viejo tonto -comentó Joanie Calvert.
A Rose le dieron ganas de armarse de valor y soltarle un tortazo, y al mirar a Lissa se dio cuenta de que ella había sentido lo mismo, pero no era momento de ponerse a discutir, y menos aún de liarse a puñetazos.
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